viernes, 27 de septiembre de 2019

PILAR, LA VALIENTE CARRETERA


¿Quién sería aquella mujer que se movía con tanta soltura entre los puestos del Mercado Central? Resultaba inevitable el no mirar a la duquesa. Los productos que Natasha iba seleccionando eran acarreados por Batiste y por mí incluso por el propio Bartha que también se encargaba de pagarlos.
-No hace falta que compres tanta comida, Natasha, el ama de la pensión puede encargarse de todo. –Comentó Edelmiro al ver que la duquesa se detenía ante un puesto de verduras.
Pero no le escuchó pues, de un salto se colocó junto a la vendedora que al ver a la dama rusa dio un grito de alegría que alertó a todos.
-Mi pequeña Natasha ¡Qué alegría verte aquí! 
Las dos mujeres se abrazaron y besaron como lo habrían hecho dos amigas que se reencontrasen después de mucho tiempo.
Nosotros nos quedamos tan azorados ante esa efusividad que no sabíamos muy bien qué hacer.
-Creí que no te volvería a ver, Pilar –Le dijo con un hilo de voz Natasha mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.
Y continuaron hablando entre ellas como si hubiésemos desaparecido todos. Después de unos minutos de emociones compartidas decidieron que se verían en la pensión donde nos alojábamos.
Tanto a Aurora como a Batiste y como yo mismo sentíamos mucha curiosidad por saber qué era aquello que parecía unirles tanto.
Pilar, la vendedora de verduras, se presentó muy puntual en la entrada de la pensión. Traía un gran bolso con frutas y verduras. Natasha Ivanoff le invitó a entrar en la sala que hacía las veces de comedor y sala de estar. Bartha dijo que seguro que querrían estar solas y nos indicó que debíamos irnos para dejarles hablar con tranquilidad, sin embargo, fue la propia duquesa la que insistió que nos quedásemos con ellas.
-Pilar es una buena amiga que conocí en un viaje azaroso que tuve y sé que es una gran contadora de historias que seguro que os gustará escuchar. –Dijo la rusa mientras le miraba a la cara a modo de buscar su conformidad con lo que decía. –Cuéntanos cómo has llegado hasta el mercado, porque la última noticia que tenía de ti era que te habías quedado en el pueblo.
-Pero no estuve mucho tiempo allí. Poco después de nuestra separación me mudé del pueblo a la masía donde trabajaba mi hermano Juan. Ya estoy allí más de tres años. Os voy a contar lo que me sucedió al poco tiempo de llegar allí. A él no le gustaba venir a la ciudad. Decía que le agobiaban los automóviles y que todo el mundo andaba por las calles con tanta prisa que se ponía nervioso. Acostumbrado como estaba a moverse a pie, con carro o como mucho en el tranvía, los vehículos de cuatro ruedas le abrumaban.
En cierta manera, su animadversión a la muchedumbre provocó que me viese obligada a ser yo la que realizase el transporte de lo que se cultivaba en la huerta. Vivíamos de la agricultura y había que dar salida a nuestras cosechas para poder subsistir por eso necesitábamos venderlas en los mercados de Valencia. A mi hermano no le gustaba la idea de que una chica joven viajase sola, durante la noche, con un carrito y una mula por los caminos solitarios, pero ya sabes que nunca he tenido miedo de nada y a nadie, en la masía, podía hacerlo porque mi hermano, además de estar atareado en la huerta también transportaba mercancías al puerto con el carro más grande. Al principio no le parecía bien que lo hiciese, pero como sabe que soy bastante tozuda lo consintió. Para evitar que anduviese sola tantas horas me acompañaban gran parte del camino mi hermano y el jornalero castellano de la masía, León, hasta la entrada de la ciudad de Valencia donde ya cada uno se desviaba a su destino, ellos hacia el puerto y yo hacia el mercado.
Todos los días me levanto a las tres de la madrugada. Nunca he tenido miedo a cruzar caminos solitarios entre huertas y naranjos. Conozco muy bien los caminos pedregosos y llenos de baches, sin embargo, las calles adoquinadas de la ciudad ya es otra cosa distinta, pues cualquier sombra, sin casi imaginarlo, se convierte en algo extraño que te desafía.
Todos los que estábamos sentados escuchándole sentimos un escalofrío al imaginar el viaje nocturno que nos describía.
Pilar se detuvo en su relato unos instantes y en sus labios se dibujó una mueca que semejó ser una sonrisa irónica.
