lunes, 22 de octubre de 2018

LAS SOMBRAS PERDIDAS DEL PASADO


-Vuelve a leérmelo, por favor.
-¡Pero si te lo sabes de memoria!
Todas las noches le insistía que me lo leyese una y otra vez. Mi hermana, siempre ha sido muy paciente conmigo, por eso tomaba el libro de cuentos de Hans Christian Andersen y volvía a releerme mi favorito: Los cisnes salvajes.
-Pero no hace falta que me lo leas entero. –Le interrumpía. –Sólo quiero oír la parte en la que la princesa cose las camisas para romper el hechizo.
Me inquietaba imaginar cómo aquella princesa conseguiría coser, hasta once camisas, con un tejido hecho de ortigas frescas. Cómo deberían de dolerle los dedos que se le hincharían por la urticaria que le provocarían el ácido fórmico al inyectárselo los minúsculos pelitos de los tallos frescos. Siempre le interrumpía su lectura y se lo decía con verdadera angustia.
-No, no creas, ella tendría algún remedio mágico para soportar el dolor. –Me calmaba mi hermana cuando le contaba mis inquietudes. –Seguro que al escritor se le olvidó escribirlo.
Creo que esa inocencia por querer saber los entresijos de la elaboración de un cuento me ha llevado a querer escribirlos, ahora, cuando ya no tengo edad para que me los lean o sí, porque, en mi opinión, los cuentos no son para guardarlos, sino para compartirlos, tengas la edad que tengas.
Los recuerdos infantiles dicen que se espantan con el paso del tiempo, pero siempre nos dejan una huella que nos indica que han estado ahí. Se convierten en una sombra que perdura, aunque lo hacen con otro matiz. Nos hacemos mayores y nos auto-complacemos diciendo que los hemos superado y que no tienen ninguna importancia en nuestra vida de adultos. No voy a entrar en psicoanálisis de aquello que fue o pudo ser, etc, etc, porque doctores hay en la materia que saben más que yo del tema, pero, no obstante, no descarto contaros otro relato que tenga que ver con esas sensaciones, por eso, ahí va uno para festejar mi próximo cumpleaños.
LAS SOMBRAS PERDIDAS DEL PASADO
Cada noche me quedaba mirando la sombra que se proyectaba en el hueco de la escalera. La miraba de soslayo, desde mi cama, con la sábana subida hasta la garganta como si así me sintiera más protegida del malestar que pudiese lanzarme aquella terrorífica oscuridad. Durante un buen espacio de tiempo, me dejaba llevar por mi imaginación sobre lo que sería aquel ser que parecía salir de la profundidad de la nada y que sólo desaparecería con las pisadas de mi padre cuando subía hacia su habitación. Escuchaba sus pasos y, a continuación, veía su sombra familiar que anulaba la que tanto me preocupaba y que se proyectada en la pared que se adivinaba desde mi escondite, desde la cama.
-Papá, ven un momento y cuéntame cosas de aquella ciudad. –Le gritaba desde mi habitación con voz entrecortada.
-¿Pero no te has dormido aún? –Rezongaba con fingido enfado.
-No, anda, cuéntame algo de ese lugar donde has estado trabajando.
Mi padre, con mucha paciencia, entraba en nuestro cuarto. Lo hacía con sigilo para no molestar a mi hermana quien continuaba leyendo sus libros sin prestarme ya más atención.
-¿Por qué tienen a los animales sueltos por las aceras en ese país? –Le seguía insistiendo.
Ante mi petición se acercaba a mi cama y me describía lo que sabía que quería escuchar una y otra vez.
-Por las calles puedes ver a los patos y cisnes que pasean como si fuesen un grupo de personas más. Invaden las aceras con sus graznidos y, cuando les viene en gana, cruzan las calles interrumpiendo la circulación de los automóviles y de las bicicletas.
-¿Y nadie los detiene? –Le preguntaba con los ojos bien abiertos ante tal descripción.
-No, por supuesto que no. –Mi padre me contestaba pacientemente, muerto de cansancio, continuaba contándome detalles de aquellas calles tan lejanas e inimaginables para mi mente de niña. –Allí los animales tienen los mismos derechos que las personas para poder circular por donde lo consideren oportuno.
-¿Y no ocurre un accidente? –Le insistía.
-No, por supuesto. –Me aseguraba. –Pero lo que sí he visto es cómo se detienen todos para dejarles circular.
Cuando, por fin dejaba que se marchase mi padre, cerraba los ojos e imaginaba a esos cisnes cruzando un semáforo. Irían agrupados, de uno en uno y con el suficiente sentido de la dirección como para evitar que ninguno se desviase de su trayectoria y terminase en una acera distinta a la que pretendían llegar.
-¿Tú crees que los cisnes salvajes son príncipes? –Le pregunté a mi hermana mientras me volvía a releer el cuento de Andersen.
-¡Por supuesto que no, tonta! –Me contestó entre risas. –Eso sólo ocurre en los cuentos y éstos no son reales.
Aquella noche tuve una pesadilla que se repitió varias veces y que nunca logré olvidar, pues, a pesar de los años, continúo recordándola como si la hubiese soñado la noche pasada.
