domingo, 24 de diciembre de 2017

MANOS GRANDES, PESO PLUMA

A mon pare.

En mi rutina diaria viajo en el trenet un par de veces al día. 
Lo que os voy a contar me sucedió a las ocho de la noche de la víspera de Navidad. Aquel día me sentía especialmente cansado. En la fábrica hubo mucho trabajo de última hora. Todos los años, por esas fechas, ocurría lo mismo. Siempre era urgente y todo el personal nos desvivíamos por dar curso a un gran pedido de fusibles que había que montar y enviar lo más pronto posible. Durante la jornada no paré ni un sólo instante. Aunque la tarea no era muy complicada sí requería un trabajo extra manual. Concentré toda la energía de mi cuerpo en mis manos para ser más rápido y más hábil en el montaje de las piezas. 
Cuando salí de la fábrica me resultó reconfortante caminar hacia la estación y poder estirar las piernas y los brazos insensibles hasta desentumecerlos. La posición acuclillada, durante más de ocho horas en la fábrica, me hacía sentirme torpe a la hora de moverme. Subí al vagón destartalado del trenet en dirección a mi casa. Me quedé de pie, como solía hacer, pero noté que el cansancio se adueñaba de mi voluntad. Las manos me dolían especialmente sometidas a la constante presión del destornillador de montaje. Mis piernas también parecían revelarse, como si no quisieran sostenerme más, y reclamaban un merecido descanso. Vi el sitio libre y me senté. Por inercia apoyé mi brazo y dejé descansar mis manos abiertas sobre la barandilla. Durante unos segundos no miré a nada ni a nadie y sólo presté atención a mis cansados dedos que deseaban recorrer aquel tubo metálico y frío que parecía conferirles un poco de alivio a las falanges entumecidas. En ese instante, mientras las estiraba, percibí la mirada de aquel hombre bajito que estaba sentado a mi lado. Mostraba un gran interés y ojeaba todos mis ejercicios de descanso. No me preocupó su indiscreta curiosidad. Estaba tan cansado que no le presté mucha atención, aunque, aquella manera de mirarme, ya comenzaba a rayar en la mala educación. A pesar de todo continué desentumeciendo mis manos. Al poco me sacó de mi ensimismamiento aquella vocecita que salió de la garganta del minúsculo hombre cuando me habló.
-Disculpe, señor. Llevo un buen rato observándole y no puedo evitar hacerle una pregunta indiscreta.
Su voz, casi infantil, contrastaba con su cara ajada por las inclemencias climáticas evidencia de su trabajo a la intemperie.
Asentí y le dije que podía preguntarme lo que quisiera, pues, en ese instante, también sentía la misma curiosidad que él por saber qué quería de mí.
-Verá, llevo un buen rato observándole las manos. Usted habrá pensado que soy un impertinente. No se equivoca. Le he mirado detenidamente, pero es que no puedo evitarlo. Tiene usted unas manos tan grandes que me he sentido acomplejado ante ellas.
Esa ocurrencia me hizo sonreír. Era la primera vez que me decían semejante cosa. Prosiguió sin prestar atención a mi sorpresa.
-Lo cierto es que usted tiene las manos de un verdadero luchador. ¿Ha boxeado alguna vez? –Sin esperar mi respuesta prosiguió. –Yo he sido boxeador, sabe usted, aunque, como se podrá imaginar, era un peso pluma y en el ring siempre me defendí como un verdadero jabato.
Mientras me narraba estas facetas de su vida deportiva observé que todos los que viajaban en el vagón nos observaban y prestaban oídos a lo que decía aquel hombrecito. Él también se dio cuenta de que había captado la atención de todo el pasaje y comenzó a sentirse importante. Elevó la voz para hablarme y, a su vez, se incorporó del asiento para ponerse frente a mí.
-Digo yo, que usted, con esas manos tan grandes que tiene, podría darme un buen golpe.
Noté que comenzaba a envalentonarse y a chulear con sus palabras. Con una de mis mejores sonrisas le respondí que yo no había boxeado nunca y tampoco me había pegado con nadie pues era pacifista. El hombrecito ya no me escuchaba, se movía delante de mí dando pequeños saltitos y colocaba los brazos en guardia como si se encontrase en un ring.
