viernes, 26 de julio de 2019

TODO LO QUE SE SABE SOBRE BENITA ANGUINET.11



A medida que Tonino y Marta se acercaban a la casita ésta se parecía más a una cabaña. Por la chimenea salía un humo oscuro propio del fuego hecho con leña húmeda.
-Aceleremos el paso que se nos cae la noche encima. –Apremió Tonino.
Marta intentaba caminar al compás de las zancadas que daba el acróbata, pero le resultaba imposible seguirle. Por cada paso que éste daba ella tenía que dar tres. Pronto se quedó rezagada. Corrió por el borde del camino con el fin de lograr alcanzarle. De repente, notó que había pisado algo resbaladizo. Tuvo la sensación de que se trataba de fango. Su pie izquierdo se quedó atorado. Intentó sacarlo, pero aquella cosa viscosa y húmeda la retenía haciendo que su pie se hundiese más y más. Desesperada gritó:
-Tonino, ayúdeme. ¡Me hundo!
El acróbata se volvió ante el grito exasperado de la archivera. Para entonces, la pierna de Marta se había introducido dentro de la tierra hasta la rodilla.
-¡Haga algo! ¡No se quede ahí mirándome como un bobalicón! –Le chilló asustada Marta.
Tonino regresó sobre sus pasos y con una sola mano tiró de su pierna sacándola del barro como si ésta fuese una mata de nabos.
-Venga, no se entretenga más con juegos. –le recriminó el acróbata. –Benita hace un buen rato que nos espera.
El acróbata le dio la espalda y continuó caminando a grandes zancadas. Marta, todavía confundida por lo que le había sucedido y por el poco interés que le había mostrado el histrión, se quedó con la boca abierta con la intención de dedicarle algún que otro reproche, pero, al ver que éste proseguía su rápido caminar y no se detenía a esperarla, optó por seguir corriendo tras él, aunque esta vez lo hizo fijándose dónde colocaba los pies por si había alguna otra zona de lodazal.
Por mucho que avanzaban la casita parecía alejarse de ellos.
-¡Acelere el paso o se nos echará la noche encima! –Le apremió el saltimbanqui.
Marta no podía correr más. Se encontraba al borde de la extenuación. El esfuerzo de tener que andar tan rápido, además de tener que arrastrar aquel vestido largo y pesado que llevaba, consumía sus fuerzas. Se remangó la falda para evitar que se enganchase con las matas o se le llenase con el barro, no obstante, continuaba siendo un lastre para ella.
Por fin, se adivinó la luz de la ventana de la casita. Ella iba a expresar su alegría por haber llegado, pero el histrión la detuvo colocándole un dedo sobre los labios y le obligó a callar. Sigilosamente, ambos se asomaron por un lateral de la ventana y observaron el interior de la casita. En la lumbre había un gran puchero que la maga Anguinet removía como si se encontrase preparando una gran cantidad de sopa. Sonreía mientras lo hacía. De pronto, Diablillo, saltó a su alrededor esgrimiendo algo en su manita. Benita soltó el cucharón con el que removía el interior del puchero y aplaudió la alegría del pícaro que no dejaba de danzar a su alrededor.
-¡Vía libre! ¡Entremos! –Ordenó Tonino. –A ver qué desastre ha propiciado éste zascandil en mi casa.
Sin esperar que ella le respondiese empujó la puerta dejándola abierta de par en par.
-Cerrad la puerta que el calor se marcha con facilidad. –Le reprochó Benita sin mirarle mientras removía el puchero que estaba en la lumbre. –¡Cuánto habéis tardado! Un poco más y no llegáis a la hora de la cena.
-Marta, encima de la cama te he dejado ropa seca para cambiarte. También hay calzado apropiado para ti.
La archivera, sorprendida por las indicaciones de la taumaturga la obedeció. Se dirigió a la habitación indicada y tal como se lo había dicho, allí encontró un vestido muy sencillo de labriega y junto a la cama un par de botines de fieltro.