-‘Los diners lo poden tot’ –Se rio de lo que terminaba de decir. –León, el jornalero castellano, usa una jerga ininteligible que siempre provoca nuestras risas y termina con su eterno enfado. Es curioso, presume de una gran memoria y siempre que puede recita el número de kilómetros que tiene la superficie de la península, sin embargo, es incapaz de retener el vocabulario esencial de nuestra lengua y la entremezcla con palabras castellanas lo que da lugar a una peculiar habla amalgamada que es imposible de identificar y que siempre nos hace reír. En la finca, León, ayuda en todo, pero, en especial, a mi hermano en la huerta y en el transporte de las cajas al puerto. Aquella noche parecía estar más inquieto que las mulas que estábamos aparejando, como si intuyese lo que iba a suceder horas después. Como siempre he confiado en mí misma nunca imaginé que pudiese ocurrirme nada, pero aquella madrugada, cuando la soñolienta ciudad se despertaba con el sonido de los carros que entrábamos por sus calles solitarias, tres hombres salieron a mi encuentro. Por la forma de acercarse hasta mi carrito comprendí su clara intención de asaltarme. Uno de los tres intentó tomar por el bocado a mi mula, pero estuve hábil y no le di oportunidad. Con una agilidad, que cuando la recuerdo aún me pasmo, tomé el azote y antes de que los otros dos tuviesen ocasión de subir al pescante y detenerme, golpeé los lomos de mi mula Rubia que comprendió mi desesperada orden. El pobre animal arrancó con tal fuerza que tumbó al que se le había puesto por delante y ganó distancia con un trote ligero. En ese instante no me encontraba dispuesta a que robasen el trabajo de toda la familia. A pesar de mi desesperada huida, los tres hombres continuaron corriendo detrás de mi carrito para alcanzarme y estoy segura de que lo habrían logrado de no haber aparecido aquel coche que aceleró su marcha hasta colocarse a mi altura. Tanto los asaltantes como yo pudimos escuchar los gritos del chófer que les exhortaba a que desistiesen en su empeño, aunque, creo que lo que realmente les persuadió para dejar de perseguirme fue el revólver que empuñó hacia ellos con una clara intención de dispararles. Los ladrones, con la cautela del que se sabe perdedor, se escabulleron por una de las calles adyacentes. La inquieta Rubia continuaba veloz con el mismo empeño de ganar distancia tal como le había ordenado, sin embargo, el automóvil logró adelantarla logrando que redujese su trote.
Una vez desaparecieron los rateros y bajo la indicación del conductor que se asomó por la ventanilla, tiré de las bridas para detener a la acalorada mula. La pobre bestia necesitaba recuperar el resuello ante el desaforado esfuerzo que había realizado por sortear el asalto, así que accedí a retenerla y atender a la petición del chófer. Éste se apeó del coche con presteza y, a continuación, abrió la puerta para que pudiesen apeasen sus ocupantes que resultaron ser un militar y una señora vestida con un elegante abrigo blanco que se abrigada con un sofisticado cuello de piel del mismo color. El militar, mutilado de un brazo y con la cuenca de un ojo oculta tras un parche de acero, le ofreció el único brazo que tenía y ambos se acercaron hasta mí.
-Has demostrado mucho coraje, muchacha, otra, en tu lugar, se habría dejado alcanzar por esos ladrones.
-Sólo defiendo lo que es mío, señor. –Le respondí con un hilo de voz.
-Eso está bien. Demuestras valor. –Reiteró el militar lisiado. –Pero no deberías ir sola por estas calles. Necesitas a un hombre que te proteja.
-Me basto y sobro para defenderme. –Le contesté con soltura.
El militar me miró de arriba abajo con su único ojo y soltó una estruendosa carcajada que mostró sus melladas encías.
-Es valiente la muchacha –Por fin habló la mujer. –Pero los hombres son unos buenos animales de compañía, te lo aseguro. Con el tiempo ya lo comprobarás.
Mientras hablaba le acarició la cara al militar que dejó de reírse a la espera de que le prodigase alguna caricia más como si se tratase de la recompensa que se lanza a un animalito domesticado.
-¿A dónde te diriges? –preguntó el militar que cuando dejó de fijar su atención en su acompañante volvió a adoptar el tono marcial.
Les expliqué que mi destino era el mercado central donde solía vender mis hortalizas.
-Interesante. –Dijo la mujer con un mal disimulado tono despectivo. –Cuando termines de vender tus coles y zanahorias pásate por el teatro Apolo y pregunta por mí. Soy Celia.
