sábado, 18 de febrero de 2017

08 EL REENCUENTRO CON NATASHA IVANOFF Y UN REGRESO INESPERADO

* Detalles sobre la duquesa Natasha Ivanoff
http://detrasdelaestanteriailustrada.blogspot.com.es/2017/02/el-secreto-de-natasha-ivanoff.html

Muchos años después comprendí que la atracción que la duquesa Natasha Ivanoff ejercía sobre todos se debía a su enérgica personalidad junto a su exótica belleza. Cuando entraba en un lugar no podías dejar de mirarla. Tanto si hablaba, como si se reía. El más ligero movimiento de su mano atrapaba nuestra mirada como si estuviésemos hipnotizados por sus hermosos ojos verdes. Ella era consciente de ese poder y sabía cómo utilizarlo para atraer a quien necesitase en cada momento. A sus magnéticos movimientos se unía ese acento peculiar que le hacía arrastrar las últimas sílabas y encandilaba con su forma de hablar.
-Les digo que esas dos son un par de ladronas. Me robaron todo lo que conseguí en América y ahora dicen que fueron ellas las atracadas por mí. Son unas estafadoras o no han visto el número vodevilesco tan malo que hacen.
Bartha convenció a los guardias para evitar que la detuviesen por escándalo público. Ya fuera del Apolo, casi al trote, nos dirigimos al teatro Ruzafa. Natasha continuaba hablando, aunque con un tono más bajo y algo más calmada. Aquella mujer no cesaba de maldecir a las adivinas y de quejarse de sus malas artes. Bartha no le contestaba, sólo tiraba de nosotros dos como si nos arrastrase para apartarnos de las calles llenas de transeúntes discreta y rápida. Ya en el interior del teatro, me soltó la mano y, con un tono fuerte y autoritario el cual no usaba nunca, gritó:
-Cállate de una vez, Natasha.
Su grito nos sorprendió, aunque surtió efecto inmediatamente. Sin mediar ni una palabra más, Natasha Ivanoff, rodeó el cuello de Bartha con sus largos brazos y acercó sus labios a su boca hasta que ambos se fundieron en un beso interminable. Presenciamos aquella escena con asombro. Se trataba del reencuentro de los amantes.
Salí de mi embeleso cuando me tomaron del brazo para apartarme de la pareja. Se trataba del director de la Compañía, Enrique Darqués, que, con el dedo en los labios, indicándome que no hablase ni molestase a la pareja, me apartó hacia un ángulo de la sala.
-Bueno, muchachito, qué preocupados nos tenías ¿se puede saber dónde te habías escondido?
Me sentí muy avergonzado y, aunque intenté explicar qué había ocurrido, no pude terminar de exponer mis torpes excusas porque, en ese instante, se acercaron, hacia nosotros, Edelmiro Bartha y Natasha Ivanoff cogidos de la mano.
-Enrique, más tarde te contaré la aventura de este niño que nos ha tenido en vilo, aunque me ha llevado hasta Rosaura y, lo mejor de todo es que he encontrado a Natasha.
Aquel hombre bonachón y noble no podía ocultar lo exultante que se sentía. Ella sonreía sin mirarnos.
-Mi querida duquesa Natasha Ivanoff qué alegría volver a verla. –Le tomó la mano y se la besó. –Nos preocupó tanto su inexplicable desaparición de nuestro lado. Si no recuerdo mal fue en la ciudad de Valparaíso donde nos abandonó con esas técnicas de desvanecimiento teatrales que sabe practicar con tanto arte ¿me equivoco? –Dijo Darqués con un cierto tono de sorna.
-Admirado Enrique Darqués –le contestó la rusa con una de sus más bellas sonrisas cautivadoras. –siempre es un placer encontrarme con usted, pues, en más de una ocasión, me ha salvado de algunos percances, no obstante, quiero aclararle que no desaparecí en Chile, sino que fui secuestrada por una banda de malhechores.