Cuando salió de la habitación, Diablillo, Tonino y la maga ya se encontraban sentados en la mesa del comedor. Sorbían, a grandes cucharadas, la sopa que tenían en los platos.
-Debes disculparnos por no haberte esperado, pero como tardabas tanto en cambiarte no hemos podido contenernos. –Dijo Benita mientras tragaba una cucharada. –¡Estamos hambrientos!
Marta se sentó en una de las sillas que estaban colocadas alrededor de la mesa. Al ver que los comensales continuaban tan ocupados sorbiendo la sopa, tomó uno de los platos para también participar de la cena. Con la mirada buscó la sopera de la que poder servirse, pero no logró divisarla ni sobre la mesa ni en ningún rincón del comedor. Iba a preguntarlo cuando la maga Benita soltó la cuchara y sin mediar ni una palabra chasqueó los dedos. Tras este gesto, al instante, el plato de Marta se llenó de lo que semejaba ser la misma sopa humeante que ellos estaban cenando. Quizás, en otro momento, a la joven, este gesto le hubiese sorprendido, sin embargo, comenzaba a comprender cuáles eran los dones de la maga, por eso y después de todas las cosas que le había visto hacer, tanto en el escenario del teatro del siglo XIX como en sus sueños que había tenido en su propio siglo XXI; ya nada podía parecerle imposible en aquella sorprendente mujer. Tomó una de las cucharas y comenzó a comer del plato. Aquella sopa sabía estupendamente, sin embargo, no sabría distinguir los ingredientes de la misma. También se fijó que por muchas veces que introdujese la cuchara en el plato éste no parecía menguar en su contenido.
-La sopa está deliciosa, Benita. –Le felicitó Tonino. -¿Has cocinado la vieja receta de la maga Clotilde ¿verdad?
-Sí, sí, pero yo la he mejorado con un par de ingredientes más.
-¿Cuáles? –Le preguntó el acróbata.
-A ti nunca te los diré. No quiero que caigas en la tentación de traicionarme. –Le contestó Benita con una sonrisa en la boca.
-¡Yo traicionarte! ¿A caso lo he hecho alguna vez? –le respondió el acróbata con un mohín de tristeza en su tono de voz por la desconfianza que le había mostrado la maga.
Diablillo se levantó de su asiento y sacando un rollo de papel de su bolsillo lo extendió hasta que se desenrolló hasta llegar al suelo.
-Cuando quieras te leo la tira. –le dijo con una mueca burlesca.
-¡Calla, miserable! Tú sí que eres un ingrato nato. –Rugió Tonino empuñando la cuchara como si ésta fuese un arma.
-Venga, calmaos que estáis dando una mala imagen a nuestra invitada.
Los dos se levantaron de sus sitios y comenzaron a realizar piruetas cómicas como queriendo simular una pelea, pero sin llegar a rozarse. De pronto, Diablillo dio un brinco y se encaramó a una de las sillas. Desde allí se encontraba a la misma altura que el acróbata Tonino. El pequeño pícaro aprovechó su pirueta para juguetear con el histrión de manera que cuando este intentaba acercársele le golpeaba la cabeza con una cuchara. La movía con tanto estilo que parecía que fuese un arma. Aquellas palmaditas parecían crispar más todavía al acróbata que intentaba atraparlo, pero, por alguna extraña razón, no lograba hacerlo. Algo invisible lo retenía y alejaba del niño.
-Benita, por favor, déjame que le dé su merecido. –Gimoteó el grandullón.
-¡Basta! Ya me he cansado de vuestras travesuras. Como no os comportéis bien os envío al otro lado del espejo. –les amenazó la maga. –Tenemos una misión que cumplir y vosotros sólo pensáis en jugar. Sentaos a la mesa ya de una vez.
Tanto Diablillo como Tonino dejaron de hacer muecas y aspavientos y cumplieron la orden de la prestidigitadora volviendo a su sitio.
-Bien, y repuestas las fuerzas y ahora más calmados, vamos a recapitular y analizar todo lo que ha sucedido hasta este momento.