 -Venga, márquese un intento de golpe y verá como me defiendo de usted. Todos reían de la ocurrencia de aquel hombre que me desafiaba sin ningún motivo. Opté por no hacer nada. Deseé que el trenet corriese más rápido para llegar a mi parada lo antes posible. Con resignación, escuché los grititos de provocación del hombrecito y las risas de los pasajeros. Antes de que se detuviese en mi estación me levanté y me dirigí a la puerta y el hombrecito me persiguió con sus nerviosos movimientos.
 -No huyas, vamos encárate conmigo y lanza un golpe con esas manos tan grandes que tienes.
Se colmó mi paciencia, me volví y le respondí:
 -Ya le he dicho que no soy violento, pero si quiere que nos peleemos lo haremos en otro momento, ahora es imposible porque es Navidad.
 Ante mi comentario todos los pasajeros dejaron de reír y celebrar la ocurrencia del hombrecito. El trenet se paró. Ya bajaba los peldaños hacia el andén cuando pude escuchar el gritito del hombre que, desde el vagón, me decía:

 -Oiga, señor, es usted todo un caballero. ¡Feliz Navidad!


Publicado en este blog el 26-12-2015




miércoles, 6 de diciembre de 2017

LA COSTURERA Y GRETA GARBO








La pantalla de aquel cine tenía una hendidura en el margen derecho. La mayoría del público no se fijaba en ese defecto, sin embargo, a Merceditas, aquella grieta, le estropeaba todas las películas. Llegó hasta desesperarse al contemplar cómo la imagen proyectada se torcía en esa esquina como si fuese un dobladillo mal cosido. La deformidad le hacía perder el hilo del argumento.
Aquella tarde salió del cine más disgustada que nunca. Su amiga Enriqueta no dejaba de parlotear sobre lo bonita que había sido la película, que si los trajes de la actriz, que si el actor era muy atractivo, mil y un detalle que Merceditas no llegó a disfrutar por causa de la distorsión en la proyección. No le contestó, pero a pesar de que le gustaba muchísimo ir al cine pensó que ya no regresaría más y la tarde del domingo, la única que tenía libre, sólo iría al baile o pasearía o se sentaría en una terraza para ver pasar a la gente.
Las dos amigas, Merceditas y Enriqueta, se encaminaban ensimismadas hacia su casa cuando, a tan sólo unos pasos de ellas, una mujer se desplomó en medio de la acera. Algunos transeúntes intentaron acercarse para atenderla, pero antes de que lo lograsen, un hombre, vestido con uniforme militar, se interpuso, entre los que intentaban socorrerle y la desfallecida, logrando aislarla. A pesar de todo Merceditas sorteó su control, pero no consiguió llegar hasta ella porque la fuerte mano del militar la asió por el brazo deteniéndola.
-¡No la toques! –le gritó el hombre. –Tiene el tifus y puede contagiártelo.
Merceditas no sabía exactamente qué era eso, pero el ímpetu con el que se lo ordenó le provocó un miedo atroz.
-Pero no puede dejarla ahí tirada como si fuese un animal. –Replicó ella cuando logró reaccionar.
-Señores, circulen que no hay nada que mirar. –Insistió el militar al resto de viandantes que se detenían ante la desfallecida mujer.
En ese momento, un guardia urbano se unió para controlar a la gente empujándola hacia un lado. El tono despectivo con el que el militar acompañaba sus órdenes de alejamiento aún molestó más a Merceditas. A la orden del guardia requisaron un carrito de un aguador tirado por una burrita famélica. En el se cargó a la mujer para llevársela de allí.
-¿Qué será de ella?
-No se preocupe la llevarán a un sanatorio. –Le contestó el militar.