Mostró intención de desarrollar otro de sus reconocidas artes y que era el de contar relatos fantásticos, pero un enorme estruendo enmudeció sus palabras. Al instante, Fausto apareció corriendo hacia nosotros como alma que llevase el diablo.
-¡Ha ocurrido un desastre!
Se escucharon gritos y alaridos de dolor en la zona del patio de butacas. Sobre el escenario y las tres primeras filas de butacas se encontraba, hecha mil pedazos, la mano de cartón piedra que el escenógrafo argentino construía.
-Esta mano está maldita. – Estaba tumbado en el suelo gritando desesperado.
-¿Qué ha ocurrido, Rodolfo? ¿Estás herido? –Le preguntó Darqués cuando llegó hasta él.
-En mi orgullo de artista, Enrique. Esa mano es una maldición. Después de arreglar los dedos rotos, estábamos realizando la prueba definitiva de peso y la enorme base ha hecho que se precipitase contra el patio de butacas haciéndose añicos. –Sollozó el desconsolado artista. –Mi reputación de escenógrafo está en entredicho.
Todos intentaron consolarle, todos menos yo, claro, que había sido el causante del primer desperfecto en la pieza y, con este nuevo percance, me sentí aliviado al ver que se había hecho añicos y, esta vez, no era por mi culpa.
Mientras recogíamos los pedazos entraron Andreu y Librada que regresaban de casa del profesor Ares y Miss Zakara. Qué alegría sentí al volver a verles, pero, cuando me acerqué hasta ellos, Andreu, con tono agrio, me preguntó:
-¿Dónde te habías metido? Nos tenías muy preocupados.
Intenté justificar mi arranque de terror, pero fue Librada la que intermedió y evitó una discusión entre nosotros. Nos unimos los tres a recoger los trozos del artefacto hasta que Bartha, que no soltaba a Natasha, nos indicó que era la hora de la comida y que debíamos alimentarnos.
-¿Quién es esa mujer tan guapa? –Me preguntó Librada intrigada por la presencia de la duquesa rusa.
-Es la novia de Bartha. –Dije orgulloso de saber algo que ellos desconocían. –Se han reencontrado gracias a mí.
No tuve oportunidad de añadir más misterio a mis palabras porque, en ese instante, entró Carlota Planes como un verdadero torbellino.
-Enrique, Enrique ven en seguida que te buscan en la entrada del teatro unos policías.
Gritaba tanto que pensamos que sería algo muy grave. El director, sin prisas, se levantó de la mesa y aún se permitió un momento para demorarse con un último sorbo de la taza de café que tenía sobre la mesa. La escandalosa actriz se sentó, junto a su marido, Miguel Máñez, y, para calmar su ansiedad, comenzó a comerse la comida de su plato. Entre bocado y bocado suspiraba como queriendo recuperarse del esfuerzo de haber llegado hasta allí corriendo.
Miré a Andreu y vi que le susurraba algo al oído a Librada, debía de ser alguna confidencia y sentí algo de celos e imaginé que ya no era tan amigo mío como antes. Me entristecí. Miré a Natasha Ivanoff y Bartha que también hablaban entre ellos y de vez en cuando él tomaba su mano para besársela. A su lado estaba Carmen Caballero, la actriz amante de Darqués, ésta los miraba de soslayo y sonreía por las caricias que se prodigaban los enamorados. Comencé a entristecerme y casi me encontraba al borde de las lágrimas porque, en ese instante, me sentía más solo que nunca. Echaba mucho de menos a mi madre. Quería verla. Sentí el impulso de levantarme e irme de allí corriendo, en dirección a mi casa en la huerta de Bonrepos*, pero, en ese momento, regresó el director con una gran sonrisa en la boca.