Con estas palabras la cena se dio por concluida. Los cuatro se levantaron de la mesa. Se sentaron en unos sillones alrededor de la lumbre donde continuaba el puchero colgado al fuego y humeante. El cucharón, él solo, removía el líquido que éste contenía. La maga se sentó en el sillón que se encontraba de espaldas a una pared.  En ésta había colgado un cuadro de una mujer vestida toda de blanco. Semejaba ser una novia. Tenía una mano apoyaba sobre la barandilla de forja de la escalera. A sus pies había un gran búcaro lleno de rosas.  En la cabeza llevaba un tocado hecho de flores y de él salía un gran velo blanco. En su rostro destacaba la triste y resignada miraba perdida hacia un punto indefinido. Por unos instantes, aquella extraña mujer del cuadro cautivó la atención de Marta.
-Es mi madrina –Le indicó Benita que parecía intuir su curiosidad. –Ella fue quien eligió cómo debían llamarme. Era aragonesa.
-Entonces… ¿usted es española? –Le interrogó la archivera.
-No, no, querida. Yo nací en Burdeos. Mi padre era el gran Boniface Anguinet. Uno de los más famosos y reconocidos prestidigitadores de toda Francia. A principios del siglo XIX era reconocido por su habilidad para el manejo de las sombras y juegos malabares, pero, sobre todo, los juegos de cartas. Mi padre triunfaba allá donde actuaba. Mi madre sí que era de origen aragonés, aunque también nació en tierra francesa. Fue ella la que me enseñó a hablar el español. Mi padre se enamoró de su simpatía y donaire, pero sobre todo por lo inteligente que era. Boniface fue un buen prestidigitador. Conseguía atraer al público con gran facilidad a sus espectáculos. Un día, se dio cuenta de que yo sabía realizar sus mismos juegos con la misma soltura con que los hacía él. Comprendió mis cualidades artísticas cuando yo todavía era una niña, por lo que decidió prepararme para que le ayudase en sus espectáculos.
La maga se detuvo en su narración; escudriñó la cara de Marta que parecía encontrarse muy interesada por todo lo que le estaba narrando y prosiguió.
-Marsella fue la ciudad que mi padre eligió para mi debut. Según la prensa del momento mi actuación llamó la atención del público, no sólo por la brillantez y limpieza de mis juegos, en especial con los naipes, sino también por lo vivo y pintoresco que resultaban mis explicaciones de todo lo que realizaba en el escenario. A partir de ahí mi carrera se lanzó como un auténtico meteoro. Viajé por toda Francia, Holanda, Bélgica, Alemania, Portugal y, por supuesto, también por España. Por cada uno de los países que pasaba mi fama crecía, sin embargo, al público siempre permanecía una duda.
-¿Una duda? –le interrumpió Marta.
-Sí, querida, por regla general la gente quiere saber quién ha sido tu maestro y padrino, así como qué bagaje tienes antes de llegar a los escenarios. Por eso me vi obligada a tener que acudir a las clases del gran Houdin. Necesitaba su bendición, por decirlo de alguna manera, para poder seguir en mi carrera e maga.
-Pues no lo entiendo. Si era su padre quien le había enseñado el arte del escamoteo por qué era tan necesario incluir en su currículum el nombre de otro por muy importante que éste fuese.
-Tú misma lo has dicho. Robert Houdin era el nombre que en Francia se asociaba con la magia en letras mayúsculas. Era sinónimo de la verdadera magia.
Ni Diablillo ni Tonino, que dormitaban escuchando el relato de la maga, le habían respondido; tampoco fue Benita la que respondió a la duda de Marta. Quien lo había aseverado fue la mujer del cuadro, la cual, desde que la maga había comenzado su narración, se encontraba sentada en uno de los escalones de la escalinata de la fotografía. Había depositado el ramo de flores en el suelo y con la mano apoyada en la barbilla hacía rato que les escuchaba con gran interés.
-Sí, tiene usted razón, madrina. –Le contestó Benita dirigiéndose a la fotografía. –En todas las vidas que nos han tocado vivir, hemos necesitado que alguien nos abalase ¿verdad, madrina?