Aquella mujer se volvió al coche sin esperar mi respuesta, el militar manco la siguió. El chófer cerró la puerta y antes de arrancar el vehículo me advirtió:
-Sé puntual. La señora te ha hecho un gran favor invitándote. No te arrepentirás.
Y arrancó el vehículo dejándome intrigada y con la boca abierta a la espera de alguna explicación ante la misteriosa invitación.
No era frecuente que Juan, mi hermano, y el jornalero, León, se acercasen al mercado, pero aquel día, como si hubiesen presentido el incidente se presentaron hasta mi puesto. Les conté lo que me había sucedido y Juan, con tono grabe, dijo que el militar tenía razón y que no volvería a ir sola por el campo y las calles solitarias de Valencia, pero cuando les conté la invitación de la dama que dijo llamarse Celia, a mi hermano se le encendieron los ojos y exclamó:
-¿Y no te ha dicho su apellido?
No atendió mis objeciones y advertencias y obligó a León a quedarse al cargo de la parada y de los carros para que ambos pudiésemos acudir a la cita. Corrió por las calles tirando de mí. Nuestros pies volaban cruzando entre el gentío que transitaba por los alrededores de la plaza de Emilio Castelar. Hasta llegar a la puerta principal del teatro Apolo. Junto a la entrada se había instalado un mendigo que rasgaba las pocas cuerdas que quedaban en un violín desvencijado que aguantaba sobre su hombro. Junto a él un perrito aguantaba un platito de metal esperando las monedas de los que se acercaban. Me detuve ante ellos y miré a la cara al mendigo que ante mi interés sonrió.
-La señora Celia avisó que vendrías, pero que lo harías sola. –Dijo sin dejar de rasgar notas del viejo violín. –Sigue por esa puerta hasta el final del pasillo. Llama a la puerta y la encontrarás.
La desilusión que se dibujó en la cara de Juan me entristeció, sin embargo, fue él que me empujó a seguir las indicaciones del mendigo y a continuar hasta el final del pasillo. La puerta se encontraba entreabierta. Di unos golpecitos a la misma y escuché una voz que me invitaba a entrar.
Dentro del pequeño camerino la señora que había visto durante la madrugada que enfundaba unas medias que engarzaba con el pasador del liguero. Sentado junto a ella se encontraba el militar mutilado. Tuve la sensación de que dormía, pues no dijo nada cuando entré.
-Eres puntual y eso habla muy bien de ti. –Dijo la artista como queriendo congraciarse conmigo. –Quiero pedirte que me hagas un servicio y es que guardes este paquete –Señaló una caja que había sobre una mesita. –durante unos días. No debes perderlo de vista y, sobre todo no debes abrirlo porque si lo haces te pondrías en un compromiso mortal para ti y para tu familia.
Aquella advertencia me asustó y debí de mostrarlo en mi cara porque ella continuó hablando:
-No te preocupes, no es nada peligroso para ti, sólo son papeles que no quiero que caigan en manos inoportunas. El próximo martes vendrás a devolverme la caja y espero que esté tal como te la entrego si es así te recompensaré más de lo que te puedas imaginar.
El militar emitió un fuerte ronquido me asustó y que provocó la carcajada de la mujer que se levantó para calzarse unos zapatos de tacón y terminar de arreglarse la corta falda que dejaba ver el liguero y sus largas piernas.
-Anda, entra al teatro y podrás ver el espectáculo que hago.
Tímidamente le pedí permiso para permitir que mi hermano entrase a verlo.
-¡Por supuesto! –Dijo ella con todo jocoso. –Y siendo un hombre mejor que mejor.
En la fachada del teatro Apolo aparecía un cartel donde los títulos de Me acuesto a las ocho y El ceñidor de Diana, dos obras picantes, atraían, en especial, al público masculino. Nunca había entrado en un teatro y menos en uno como el Apolo cuyo escenario circular le imprimía una forma peculiar de ver los espectáculos. Nos colocamos en un lateral, junto a la orquesta de manera que podíamos ver a los músicos y a la actriz como interpretaba las canciones con un deje de socarronería y doble sentido que arrancaba los cómplices aplausos de los espectadores. En un momento dado alguien del público le gritó que cantase el himno de Riego y otros le corearon que así lo hiciese. La petición se extendió a todo el patio, pero la actriz hizo caso omiso y continuó cantando, sin embargo, su voz fue silenciada por algunos del público que con voces potentes cantaron algunas estrofas del himno consiguiendo que otros se les uniesen con el estribillo de ¡Libertad, libertad, libertad!