-Compañeros y amigos, tengo una buena noticia que daros y es que la policía ha recuperado los gemelos que nos robaron anteayer en la pensión.
Bartha se incorporó y con tono de sorpresa le replicó:
-¿Cómo es posible que los hayan encontrado tan rápido?
-Muy sencillo, han seguido el rastro de la joya y la han localizado en la casa de un perista. La policía ha venido a entregárnoslo. Han detenido a un ladrón llamado Ginés Olí. Es uno de los cabecillas de la banda de Aurelio Retall.
Al decir ese nombre Andreu soltó un grito involuntario. Bartha lo miró y le hizo un gesto indicándole que se tranquilizase. Recordé que mi amigo me había contado su involuntaria presencia ante el frustrado robo del banco de Valencia mientras había intentado fugarse hacia los poblados marítimos. Según nos dijo lo vio todo desde la penumbra de la entrada del teatro Principal y, en el cual, si no hubiese sido por la certera intervención de Bartha y Darqués, tal vez, él no estaría ahora para poderlo contar.
El director continuó describiendo los detalles de la detención de aquel ladrón y el feliz resultado de todas las pesquisas. La comida terminó con aquella buena noticia. Regresamos al patio de butacas para terminar de recoger las astillas del artefacto, en forma de mano, que se había hecho añicos. Rodolfo gemía en uno de los rincones desconsolado, pero, de repente, como si toda la pena del mundo se le hubiese ido de golpe se incorporó y se dirigió hacia el director.
-Enrique, termino de tener una idea. Voy a hacer la mano de otra manera y, esta vez, te aseguro que no volverá a romperse. No te defraudaré. Te prometo que estará lista para el estreno del próximo mes de marzo.
El director le palmeó la espalda y con su alegría todos estábamos más aliviados y animados para continuar preparando el espectáculo.
-El estreno será en marzo, pero antes debemos representar algunas funciones de nuestro repertorio así que a ensayar se ha dicho.
Aún no había terminado de decir esto cuando, de golpe, se abrió la puerta que daba al callejón trasero del teatro y un hombre soltó un pequeño paquete que rodó junto a la pierna de Darqués. Aquel misterioso objeto explosionó creando un fuerte estruendo y mucha humareda. Había rodado tan próximo a la pernera derecha del pantalón del director que ésta se prendió rápidamente. Cayó al suelo por el efecto de las llamas en su ropa. Fue Natasha la que reaccionó con mucha rapidez. Tomó una de las lonas que había de los decorados y se la tiró por encima para apagar el fuego que subía por su pierna derecha.
Mientras, en la calle, se escuchaban gritos y golpes propinados por los guardias de asalto, todos corrimos a atender al director que se retorcía de dolor a causa de las llamas.
La pronta intervención de la rusa evitó que el fuego se le propagase más allá de la pantorrilla, pero, así y todo, tuvo que ser trasladado en una improvisada camilla hasta uno de los camerinos donde fue atendido de urgencia. Las quemaduras fueron serias, según dijo el médico, por lo que se le prohibió que realizase cualquier actividad mientras se le practicasen curas. Parecía que la mala suerte perseguía a la compañía cuando de repente se escuchó una voz que, desde la puerta, dijo:
-¿Llego en mal momento?
Ni Andreu, ni Librada ni yo lo conocíamos, pero todos los miembros de la Compañía saltaron de alegría a su encuentro. Era Carlos Somel, el primer actor, sobrino de don Luis Sotomarch Somel.


