Siempre me han gustado los pájaros. Quizás su vida sea corta, pero seguro que es tan intensa. Cuando era pequeña paseaba muchísimo con mi padre por la huerta. A él le encantaba explicarme detalles sobre las plantas que veíamos, los árboles y me enseñaba a distinguir el canto de los pájaros para poder apreciarlo. ¡Quién pudiese regresar a esa época y sentir esos momentos de infancia con los ojos de la experiencia de los años! Puede que sea imposible, pero, al menos nos queda la fantasía para evocarlo a nuestro antojo.
Cuando era pequeña tenía un vecino que criaba pajaritos. Un día, me regaló un gafarrón o verdecillo. Aquel pajarillo era tan pequeño, tan poquita cosa que parecía perderse en la jaulita. Durante un buen rato lo estuve observando para aprender sus movimientos y observar su hermoso plumaje de color verdoso. Tras la intensa observación decidí verlo de cerca. Abrí la puerta de la jaulita e introduje mi manita para cogerlo. Debió de asustarse mucho al ver algo tan grande que se le acercaba peligrosamente. El gafarrón corrió de un lado a otro del espacio hasta encontrar un resquicio por el que poder huir de la posible amenaza que era mi mano. Fue visto y no visto. Salió volando. Me desilusioné porque no pude verlo de cerca. Mi padre me explicó que era mejor escucharlos cantar por la huerta y disfrutar de su alegría de ser libres.
Mi padre no tuvo mucha suerte
durante su infancia. Como a todos los de su generación, la maldita
guerra les destrozó el futuro, aunque, como muy bien él mismo decía, fue
peor la posguerra llena de hambre y miserias. No me contó mucho.
Prefería callárselo para sí mismo y ahora siento mucho no haberle tirado
de la lengua para que me contase más cosas. Creo que me han faltado
muchas facetas de su vida por descubrir y que he necesitado sin saberlo.