-Así es. –Le respondió la mujer del cuadro quien suspiró al hacerlo.
-Fue uno de los momentos más importantes de mi carrera. Te aseguro que con el gran mago Houdin aprendí más de lo que te puedas ni imaginar. –Dijo la maga con un cierto tono nostálgico.
-Sí, y allí también conociste a tu fiel enemiga. –Le respondió su madrina con un cierto tono agudo.
-Bueno, al principio no lo éramos. –Le rectificó Benita como queriendo quitar dramatismo a la situación. La duquesa Bompassar, cuando yo la conocí, era una joven sencilla y con ganas de aprender magia.
-Poco le duró. –Le rectificó la mujer del cuadro.
-No quiero ser tan dura con ella, madrina. Las circunstancias laborales han hecho que la amistad se haya convertido en una auténtica…
-Batalla campal. –Le atajó la madrina. –No digas que ha sido buena que contigo nunca se ha comportado como una colega. ¿Acaso has olvidado el suceso de Valencia? Pues yo todavía tengo marcas de lo que allí sucedió.
Y señaló una de las esquinas del cuadro. Semejaba que estaba chamuscada como si hubiesen intentado quemarlo.
Todos miraron el ángulo del cuadro. Diablillo señaló la esquina y cuando iba a realizar un comentario se abrió la puerta de la entrada.
-Disculpad la tardanza, pero cuando termino un concierto me tengo que quedar unos minutos con el público. Tú, Benita, ya sabes lo que eso supone, claro, que no tenía que haberme demorado tanto ¿verdad? Sabiendo que me estabais esperando debí abreviar el momento de los halagos.  
Quien había entrado como una exhalación y no había dejado de hablar ni un instante era Isaac Albéniz. El músico llevaba un gran puro en la boca apagado.



-No te preocupes, Isaac. Y todavía queda un poco de sopa por si quieres cenar. –Le invitó Benita.
-No, no gracias. Ya sabes que no soy de grandes comilonas.
El músico hurgó en uno de los bolsillos de la chaqueta. De ella sacó una caja de cerillas con la intención de encender el puro apagado que mordisqueaba.
-Ya fumarás más tarde. –Le gritó la madrina desde el cuadro. –No sea que con tu puro chamusques lo que no debas.
Isaac soltó una carcajada. Levantó la mano y saludó a la mujer del cuadro.
-Sus deseos son órdenes para mí, querida madrina.
-¿Dónde te has dejado al pillo de Lucrecio? –Le preguntó Tonino que se mostró más atento con la llegada del músico.
-No te preocupes por él. No ha cruzado. Hay cosas que solucionar al otro lado. Pero dime, Benita. ¿Ya has recuperado todos los dones de Houdin?
-No, todavía no. Estábamos en plena resolución cuando has aparecido como un auténtico torbellino.
-Disculpa la interrupción y, en especial, debo pedir perdón porque tienes una invitada y me he comportado de manera descortés al entrar.
El compositor dirigió una mirada y un saludo con la mano a Marta que sentada en uno de los sillones les observaba entre la sorpresa y la incredulidad. Correspondió al saludo con un ligero movimiento de la cabeza.
-Ya hemos tenido oportunidad de vernos antes, señor Albéniz. –Le dijo Marta con un hilo de voz.
-Por supuesto, señorita. La recuerdo perfectamente. Usted nos ha traído el naipe y, gracias a usted, hemos podido abrir la cerradura del espejo.
-¡Cierto! –Gritó Diablillo.
-Tú mejor te callas la boca que por tu culpa se perdió la llave. –Le recriminó el acróbata.
-Venga, venga, no os pongáis otra vez a discutir sobre quién tiene la culpa o no. –Intentó limar asperezas la maga. –Todos cometimos errores. Yo también fui una descuidada al no vigilar más a la duquesa.
-Y que lo digas, querida ahijada. –Le respondió la madrina desde el cuadro. –Por mucho que te lo advertimos nunca tomas las precauciones adecuadas.