Fue entonces cuando Merceditas se observó las medallas que lucía sobre el uniforme. Aquel hombre, de manos grandes y voz atronadora, con un rostro de marcadas arrugas de expresión junto con la boca y el entrecejo fruncido que le proporcionaba un aspecto más avejentado del que debía tener. Merceditas sintió miedo de él, sin embargo, no quiso demostrárselo así que con tono firme se despidió y tiró de Enriqueta quien, durante todo ese tiempo, se había mantenido callada. Ambas aceleraron el paso hasta casi correr para alcanzar el portal de su casa lo antes posible. Subieron la angosta escalera hacia sus respectivos cuartos contiguos sin cruzar ni una palabra.
Merceditas cerró la puerta con llave. Necesitaba aislarse en el interior de su cuarto. Abrió la ventana y respiró con ansia el aire frío que penetraba. Intentó serenarse. En su cabeza no dejaba de dar vueltas la idea de que aquella mujer habría podido ser ella. Miró hacia la pequeña plaza de Lope de Vega y contempló cómo se cerraban las ventanas y las puertas de las otras casas. Anochecía. Lo hacía con un viento helado más propio del tiempo invernal que de finales de mayo. En ese mes, en la ciudad de Valencia normalmente la primavera ya se dejaba sentir, sin embargo, el artero invierno de 1941 parecía pretender anclarse como un recuerdo de la guerra. Las ráfagas de viento helado se aliaban con la escasez de la comida que se acentuaba con la desproporción entre los elevados precios y los bajos salarios.
Merceditas sobrevivía con su trabajo de costurera. Logró desempeñar la máquina de coser de su familia, pero para poder hacerlo tuvo que pedirle el dinero al estraperlista de la calle del Trench. Cosía y remendaba todo lo que le ofrecían, pero no le alcanzaba. Con lo que ganaba malcomía y tampoco conseguía reunir las 25 pesetas que debía. Apenas le quedaban cupones de comida en la cartilla de racionamiento para terminar ese mes, por eso se vio obligada a acudir a él, otra vez, para pedirle un cuartillo de aquella mezcla que vendía como aceite de oliva. Su deuda crecía a tal velocidad que todo lo que ganaba servía sólo para pagar su cuenta pendiente.
Cerró la ventana y se arrebujó en la única silla que tenía. Echó un vistazo al cesto de la ropa por remendar y se decidió a adelantar la costura a pesar de que fuese domingo. El trabajo le ayudaría a olvidar la situación que tanto le había perturbado. Encendió un candil y se sentó ante la máquina de coser. Mientras cosía con aquella vieja máquina se sentía segura y, a su vez, recordaba a su madre y a su abuela quienes le habían enseñado el oficio. Todas las costureras de la familia habían utilizado la máquina Singer que, en su día, había comprado su bisabuela Filomena.
Al poco de estar cosiendo una prenda, Enriqueta, golpeó repetidas veces a la pared. Era la contraseña que ambas tenían para comunicarse. Paró la máquina y fue abrirle.
-¿Por qué trabajas hoy domingo? ¿Lo haces por lo que has visto? No podíamos hacer nada ninguna de las dos. –le dijo a modo de saludo cuando le franqueó el paso.
Merceditas no le contestó, sólo esbozó una leve sonrisa a modo de respuesta a su recriminación.
-El caso es que esta tarde no te he contado algo que ni te imaginas.
A su amiga y vecina todo le parecía importante, por eso, en la mayoría de las ocasiones, Merceditas no le prestaba ninguna atención, pues cualquier acontecimiento, por pequeño que fuese, se convertía en una noticia de vital importancia.
-No, no la sé. Dímela tú que siempre estás más informada que yo.
-El marido de la portera se marcha a la guerra europea con la División Azul.
-¡Vaya! Eso sí que es toda una noticia. –Le respondió Merceditas sorprendida. -¿Por qué lo habrá hecho?
-Ya sabes que es un ferviente falangista y que ese es capaz de tirarse a un pozo si se lo ordenan, pero lo más seguro es que lo haya hecho por la paga que les han prometido. –Dijo Enriqueta con un tono de desdén.
-¡No grites que nos podrían denunciar! –Le recriminó Merceditas asustada.