Los edificios de aquella estrecha calle eran blancos. Parecía que se moviesen por el efecto del viento y al ser tan altos, con una leve ráfaga, les resultaba lo suficientemente fuerte como para cimbrearlos. Con ese movimiento pausado sus sombras amenazaban con desplomarse sobre los viandantes que los contemplábamos. En aquel sueño nos encontrábamos los tres parados en una esquina. Mi padre vestía el traje de chaqueta más elegante que tenía. Me sujetaba de la mano con fuerza para retenerme. Mi hermana llevaba debajo del brazo el libro de cuentos que todas las noches me releía. En un momento dado ella me gritó:
-¡Mira!
Sobre nuestras cabezas sobrevolaban una manada de cisnes que vestían una extraña camisa verde. Les cubría todo el cuerpo y las alas. Había uno que rezagado mantenía la velocidad del resto de la manada a duras penas. Me di cuenta que era el primo menor de la princesa del cuento, al que, con las prisas, no había podido confeccionar la manga que le faltaba. De pronto, y sin casi espacio para poder descender, los cisnes se lanzaron en picado hacia el suelo dejándose caer delante de nosotros que los observábamos atónitos y, en mi caso, más bien asustada.
Inmediatamente, los cisnes se alinearon en fina y se dirigieron hacia lo que parecía ser un paso de peatones, pero éste no se encontraba pintado con rayas como los habituales llamados pasos de cebra, sino que, sobre el suelo, se encontraban las siluetas de unos pájaros blancos que, con las alas extendidas, se movían al compás de las patas palmeadas de aquella manada que cruzaba la calzada. De pronto, y como salido de la nada, un coche se acercaba a gran velocidad y ante la cara de sorpresa que pusimos los tres frenó en seco para evitar atropellarlos, sin embargo, no lo logró y provocó que de mi garganta saliese un chillido. Cerré los ojos y era, en ese instante, cuando despertaba agitada y llena de inquietud porque no sabía qué les había ocurrido a los cisnes encantados.
-¿Nunca has averiguado qué significa ese sueño? –Me preguntó muy divertida mi hermana mientras le recordaba este episodio de nuestra infancia.
-Por supuesto que no. Si se lo cuento a alguien lo tomaría como una chaladura de mi calenturienta fantasía.
Nunca se lo había contado porque tampoco había sentido necesidad de hacerlo, sin embargo, ante el anuncio de aquel espectáculo al que íbamos a entrar, tuve la necesidad de explicarle uno de mis recuerdos infantiles que iba ligado a la figura de los cisnes y el cuento de Andersen.
En la entrada del teatro se había instalado una inmensa pancarta que anunciaba el espectáculo: La magia de las sombras. Me sentí seducida por los dos sustantivos. No tenía ninguna referencia sobre la compañía anunciada así que la curiosidad aumentaba. Si la magia logra atrapar tu imaginación, a pesar de que partas de la idea de que todo es un engaño, el entretenimiento puede ser muy interesante; por otra parte, el unir a la magia el aliciente de las sombras aún le daba un punto más de interés para acudir a ese misterioso y desconocido espectáculo. He leído muchas historias sobre sombras y siempre me dejan un regusto inquietante que me lleva a mi pesadilla infantil que ya os he referido.
Cuando entré en el teatro se encontraba casi a oscuras. Una música extraña procedía del escenario. El telón dejaba escapar pequeños resplandores de una luz amarillenta oculta tras sus cortinajes. Todos los que formábamos el público parecíamos estar completamente impactados por esa parafernalia ambiental, por eso, ninguno osábamos hacer ningún ruido a la hora de acceder a nuestras localidades. Una vez nos sentamos se apagaron las luces del todo. La música cesó. Se escuchó un murmullo que semejaba ser el sonido del agua que manaba de una fuente. A continuación, se descorrieron las cortinas. En el escenario había una silla vacía. Un foco de luz apuntó a un ángulo de forma que enfocó a un hombre. Iba vestido todo de negro. Era joven. Con la boca fruncida y la mirada baja, se desplazó hacia la silla. Saludó y mostró dos objetos. En la mano derecha llevaba un arco de violín y en la izquierda un serrucho. Nunca había asistido a un concierto de música interpretado con un instrumento tan raro. Comenzó a tocar y las notas que arrancaba de la hoja de aquella herramienta semejaban ser como lamentos de un animal quejumbroso. Al instante se encendió una luz a su espalda y apareció proyectada una sombra. Me sobresalté. Era exactamente a la que había visto en mi pesadilla de mi niñez. Durante unos instantes tuve la sensación de que aquella sombra se movería y vendría hacia mí, pero me equivoqué. Unas hábiles manos se proyectaron sobre la misma dibujando formas en sombra para contar una historia, un cuento de cisnes y de una niña que los amaestraba.
Me levanté de la butaca y me dirigí hacia el pasillo. Busqué la salida. Ya en la puerta respiré profundamente. Crucé la calle y me detuve en un escaparate. Miré mi reflejo en él y, por un instante, me vi con el aspecto de la niña que pedía que le leyesen, una y otra vez, el mismo cuento. Me reí. Era cierto. Aquel espectáculo tenía magia pues recuperaba las sombras perdidas del pasado. Nunca más he vuelto a tener esa pesadilla.