*Bonrepos se encuentra situado en la comarca de l'Horta Nord de la ciudad de Valencia.



miércoles, 8 de febrero de 2017

RESUMEN DE LA NUEVA AVENTURA DE LA COMPAÑÍA

Una breve introducción de los episodios anteriores.


Una escritora se enfrenta al papel en blanco. Pretende recuperar unos personajes a los que, ella misma, fue descubriendo en una novela anterior. Se trataba de una compañía de teatro dirigida por un misterioso primer actor y director. La compañía actuaba en un teatro de Madrid con mucho éxito, pero, por un escándalo personal de la primera actriz, se ven obligados a viajar, por media España. Se dirigen a Santander donde parten, rumbo a América. La acción transcurría en 1928, durante la dictadura del general Primo de Rivera.
En la siguiente novela la compañía ha vuelto a España. Es 1934. No todos los personajes han regresado del viaje, aunque sí los principales, es decir, Enrique Darqués, el director de la compañía, Edelmiro Bartha, su hombre de confianza, el matrimonio de actores Miguel Máñez y Carlota Planes además de Carmen Caballero, la actriz amante de Darqués. Les resulta complicado encontrar un teatro donde poder montar una de sus obras. En la ciudad hay muchos disturbios debido al creciente malestar social y falta de trabajo. Al fin consiguen un teatro, se trata del teatro Ruzafa. Junto con el autor teatral valenciano: Fausto Hernández Casajuana se preparan para estrenar una obra de gran espectáculo. Hay un escenógrafo argentino, Rodolfo, que prepara una misteriosa mano para la representación. Todo parece ir bien salvo que tres niños fugitivos: Andreu Masobrer, Batiste Sistella y una niña llamada Librada, furtivamente entran en el teatro. Cuando son descubiertos los niños confiesan que se han fugado de la Inclusa y la niña de sus amos: el profesor Ares y Miss Zakara, su esposa. Estos actores de magia aparecen reclamando a la niña. Lo hacen acompañados de su mascota, un guepardo llamado Rorró. Darqués hace de intermediario entre los desaprensivos amos y la niña consiguiendo que se queden, los tres, en la compañía.
A pesar de la estabilidad que ganan, Andreu siente inquietud porque quiere ver a su madre quien vive en los poblados marítimos de Valencia. Una noche un ladrón asalta la pensión donde se encuentran alojados y roba unos gemelos que llevan grabado el sello de una misteriosa Hermandad a la que pertenece Darqués. Esa misma noche Andreu huye para poder llegar al mar, sin embargo, no lo consigue porque es testigo de un robo perpetrado por el ladrón Aurelio Retall, un sanguinario ladrón y asesino que, a pesar de ser cercado por la policía, huye. Bartha le ayuda a escapar porque él también había salido de la pensión pero en busca de información y ayuda de su amiga Adela Margot, una monologuista valenciana que, durante las primeras décadas del siglo XX tuvo mucho éxito e influencia, pero ahora regenta un salón de poca monta. Esa noche todos regresan a la pensión y al día siguiente, mientras hacen una prueba de decorados, Batiste, sin querer rompe los dedos de la mano que el escenógrafo prepara.
CONTINUARÁ

