martes, 21 de enero de 2020

EL MISTERIOSO CASO DE LA ANCIANA DESAPARECIDA (COMPLETO) (Versión nº2)



I
Hace unos cuantos años me apunté a una excursión. En el autobús todos se conocían excepto una señora muy mayor y yo. Éramos «las forasteras» del grupo. Cuando llegó la hora de la comida se dispusieron en las mesas reservadas junto a los conocidos, de manera que aquella anciana y yo ocupamos la única mesa solitaria situada bajo el hueco de una escalera.
 -Creo que nadie quiere sentarse aquí. –Reflexionó la anciana con una mueca que semejó ser una amplia sonrisa.
-No se preocupe. -Le respondí. –Tampoco los necesitamos para poder comer.
La diminuta mujer asintió.
-Es lógico que tengan miedo a lo desconocido. –Hizo un gesto de desprecio y prosiguió. –¡Ignorantes! No saben lo que se van a perder.
Un camarero se acercó hasta nuestra mesa para servirnos, la diminuta anciana guardó silencio mientras éste depositaba los platos. En el momento en el que se alejó volvió a hablar.
-Cuando era muy joven viví una situación muy parecida a la que se ha producido en esta excursión, aunque el transporte no era el mismo. –Tomó el vaso y bebió un sorbo de agua para continuar con su relato. Echó una discreta ojeada a las otras mesas para cerciorarse de que nadie nos prestaba atención y a continuación, prosiguió con su relato.
-Cuando era joven yo poseía un don. Por inverosímil que te parezca, aquella gracia, por llamarla de alguna manera, cambió toda mi vida.
-¿Y en qué consistía ese don? –Le pregunté interesada.
-Consistía en algo sencillo o, al menos, a mí me lo asemejaba.
-¿Sí? ¿Qué era? –Pregunté entre interesada y divertida.
-Muchas veces, cuando me encontraba en una habitación algunos de los objetos de las mesas o las estanterías se movían elevándose por encima de mi cabeza.
-¿En serio? –Le interrumpí con cierto tono escéptico.
-¡Por supuesto! Si había una caja de lápices éstos salían del estuche y danzaban por la sala o se cambiaban los objetos de sitio sin llegar a tocarlos. Siempre me han gustado las flores, por eso allá donde iba a pasar un tiempo tenía un jarrón lleno, pero, cuando mi don se manifestaba, éstas se marchitaban al instante. 
-¡Qué extraño! –Le atajé intrigada.
-Se debía a un descenso drástico de la temperatura provocado por mi don.  Una corriente de aire helado las secaba de inmediato.
-¡Asombroso! –Exclamé. –¿Y eso le ocurría con frecuencia?
La anciana me miró con seriedad.
-Puede que te asemeje una tontería lo que te voy a contar, pero todos estos fenómenos los provocaba un espíritu errante con el que, tras muchos tropiezos, logré comunicarme. Pero temo aburrirte con mi relato.
-No, no, al contrario. No logro salir de mi asombro. Por favor continúe. ¿Cómo tuvo el contacto con ese espíritu?
Prosiguió.
-La primera vez que me sucedió fue cuando tuve que acompañar a mi esposo a Londres donde permanecería unas cuantas semanas con motivo de unos negocios bursátiles. Me sentía insegura como para aventurarme a salir a la calle hasta que él regresaba de su trabajo, por eso pasaba muchas horas sola en el hotel, de las cuales, la mayoría, eran en la habitación. Un día, una de las camareras del hotel me informó de que en el hotel existía una pequeña biblioteca para los clientes. Decidí salir en busca de alguna lectura que paliase mi soledad. Aquella sala de lectura era un pequeño cuarto con tan solo dos estantes llenos de libros. Daba la sensación de que los que allí se acumulaban habían sido olvidados por los viajeros pues, en un primer vistazo comprobé que había de distintas lenguas; pensé que procederían de los cotidianos olvidos de los propios clientes. De entre todos solo había uno de ellos escrito en español con el curioso título de: Bajo su propio riesgo de un tal Ángel López de Gracia. Comencé la lectura más por curiosidad que por interés.  Desde las primeras líneas se dejaba entrever que quien lo había escrito era algún charlatán de pocas luces, mucha suerte y gran picardía. Leí la introducción y pensé en abandonarlo casi al instante, pues aquello semejaba ser una charlatanería sin sentido, sin embargo, algo de aquella verborrea me atrajo. Seguí leyendo el primer capítulo titulado el cual había titulado como «El poder de la mente». Para mi sorpresa, no tenía nada que ver con lo escrito que le precedía. Me fascinó. El autor manejaba una cantidad de términos científicos que desconocía. Tuve la sensación de que el texto escondía algo más que la superchería que había mostrado en las primeras páginas.
Permanecía absorta en la lectura cuando noté un chasquido junto a mí. Al principio, no le presté mucha atención hasta que éste se convirtió en un sonido agudo. Levanté la cabeza y miré a mi alrededor intrigada por saber de dónde procedía. Me encontraba sola, a pesar de todo, aquella especie de zumbido, no dejaba de emitirse cerca de la butaca donde me encontraba sentada. Tras unos segundos de duda, volví a enfrascarme en la lectura, pero el susurro se hizo más intenso, a continuación, pude ver humo junto con el olor característico de los…