-Lo sé, lo sé, madrina, pero yo nunca veo la maldad en los demás. Recuerda que ese fue uno de los regalos que me asignaste en mi bautizo para mi carácter.
-Sí, sí, y me arrepiento de haberlo hecho, pero también te asigné otras mejores cualidades como es poder tener visiones de futuro. –Le respondió la mujer del cuadro con tono orgulloso.
-Pero ahora no se trata de mí, querida madrina, sino de la duquesa que ha propiciado todo este barullo. Con tu permiso voy a seguir poniendo en antecedentes a nuestra invitada. Ella procede del siglo XXI y no conoce la situación.
La prestidigitadora Anguinet, por unos instantes, dejó de prestar atención a los reunidos en el salón. Concentró su mirada en el cucharón que removía el líquido del puchero y, al hacerlo, éste adquiría más velocidad en su movimiento rotatorio. De repente, la taumaturga volvió a hablar.
-Me imagino que, a estas alturas, apreciada Marta, debes de estar al corriente de la rivalidad que existe entre la duquesa Bompassar y yo. Todo comenzó en 1865. Las dos coincidimos en la escuela de prestidigitación de París. Éramos las únicas mujeres de aquel grupo. Como te he contado ya antes, el aval del gran Houdin se nos hacía necesario, en especial a las mujeres, para triunfar en los escenarios como ilusionista; a Elisa, que es así como se llamaba entonces la duquesa, le ocurría lo mismo, por eso se vio forzada a acudir a sus clases. Su marido, el mago Bompassar, hacía poco que había fallecido y, aunque ella siempre había sido su ayudante y conocía a la perfección todos los trucos del escamoteo, en aquel momento de su vida, se veía obligada a tener que participar en lo que significaría una especie de aval a su trabajo diario. Uno de los primeros consejos que le dio el gran maestro fue que adoptase el apellido de su esposo para reforzar su memoria y, con ella, su espectáculo. Si pretendía ser una prestidigitadora independiente y con éxito en los escenarios, cuando saliese, debería recordar al público que sus números procedían de la herencia de su esposo, el afamado Bompassar, al cual se le había otorgado el título de duque.
-¡Pues no me parece justo! –Le interrumpió Marta. –¿Por qué necesitaba el nombre de su marido para iniciar su carrera como taumaturga? Él formaba parte de una etapa del pasado.
-¡Por supuesto! Veo que tienes opiniones propias de tu siglo, pero ahora nos encontramos en el siglo XIX, la sociedad piensa de una manera muy distinta a la tuya. Sólo con el detalle del vestuario lo comprenderás. Mírate las ropas que llevas y las otras que has llevado hasta hace un momento. –Le señaló la maga. –¿Se parecen en algo a las que usas habitualmente? No ¿verdad?
Marta asintió sin saber muy bien cómo replicarle.
-Elisa no tenía más remedio que compartir su popularidad con su fallecido marido, así como yo también tuve que aludir al arte de mi padre como garantía para mi éxito. Ambas debíamos acatar las normas de un mundo tan masculino como era el del escamoteo y la magia escénica. Tampoco nos pareció tan traumático como os lo parecería a vosotras en vuestro tiempo. Lo que pretendíamos era poder ejercer nuestro trabajo y arte haciéndoles creer a los hombres que todo se hacía bajo su permiso. –La maga sonrió al pronunciar esta última frase. –Al fin y al cabo, los dueños de los teatros, no nos ponían otra condición y en lo que concernía al espectáculo, podíamos hacer lo que nos pareciese correcto. Para no alargarme demasiado en mi narración te diré que ambas aprendimos mucho con el gran mago Houdin. Lo primero que nos enseñó fue a definir un programa, pero ahí es cuando surgió la rivalidad entre nosotras. Lo dividimos en tres partes y pensamos en crear una historia alrededor de ellos para darles sentido, sin embargo, el desacuerdo comenzó desde el principio.
Benita se tomó unos segundos para volver la vista hacia el puchero y comprobar que continuaba removiéndose con uniformidad.