-No te preocupes. Se han ido todos. Están en la Lonja de la Seda a ver si reciben un poco de sopa boba de la que reparten las chicas de la Sección Femenina. Le llaman sopa, pero es un brebaje que no hay quien se lo trague. Seguro que hierven los mismos huesos todos los días y sólo son los restos del caldero del día anterior.
A pesar del tono irónico que Enriqueta utilizó, en su voz, resaltaba la amargura por encima de la fingida alegría que pretendía mostrar.
-Es imposible que esto pueda durar un año más. –Gritó Enriqueta con tono áspero.
-Todo va a seguir igual. Si había alguna esperanza con la guerra europea se ha perdido. Sólo nos espera resistir. Al hambre ahora lo llaman tifus.
-No lo soporto más. Te aseguro que cualquier día me largo de este país.
-Estamos atrapadas. –Le contestó Merceditas.
Se oyó la puerta de la entrada. Las dos amigas se callaron y agudizaron el oído para poder seguir el ritmo de los pasos de quien subían la escalera. La respiración entrecortada terminaba con una especie de resoplido asmático que delataba a la portera. Se detuvo en el último escalón e intentó amortiguar su respiración, sin embargo, cuando se inclinó sobre la delgada puerta ambas pudieron escuchar su resuello a través de ésta. Permaneció unos instantes, pero pronto se alejó ahuyentada por el silencio.
Enriqueta volvió a su cuarto. Merceditas prosiguió con su trabajo en la máquina de coser.
                                                                      ***
Hasta dos días más tarde no tuvo noticias de Enriqueta.
-Creo que ya tengo la solución. Sé de alguien que podrá sacarnos de aquí y llevarnos a América.
-Nunca podremos salir del país. –Le recriminó Merceditas.
-No te preocupes. Es más sencillo de lo que imaginas. Ellos nos ayudarán.
-¿Ellos? ¿Quiénes? –le preguntó intrigada Merceditas.
-Vamos fuera que estas paredes tienen oídos.
Enriqueta tiró de Merceditas para que abandonase su trabajo de costura. Se dirigieron hacia la Plaça Rodona. Sentadas en un banco de piedra le explicó que había conocido a un grupo de la resistencia.
-Se dedican a preparar la salida de varios perseguidos sobre los que pesan largas condenas, incluso, penas de muerte. Lo tengo todo planificado. Sólo necesitamos cien pesetas. –Dijo como si fuese la cosa más sencilla del mundo.
-¿Y de dónde las sacamos? ¿Quieres que robemos un banco?
-No, claro que no –Le contestó Enriqueta con una sonrisa. –Pero si les ayudamos ellos nos proporcionaran todo lo que necesitamos para salir de Valencia y después iremos a América. Sólo tenemos que pasar unos paquetes en las direcciones que nos indiquen.
-Yo no quiero verme involucrada con ladrones y delincuentes. –Le contestó Merceditas que ya desconfiaba de todo lo que su amiga le proponía.
-No corremos ningún riesgo, te lo aseguro, yo ya lo he hecho y nadie se ha enterado ni nada me ha ocurrido ¿no lo ves?
Merceditas se disponía a reñir a su amiga cuando se dio cuenta de que un hombre les miraba, desde una de las tiendas de la plaza, sin disimulos.
-Alguien nos está observando.
El hombre se acercó hasta ellas.
-Soy el capitán Martí. Nos conocimos hace un par de días; quizás no lo recuerden.
-¡Ah! Es usted el militar que nos apartó de aquella pobre mujer –Le contestó Merceditas con tono airado. -¿Está montando guardia a ver si caemos alguna más? Siento desilusionarle, pero somos fuertes y aún no nos ha vencido el hambre.
Y sin esperar a que pudiese contestarle tomó a Enriqueta de la mano y se alejaron.
Cuando llegaron al portal de su casa en uno de los rellanos se encontraba el estraperlista de la Calle del Trench.
-Te equivocas si piensas que te voy a perdonar tus deudas. –Le amenazó ante los ruegos de Merceditas para que le diese un poco más de tiempo. –A mí no me engañas con esa carita de ángel. El plazo de pago se acorta. Cada día que pasa me debes una peseta más. No me vengas con que tienes problemas para reunir el dinero.