miércoles, 17 de octubre de 2018

ENRIQUE RAMBAL. NOMS PROPIS

ENRIQUE RAMBAL. NOMS PROPIS.
DOCUMENTAL

Este documental es uno de mis trabajos de investigación sobre la historia del teatro valenciano del pasado siglo XX. Se ha emitido en la televisión autonómica À Punt y, a continuación, se ha dejado en la página de A la carta del canal.
Os dejo el enlace por si os apetece verlo. Se ha hecho con mucho cariño y un tanto de pasión por el teatro. Muchas gracias.


https://apuntmedia.es/va/a-la-carta/documentals/enrique-rambal

https://apuntmedia.es/va/a-la-carta/documentals/enrique-rambal

jueves, 4 de octubre de 2018

MERIENDA CON CHOCOLATE



Cuando era pequeña mi madre amasaba el pan y, a continuación, lo llevaba al horno. Me encantaba el olor de ese pan recién horneado, sabroso al gusto y áspero al tacto. Un pan que duraba toda la semana sin endurecerse y que, cortado en pequeñas rebanadas, se podía mojar con el chocolate de la merienda, sin embargo, el día de mi santo era distinto. Ese día mi madre preparaba sus famosos ‘panquemados’ que tan magníficamente sabía preparar.
-El secreto está en trabajar mucho la masa. –Me confesaba. –Debes apretarla con una mano y con la otra lanzar puñaditos de harina hasta que la pasta se despegue de tus dedos.
Me lo explicaba mientras se aplicaba a la dura tarea de amasarla con todo su brío, con todo su cariño.
-Después la dejaremos abrigada y que duerma hasta que crezca.
Con sumo cuidado colocaba el recipiente en la penumbra de la casa. Lo tapaba con unas mantas que le proporcionaban el suficiente calor para que la masa, fermentada por la levadura, creciese.
Recuerdo la ilusión que me hacía cortar el papel, doblar una esquina y, con un poquito de pasta, pegar la oblea a éste para que no se moviese mientras los introducían en el interior del horno.
-¿Por qué doblamos el papel?
-Para poder cogerlos sin quemarnos los dedos al sacarlas del horno. –Me explicó mi madre con todo el cariño del mundo.
Con mucha precaución, aquel día, el panadero me levantó por los aires para asomarme a la pequeña ventana del horno. Encendió la luz para poder ver a qué velocidad crecían aquellas pequeñas bolas de masa distribuidas sobre los papeles de estraza y que, al aumentar de tamaño, hacían resbalar el azúcar que coronaba su cumbre.
-¿Cuándo se sabe que ya están listos?
-La niña es preguntona.
Recuerdo las risas cómplices de mi madre y el panadero, por mi curiosidad, pero creo que no obtuve ninguna respuesta.
Con una enorme pala los iban sacando, uno a uno, del interior del horno como si fuesen rescatados de un profundo mar de calor que les había hecho crecer y medrar.
-¡Qué bien huelen!
-Claro, están recién hechos.
Ese día sentía una inmensa alegría al ayudarle a llevarlos a casa. El aroma que desprendían despertó la admiración de toda la familia lo que también alimentó el orgullo de mi madre como cocinera y el mío como su aprendiza.
-¡Eh! Que este año he tenido una ayudante de primera. –Esgrimía como un elogio a mi pequeña contribución.
Aquella misma tarde se realizaba el festín y al mismo acudieron las hermanas de mi abuela y las vecinas. Celebraban su santo y el mío, claro. De ella recuerdo sus vivos ojitos mientras intentaba expresar su alegría que se quedaba en un mero balbuceo de entusiasmo ante las visitas.
El reparto de los pedazos del panquemado, recién horneado, se entremezclaba con los comentarios jocosos estimulados por la masa esponjosa que se mojaba con el delicioso chocolate de las tazas.
-Otro año que podamos venir a felicitarte, Francisqueta.
Las visitas se despedían de mi abuela, saciadas con la golosa merienda. Mi abuela respondía a sus muestras de cariño con una ligera sonrisa en los labios.
Con la casa ya vacía de las visitas mi madre fregó las tazas y platos con agilidad. En un momento dado vi como mi madre sonreía.
-¿Por qué estás tan contenta? –Le pregunté con inocencia.
Una risa, entremezclada con una lágrima caprichosa, me dio la respuesta.
-Porque este año, la merienda, también ha sido buena, ¿verdad?
Mientras mi abuela vivió, el día de mi santo, todos los años la celebración fue así.