-En 1867 mi espectáculo llegó al máximo esplendor con el siguiente programa:
En la primera parte realizaba un número llamado «El plumero mágico» y «La espada de Satanás»; en la segunda parte continuaba con juegos de escamoteo de cartas con los títulos: «Las cartas obedientes», «El robo a la americana» y «Una hora en Pekín». Después, para que el público no se cansase de mis juegos, hacía una pequeña interrupción y repartía gran cantidad de dulces y apetitosos pasteles entre el público.
-Eso era una forma de chantaje. –le respondió Marta riéndose. –Así ninguno le haría ninguna mala crítica.
-No te creas, no resultaba tan sencillo como parece. Después de haberles agasajado con aquellas delicias, en la tercera parte terminaba con un juego de espejos e imágenes que titulé «las siete maravillas del mundo.»
-Les gustaría mucho ¿me equivoco?
-No, no te equivocas, al contrario, no sólo les gustaba, sino que provocaba verdaderas pasiones entre los asistentes.
-¿Y la duquesa? ¿qué tipo de programa diseñó ella? –Le preguntó Marta con gran interés.
-Su espectáculo se dividió también en tres partes que tituló como: «El canastillo fantástico», «El pájaro y la carta (magia cómica)» y «El tambor obediente».
-son unos nombres muy divertidos también. –Afirmó Marta. –Aunque veo alguna coincidencia.
-La había y mucha, porque en esas partes ella también incluyó el número de «Las cartas obedientes» y «El reloj incomprensible» que era el mismo truco que yo había llamado con el nombre de «La hora de Pekín».
Nada más terminó de decir estas palabras el puchero que estaba al fuego pareció entrar en erupción. Un humo denso salió de su interior hasta inundar todo el ambiente. Al instante se escuchó una voz que surgía de las profundidades del recipiente.
-Sabéis que no puedo cruzar al otro lado del espejo, pero sí puedo oíros perfectamente. Has mentido, Benita Anguinet. Fuiste tú la que copiaste el número de las cartas obedientes y la hora del reloj.
La voz atronadora de la duquesa de Bompassar resonaba por todo el comedor de la casita.
-Sabía que estabas escuchando, por eso me he apresurado a contar la verdad. Quien siempre ha mentido has sido tú. –Le respondió Benita.
-¡Ya está bien! Si comenzáis otra vez con vuestra rivalidad esto no se terminará nunca. –Intervino Albéniz. –Sólo he cruzado hasta este lado para ayudar a resolver el enigma que hay entre las piezas sueltas que el mago Houdin entregó a Benita. Creo que a nadie de los que estamos aquí le interesa saber cuál de las dos es más profesional o más poderosa en cuestiones de escamoteo y de magia. Por un momento vais a dejar vuestras diferencias y colaboraréis para que pueda ser resuelto el enigma del camafeo de ónice.
La dureza con la que el compositor interrumpió la disputa entre las dos magas provocó que ambas se contuviesen. Se callaron dejando de proferirse improperios sobre la profesionalidad de su oficio.
-Sé que tenéis grandes diferencias entre vosotras, pero eso no tiene que ser ahora un punto de discordia. Lo único que necesitamos es que los elementos que el maestro Houdin separó vuelvan a reunirse en el camafeo de ónice y así las cosas volverán a ser como eran antes. –Albéniz dio una profunda calada a su puro. Aspiró el humo saboreándolo dentro de su cavidad bucal y, a continuación, lo fue soltando poco a poco.
Todos los que permanecían en el salón guardaron silencio. Benita se acercó hacia la imagen proyectada de la duquesa de Bompassar en el vapor de ebullición del puchero. Ambas magas se miraron como si mantuviesen una conversación entre ellas sin pronunciar ni una palabra.
-Estad tranquilas que lo que ocurrió en Valencia no volverá a suceder. –Les interrumpió Albéniz, que continuaba soltando grandes bocanadas de humo, ante su aparente conversación sin palabras.
Las dos taumaturgas se volvieron al unísono hacia el músico y su expresión provocó el silencio de los presentes.