Se alejó con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando una melodía que sonaba más a una risa siniestra que a una canción.
-Tienes que ayudarme.
-Sí, lo haré.
                                                          ***
Todas las mañanas, lo primero que hacía Merceditas era asomarse a la calle a través de la ventana y comprobar que el capitán Martí continuaba apostado enfrente de su puerta. A pesar de todo, su vida proseguía con cierta normalidad salvo que, cada domingo por la tarde, Enriqueta le obligaba a continuar yendo al cine donde dejaba de atender el argumento de las películas embebida por la deformidad de la grieta de la pantalla. Mientras tanto, en la penumbra de aquella sala, Enriqueta realizaba las entregas y cambios de paquetes que le daban. Hasta el momento todo había resultado bastante sencillo, sin embargo, aún no habían conseguido nada a cambio que no fuesen las promesas de que recibirían la documentación necesaria para circular fuera de Valencia.
Aquel domingo el cine estaba más lleno que de costumbre. En la cartelera se anunciaba la última película de Greta Garbo. En realidad, Ninotchka se había estrenado en 1939 para todos los países menos para España. A pesar de todo, con dos años de retraso y a pesar de que se hablaba de la revolución bolchevique logró pasar la estricta censura. En la sala había más hombres de lo habitual. La Garbo era una de las favoritas de todos y, además, en el cartel se veía que sonría, pero ¿desde cuándo la diva se reía?
Se apagaron las luces y fue el momento en el que Enriqueta aprovechó para cambiarse de asiento e iniciar el intercambio de paquetes. Merceditas intentó concentrarse en los personajes y olvidarse de la pantalla. La interpretación de la diva logró abstraerla. Sonrió ante aquella risa contagiosa y la cara de sorpresa del atractivo protagonista. En ese instante, se escuchó un extraño sonido parecido al estallido de un petardo. Merceditas reparó en que su amiga Enriqueta forcejeaba con el estraperlista de la calle del Trench, pero éste la soltó cuando apareció el capitán Martí. Enriqueta se alejó del estraperlista. Se encaminó hacia su amiga que la miraba preocupada.
-¿Qué te ocurre?
No obtuvo ninguna respuesta salvo una mueca de angustia. Ya en la calle Merceditas se percató de la sangre que manchaba la mano de Enriqueta.
-Toma mi bolso. Dentro hay un billete de tren. Ve a la estación del Norte. Toma el tren a Sagunto. No te detengas por nada ni por nadie. No mires hacia atrás. Dentro del bolso lo tienes todo. No te preocupes por mí. Yo te cuidaré.
-Pero estás sangrando. ¿Cómo voy a abandonarte? –Le dijo asustada Merceditas.
-Estoy bien. Corre y haz lo que te digo y no dejes que nadie te detenga. Prométeme que lo harás. Prométemelo.
Y no dejó de repetirlo hasta que le arrancó la promesa de sus labios.
                                                          ***
Merceditas tardó treinta y seis años en regresar a Valencia. Al principio, le costó reconocer las calles de la ciudad de su juventud, pero supo llegar a la plaza de Lope de Vega y comprobó que continuaba en pie la finca en la que su amiga Enriqueta y ella habían malvivido aquel año de 1941. Paseó por la minúscula plaza y, a continuación, entró en la Plaça Rodona. Se sentó en el banco de piedra y observó el trajín de la gente que entraba y salía de las tiendas. Estuvo un buen rato mirando y recordando aquellos momentos amargos de su vida cuando se fijó en una de las tiendas que vendían objetos de segunda mano. Se acercó hasta allí. Entró en el establecimiento con la esperanza de encontrar algo de su pasado y así fue, en uno de los rincones se encontraba su máquina de coser Singer. La miró y no pudo contener las lágrimas. La rozó con la yema de sus dedos como queriendo recordar las horas que había pasado y perdido con ella.
-Si le interesa se la puedo dejar a buen precio. –Le dijo la propietaria que se acercó hasta ella.
Merceditas iba a contestarle y cuando levantó la vista vio un cuadro con el poster de la película Ninotchka. Soltó una risa y a la propietaria le contestó.
-Sí, me las llevo a las dos.