II
-¿Humo? –Le interrumpí. –¿Se quemaba algo?
La anciana soltó una risita y continuó con su relato.
-El espíritu intentaba contactar conmigo fuese como fuese, así que tomó una caja de cerillas que había sobre la chimenea y fue encendiéndolas una a una. Los fósforos ardían provocando un pequeño destello que iluminaba a lo que semejaba ser una sombra. Los encendió hasta que se cercioró de que captaba mi atención. Por un momento se produjo el contacto visual hasta mostrar su personalidad. Se trataba de una mujer inglesa; me dijo que se llamaba Stella Cransh quién murió en 1898 víctima de las heridas que le propinó su esposo a causa de un ataque de celos. Bastaron unos pocos segundos para ponerme en antecedentes de cómo había sucedido su asesinato, el cual quedó impune ante los ojos de la ley. No sabría explicar cómo lo hizo, pero me transmitió la profunda pena que sentía, junto con la amargura de no poder descansar en paz.
Cuando terminó ese encuentro quedé tan exhausta que no tenía fuerzas ni para levantarme del sillón donde me encontraba. De pronto se abrió la puerta de la biblioteca y entró un caballero. Esbozó un saludo, pero al verme tan pálida y casi sin aliento, me obsequió con un poco de agua con la que recobré las fuerzas. Cuando fui capaz de articular alguna palabra, le pregunté si había visto salir a alguna mujer de aquella sala, a lo que me respondió que había percibido una especie de gemido que le impulsó a entrar.
Harry Print, que era así como se llamaba, era un periodista norteamericano que formaba parte de una sociedad internacional de estudios paranormales y, casualmente, dicho grupo, se encontraba reunido en su congreso anual.
Aquella extraña coincidencia, junto con su cortés interés por mi salud logró que pronto me resultase sencillo sincerarme con aquel amable caballero. Le conté el raro encuentro que había sufrido con Stella Cransh relato que atendió con gran interés. Harry Print me explicó que poseía una larga experiencia en ese campo hasta el punto de haberse especializado en desenmascarar a muchos charlatanes y estafadores.
De todo aquel suceso, lo que más me preocupaba era la historia de aquella pobre mujer que había muerto sin conseguir justicia y que se veía privada del descanso de su alma. El periodista me prometió que me ayudaría en todo aquello que estuviese en su mano. En primer lugar, me animó a volver a contactar con Stella para que nos diese más datos sobre su asesinato. Le expresé mis dudas sobre la posibilidad de que se repitiese ese contacto, no obstante, el periodista insistió en que resultaba necesario intentarlo. Ante mis reiteradas dudas me propuso la que él consideraba la manera más eficaz para volver a contactar con la muerta otra vez y que era someterse a una sesión de hipnosis.
La anciana hizo una pausa para beber unos sorbos de agua. No había probado nada del plato que tenía delante ni yo tampoco. Reanudó su relato.

III

-Por aquel entonces la hipnosis se debatía en ser considerada como una innovación científica o un espectáculo de feria ambulante. Se había dado el caso de que más de un charlatán se hacía pasar por un científico renombrado para experimentar con la mente de la gente crédula y fácil de manejar. Al principio, me pareció una idea descabellada. Print intentó darme confianza para ello, pero le dije que no daría un paso de esa envergadura sin consultárselo a mi marido. Por la noche, cuando éste regresó de sus negocios en la Bolsa de Londres, le narré todo lo que me había sucedido en la sala, así como la posibilidad de someterme a la hipnosis para intentar resolver el caso. Para mi asombro, a mi marido, aquel experimento, le pareció una magnífica idea. Lo conocía bien y sabía que no creía en todo aquello que no se pudiese demostrado, palpable y por mucho que le insistí en que aquello no me parecía ni ético ni moral, insistió en que participase en lo que él mismo calificó como un verdadero experimento de la ciencia. Tras sus ruegos accedí, pero con la condición de que sólo lo haría si él me acompañaba. Como sabía que su trabajo era prioritario creí que así lograría disuadirle de su empeño, sin embargo, para mi sorpresa, accedió a hacerlo sin ninguna reticencia de tener que perder un día entero en dicho episodio.
Arropada por mi marido y por el periodista Print, llegué a la casa del hipnotizador. La sola idea de que alguien pudiese entrar en mi mente sin mi permiso me daba pavor. El hipnotizador, que se autodenominaba doctor en la ciencia de la ilusión, había colgado un rótulo a la entrada en la que se podía leer la siguiente leyenda:

«Estas en la morada del Gran Filias hipnotizador
 mago y doctor en la ilusión.»

A continuación, con letras más pequeñas advertía:

«Eres bien recibido si crees en la magia,
de lo contrario, no te molestes en llamar a la puerta.»