-Sabes perfectamente que eso se volverá a repetir una y cien veces, Isaac. –Le respondió Benita.
Marta se encontraba absorta contemplando la reacción de las magas. ¿Qué habría sucedido en Valencia, como para crearles una rivalidad que parecía insalvable?
-No, no creo que aquello pueda olvidarlo. –Afirmó Benita.
-Si te quedaste sin público no fue por mí. –Le respondió el espectro de Bompassar.
-Claro que sí fue culpa tuya. Tuve que cancelar todas las funciones por falta de espectadores y todo fue por tu deslealtad. –Le recriminó Benita. –Y un poco más y se quema la madrina.
-Aquello fue un accidente. –Le atajó el espectro de la duquesa.
-Bueno, dejadlo ya de una vez. –Volvió a intervenir el maestro Albéniz. –Por mucho que hurguéis en la posible culpa de cada una no vais a llegar a ninguna conclusión. Os equivocasteis las dos. Tú –Señaló a la visión de Bompassar. –  tienes la culpa por jugar sucio con la competencia entre magas. Habías coincidido las dos en la ciudad. Estabais en teatros distintos. –Albéniz señaló con la mano en la que llevaba el puro al espectro de la duquesa. –Lo que no debiste hacer era robarle el público a tu colega.
-Eso se llama jugar sucio. –Afirmó Benita.
-Pero tú también te comportaste mal al boicotear su guardarropía y fastidiarle todos los trucos que tenía preparados en aquella función. –Le recriminó a la maga Anguinet. –Ninguna de las dos se comportó como verdaderas profesionales.
-Y para colmo se declaró el incendio y un poco más y ni lo cuento. –Gritó la madrina desde la pared.
-Desde entonces las cosas no han ido bien. Nos hemos detenido en un punto de inflexión. No hay manera de avanzar o retroceder hasta conseguir que todo vuelva a la normalidad. –continuó explicando Albéniz. –Si persiste esta disputa entre vosotras nunca lograremos resolver el galimatías. La incertidumbre se adueñará y caeremos en las rotaciones del pasado reiterativo.
El músico hizo una pausa. Miró a los que le escuchaban y esperó a que éstos alegasen alguna cosa en contra de lo que había expuesto hasta ese instante. Pero nadie dijo nada. El silencio se hizo patente. Prosiguió.
-Bien, puesto que hemos llegado a un punto de no retroceso, vamos a hacer lo debido. Hemos invitado a Marta, como agente externo que es a nuestra disputa, para que lleve a cabo aquello que no podemos realizar nosotros, así que no perdamos más tiempo en preliminares y actuemos.
-Sí, sí, hagámoslo. –Palmoteó la madrina desde el cuadro. –Estoy ansiosa por ver la fusión.
-¡Vamos, pues! –Sentenció el músico. –Querida invitada muéstrenos los pétalos de rosas petrificados, por favor.
Marta se quedó sorprendida por la petición del artista. ¿Desde cuándo él sabía que los tenía ella?
-¡Oh! No se preocupe. Yo lo sé todo. En realidad, fui yo el que lo organizó, ¿verdad que sí?
Tanto la prestidigitadora Benita Anguinet, como el espectro de la duquesa de Bompassar asintieron.
-No perdamos más tiempo en pequeñas menudencias y vamos a lo verdaderamente importante. Los pétalos, por favor señorita.
Marta se sintió el centro de todas las miradas. Notó cómo se le ruborizaban las mejillas. Al fin y al cabo, ella estaba allí por ellos y tampoco tenía nada que perder, pensó. Los sacó del bolsillo del vestido de labriega que llevaba. Se los entregó al músico y éste, sin mediar palabra, los lanzó en dirección al puchero.
-¡Ahí va! –Gritó. –¡Juguemos con el destino!
-¡Nooo! ¡Deteneos!
Quien gritó fue Norberto. Nadie se había percatado de que había entrado en la cabaña. Con una agilidad casi felina, corrió hacia ellos para evitar que cayesen en el puchero donde se proyectaba la imagen de la duquesa de Bompassar pero…