miércoles, 1 de febrero de 2017

PAN BLANCO: RECUERDOS DE UNA NIÑA DE LA GUERRA


Sólo tenía cinco años cuando mi madre me tomó de la mano y me llevó a una de las esquinas de la calle mayor de mi pueblo. En medio de la calle ardía una hoguera. El fuego era alimentado por unos hombres que lanzaban las imágenes de los santos, los cuadros de la iglesia y cientos de papeles que revoloteaban con el crepitar de las llamas. A pesar de la intensidad del fuego y los gritos de los que estaban alrededor sólo me fijé en aquel hombre que llevaba un cubo con agua; con la mano la echaba en pequeñas cantidades sobre la hoguera para controlar las llamas. Aún puedo escuchar su estridente risa. Yo no sabía qué ocurría y por qué gritaban tanto. Se movían como si danzasen festejando la hoguera. Mi madre me apretó la mano. Sentí el sudor que empapaba la palma de la suya. Noté su inquietud. En un momento dado, me tomó en brazos y me acercó a su pecho. El latido de su corazón se confundió con el mío. Miré su cara y vi sus lágrimas cómo resbalaban por sus mejillas. No recuerdo cómo llegamos a casa. Después de muchos años supe el motivo de aquel fuego que exaltó los ánimos de unos y las venganzas personales de otros. La represión se tornó en odio.
Cuatro meses después cumplí los seis años. La guerra estalló. El orden de las cosas cambió. Los criados se adueñaron de las casas de los hacendados. Los señores huyeron. Todo se colectivizó. La tierra era para el que la trabajaba, pero el pan blanco era harina de otro costal. La cosecha del verano fue abundante, sin embargo, no lo suficientemente grande como para darnos de comer a las ocho bocas de la casa durante todo un invierno. Mi padre tenía una pequeña huerta donde plantaba toda clase de verduras. No podía dedicarle mucho tiempo, puesto que tenía que ganarse el jornal con otros distintos oficios remunerados.
Como consecuencia del nuevo orden establecido, a partir de ese momento ya no había ni mercado ni tienda. El Comité gobernaba controlándolo todo. En la plaza del pueblo se preparaba un rancho colectivo cada día. Aquella situación se pretendía mantener mientras durase la guerra. Pensaban que la confrontación no duraría mucho tiempo. Un día, mi madre me llevó a aquella cola donde repartían un guiso con carne. Se había matado uno de los terneros cebados del rico del pueblo. Las colas eran interminables. Repartían toda clase de víveres. Y un día y otro, pero la abundancia se iba acabando. La carne comenzó a escasear. Las raciones se redujeron a menos de la mitad.
Llegó el primer invierno y también faltó el aceite. Ya no había para todos. Mi madre seguía llevándome a la plaza con ella. Aquel día, el encargado de las raciones se dirigió a mi madre:
-Tú, sal de esa cola. Para ti hoy no hay nada. Ve y pídeselo a tu amo.
Ella le rogó y le imploró por mí, la más pequeña de la casa, pero no sirvió de nada. Junto a mi madre también echaron a la vecina, una joven recién llegada al pueblo. El encargado dijo que no la conocía y no sabían de dónde venía. Las dos, con las manos vacías y la angustia en la garganta, se alejaron de la cola de la plaza asustadas. La más joven, la recién llegada, estaba embarazada de tres meses y poco después abortó. Aquella noche, para cenar, sólo hubo pan de maíz. Yo no lo quise ni probar. Me producía náuseas. Recuerdo que mi madre me intentaba convencer para que lo comiese. Hubiese preferido morirme antes que tomarlo.
Todavía puedo ver la cara redonda sonrosada de aquella mujer, la esposa de uno de los miembros destacados del Comité. Debió de escuchar mis lloros y, aunque era noche cerrada y se había ordenado el toque de queda ella llamó a la puerta de mi casa. Debajo de su mandil escondía una barra de pan blanco. Se la entregó a mi madre.
-Esto es para la niña. Las niñas no deben ni pueden pasar hambre durante esta maldita guerra.
Y así un día y otro y otro, aquella mujer, de cara redonda sonrosada, de ojos pequeños y sonrientes, le proporcionó el pan a mi madre como si yo fuese una de sus tres hijas. La mayor debía tener mi edad. La más pequeña era un bebé de meses. Aún puedo ver la cara de aquellas niñas y la de su madre, sin embargo, el rostro del padre se ha borrado de mi memoria.