La orquesta cesó y fue el trompetista el que tomó la iniciativa de interpretar el solicitado himno acallando las voces que se habían levantado cantando estrofas de éste. El silencio se hizo y fue tan denso que pareció partirse en dos cuando Celia, la actriz, con el puño en alto gritó: ¡Viva la República!
Muchos años después ella negó que aquello hubiese sucedido, pero puedo dar fe que así ocurrió que arrancó un gran aplauso entre todos los presentes.
Cuando regresamos al mercado, León había discutido con todos lo que allí estaban hasta el punto de casi llegar a las manos. Aquel hombre con su enrevesada forma de hablar había conseguido crispar los nervios de todos los vendedores y hacer que el escándalo se esparciese por todas las paradas de los huertanos.
-Quieren que les diga el que volen y eso no lo tendrán. Rediós –Vociferaba el jornalero castellano contra los otros que le increpaban.
-¡A tu pueblo, castellà! –Le gritaban los otros vendedores.
Costó bastante calmar los ánimos de todos y se decidió que nunca más dejaríamos solo a León quien tantas polémicas eran capaz de levantar con su media lengua.
Aparejé la mula Rubia a mi carrito, sin embargo, no podía dejar de pensar en todo lo que había ocurrido y, sobre todo, en el misterioso contenido de aquella caja que Celia, la actriz, me había entregado. Emprendí el camino detrás del carro en el que viajaban mi hermano y el jornalero cuando, casi a las afueras de la ciudad, escuchamos los pitidos de un coche que, a gran velocidad, nos seguía. El chófer sacaba una de las manos por la ventanilla indicando que nos detuviésemos.
-Me envía la señora. –Dijo jadeante al apearse del vehículo. –Quiere que me entregues la caja que te dio ya.
Tuve mis dudas de entregársela, pero, así y todo, éstas se me disiparon cuando como argumento convincente me mostró la culata del revólver que guardaba en la sobaquera debajo de la chaqueta. Saqué la caja que había escondido entre las lechugas y coles que no había logrado vender y se la entregué a aquel peculiar conductor.
No volví a saber nada más de aquella caja ni de los papeles que pudiese contener. Habría olvidado el incidente de no haber sido porque muchos años después, por un casual mi vida si volvió a cruzar en la de Celia, la actriz. Fue en 1952 con motivo de su regreso a Valencia. Regresaba a la ciudad tras cinco años de ausencia y, aunque lo hizo en el escenario más destacado de la ciudad como era el del teatro Principal y, a pesar del beneplácito de la clase pudiente que podía asistir a esos espectáculos no obtuvo el mismo éxito que aquella noche de 1931 en la que por iniciativa gritó un viva al nuevo régimen que estaba a punto de nacer y del cual abjuró siempre que tuvo ocasión.



miércoles, 18 de septiembre de 2019

EL VENDEDOR DE CANCIONES




No recuerdo ni su cara ni su voz. Todo lo que sé de él me lo contó mi madre. Aquel hombre se ganaba la vida vendiendo canciones. Yo era muy pequeña cuando Marcos murió.
Durante el verano, la gente de los pueblos salía a la puerta de sus casas para tomar el fresco. Algunos pensaréis que esta costumbre aún se practica, sin embargo, os aseguro que ya no es lo mismo. Ahora todos tenemos radio, televisión, reproductores de música, etc., etc., no obstante, en el momento en el que este peculiar vendedor trabajaba, no existía tal proliferación de electrodomésticos. 
Marcos iba por las calles cargado con su guitarra vieja de tanto tocarla. Con sigilo, se acercaba a los pequeños grupos de mujeres que se sentaban en la puerta de sus casas y les ofrecía su mercancía:
 -¿Queréis que os cante una canción? Las vendo baratas.
Otras veces eran ellas las que se lo pedían:
-Anda, Marcos, cántanos alguna cancioncilla para que la tarde no sea tan aburrida.
Y así, por unos pocos céntimos, rasgaba las cuerdas de su guitarra y entonaba su repertorio. También lo hacía en los bares, donde, la clientela le invitaba a tomar alguna copita de aguardiente. Al vendedor de canciones la vida le resultaba sencilla en el estío, aunque siempre decía que éste se hacía corto. Cuando llegaba el invierno, se refugiaba en las tabernas que se convertían en su único amparo.
Hoy en día, todavía se siguen vendiendo canciones por las calles, sin embargo, los matices y las maneras son distintos. 
El oficio de vendedor de canciones murió a la vez que lo hizo Marcos.