En 1937 muchos muchachos del pueblo se fueron al frente. A medida que pasaban los días, las semanas y los meses no llegaban noticias de ellos aumentaba la inquietud en sus familias. Aquella maldita guerra no se acababa nunca. Una madrugada, un sonido extraño nos despertó a todos. Un gran avión sobrevolaba nuestras casas.
-¡Qué viene La Pava! ¡Qué viene La Pava! –Gritó un hombre en la calle.
Al principio, todos los niños salimos a la calle para ver qué era aquello que tanto ruido provocaba. Nos quedamos fascinados al ver como aquel aparato de acero era capaz de volar. Abrió su vientre y soltó una hilera de bombas. En seguida reaccionamos con el silbido furioso que se desplomaba sobre nuestras cabezas. La llegada de aquellos aviones pronto se asoció con el fuego, la destrucción y el miedo a lo desconocido. Mi madre nos introducía en el hueco de la escalera de nuestra casa. Aquel avión pertenecía a la aviación italiana. Lanzaba sus bombas indiscriminadamente.
-Si nos refugiamos a campo abierto será más difícil que nos maten. –Le decía mi madre a mi padre que se negaba a abandonar su casa. Terco de carácter le aseguró que si moría lo haría en su cama.
En 1938, los bombardeos aéreos comenzaron a ser más continuados. La comida ya escaseaba para todos, sin embargo, cada noche nunca nos faltó la barra de pan blanco que la mujer de cara redonda sonrosada que le entregaba a mi madre oculta debajo del mandil.
-¿Cómo te lo podré pagar? ¡No tengo nada que darte!
Ella siempre le contestaba lo mismo:
-Las niñas no pueden pasar hambre durante esta maldita guerra.
Casi habían pasado tres años. Las niñas crecíamos sin entender muy bien por qué se producían los ataques de la Pava sobre nuestro pueblo. Con el rugido del primer motor huíamos y ya no nos deteníamos a mirar el horizonte para ver el enorme vientre de aquel pájaro de acero. Comenzábamos a acostumbrarnos a los tiros y a los repentinos bombardeos. Los niños jugábamos entre los escombros hasta que un cartucho explotó. Nos salvamos de milagro. A partir de ese momento, ni mi madre ni aquella mujer de cara redonda sonrosada nos dejaron salir solas. Las dos niñas y yo jugábamos en su casa mientras ella vigilaba a la bebé.
Era finales de marzo de 1939, aquel día el sol salió igual que lo hacía cada día, pero no pareció iluminarnos a todos con la misma luz. En la plaza algunos decían que la guerra había terminado. El Comité de la Casa del Pueblo abandonó el mando. Los que habían ocupado las casas y los campos de los ricos los devolvieron. Los vencedores les aplicaron la ley del Talión. Los días transcurrieron lentos y mudos.
Yo terminaba de cumplir nueve años. Ese día, como cualquier otro día, fui a jugar con mis amigas. Su madre lavaba la ropa de la bebé. Aquella cara redonda sonrosada de ojos pequeños y que siempre parecía sonreír ahora permanecía pálida. Unos aldabonazos en la puerta nos sobresaltaron. Ella dejó la ropa en la palangana. Se secó las manos. Se dirigió hacia la puerta para abrirla. Las tres niñas dejamos de jugar. Recuerdo que les miré la cara llena de curiosidad. Aquellos dos hombres no eran del pueblo. Cada uno llevaba un fusil en el hombro.
-¿Vive aquí ‘El ratero’? –Preguntó el que parecía ser el más decidido.
-No señor, aquí no vive nadie con ese nombre.
Se despidieron de ella. Cerró la puerta. Volvió a lavar la ropa del bebé. Permaneció callada, pero no pudo reprimir las lágrimas que le acongojaban en la garganta. Volvieron a llamar. Esta vez preguntaron con el nombre y el apellido de su marido. Ella lo confirmó.
La memoria es caprichosa. Nos juega malas pasadas. He olvidado cosas importantes, pero nunca he podido borrar de mi cabeza el dolor que vi en aquella cara redonda sonrosada. Su marido fue detenido, juzgado y ajusticiado en menos de un mes. Ella tuvo que marcharse del pueblo junto a sus tres hijas. Buscó refugio en casa de sus padres, aunque a los tres meses, murió, tal vez por el hambre o por la pena.
Mi madre siempre me dijo que yo le debía la vida a aquella mujer, de cara redonda sonrosada, que pensaba que las niñas no debían pasar hambre por una maldita guerra. Nunca lo he olvidado y así se lo he contado a todo aquel que quiera escucharlo.