Quien abrió la puerta fue un hombre bajito de cara muy redonda. Lucía unos grandes bigotes que retorcía como si fuesen auténticos muelles. Vestía de riguroso negro, sin embargo, no lograba esconder su rechoncha panza.
Harry Print y mi marido le expusieron lo que ellos consideraban que me había sucedido como si se tratase de un fenómeno extraordinario. Con todo lujo de detalles ambos le contaron todo lo que me había sucedido. El hipnotizador les escuchó sin decir ni una palabra. Esperó a que ambos concluyesen sus explicaciones para pedirme que fuese yo, con mis propias palabras, la que le contase mi experiencia.
Debo admitir –Dijo la anciana tras realizar una larga pausa. –Que le describí el fenómeno paranormal que había vivido con pavor. No podía sentirme segura de algo que se escapaba a lo que se suele tener como normal; mientras se lo contaba, el hipnotizador, se quitó la chaqueta y se vistió con una túnica morada ribeteada con una cenefa dorada. De una cajita que tenía sobre la mesa extrajo un anillo remachado con un gran ojo que se colocó en el dedo índice. Aquel artilugio parecía tener vida propia pues, cada vez que movía la mano semejaba que miraba a través de él. Intenté ignorarlo, pero, como si se tratase de un imán, me sentí seducida por el ojo que se movía al antojo de la mano del Gran Filias. Tardé muy poco en quedar atrapada por aquella superchería y sumirme en un profundo sueño.
Cuando me desperté me sentí muy cansada. No recordaba absolutamente nada de lo ocurrido en la casa del hipnotizador y esa inconsciencia me duró hasta en el trayecto de regreso al hotel. Lo curioso es que nunca he sabido qué ocurrió durante esas horas. Se borraron de mi mente como si nunca hubiesen llegado a suceder.
La anciana dejó de hablar cuando el camarero comenzó a dar vueltas a nuestro alrededor. Los excursionistas se levantaban de sus mesas y con ese gesto, parecía animarnos a que los imitásemos. La anciana tomó el pan que había sobre la mesa y lo guardó en su bolso. A continuación, se levantó indicándome, con un gesto de su cabeza, que la siguiese. Nos dirigimos hacia el autobús donde el resto de los miembros de la excursión ya se habían subido. El trayecto fue en completo silencio. La anciana esbozaba una sonrisa que contagiaba serenidad. Subimos al autobús. El alboroto de los otros excursionistas provocó que ambas permaneciésemos en silencio durante un buen rato. Cuando se calmó el ambiente, la anciana me miró y comentó:
-Creo que por mi culpa no has podido comerte el postre.
-No se preocupe. –Le respondí. –No tiene mayor importancia. Pero sigo muy intrigada por saber qué le ocurrió después de someterse a la sesión de hipnosis.
La anciana soltó una risita parecida a la cantinela de una cascada.
-¿De verdad quieres saberlo?
-¡Por supuesto! –Contesté con toda la rapidez que pude. –Volvió a contactar con el espíritu de Stella Cransh, ¿verdad?
-Por muchos esfuerzos que he hecho nunca he sabido qué sucedió en la casa del hipnotizador. Ese tiempo oscuro representa como mirar a un abismo sin fondo con una sensación amarga de vacío. Después de aquello –Prosiguió con la historia. –Estuve más de un día sin moverme de la cama. Mi marido se encontraba asustado al verme así y el periodista Print se sentía culpable de haberme inducido a la sesión de hipnosis. En mi mente se entremezclaban los miedos y las sombras hasta que acumulé el suficiente valor para levantarme de la cama. Tanto mi marido como el solícito periodista norteamericano me agasajaron hasta hacerme recuperar las fuerzas y el ánimo. Los dos temían dejarme sola, pero tuvieron que asumir que si no lo hacían no volvería a contactar con el espíritu de Stella Cransh y el misterio de su muerte quedaría por resolver.
-¿Y lo logró? –Le pregunté con gran interés.
-¡Claro! Stella necesitaba descansar en paz y para ello precisaba de alguien como yo que le ayudase a lograrlo. Cuando la evoqué no tardó ni medio segundo en manifestarse. Parecía leer mi mente pues, algo que no sabría cómo explicar, me sentía más receptiva a su presencia. Era como si una ventana se hubiese abierto en mi cabeza y por ella se pudiese filtrar la personalidad de la muerta. Ya no hacía falta que la viese o sintiese porque ya había logrado entrar en mí.
-¡Asombroso! –Grité.
-Por difícil que pueda resultar de imaginar Stella Cransh se acomodó en mi cabeza.
-¿La poseyó? –Le interrumpí asustada.
-¡Por supuesto que no! –Me contestó con rapidez. –Eso son paparruchadas cinematográficas que nunca se dan en la vida real. Nadie puede poseerte porque si lo hiciese anularían tu propio espíritu. La pobre Stella, carente ya de un cuerpo físico, necesitaba a alguien que la transportase, por eso se instaló en uno de los recovecos de mi mente. Ella me llevó hasta la casa donde fue asesinada, localizamos el arma homicida que la policía había sido incapaz de encontrar.
-¿Cómo la mató? –Volví a interrumpirle.
-¡No seas impaciente! Todo a su tiempo. Hacía tiempo que su marido la maltrataba. La encerraba en la casa cuando él se iba e, incluso, había llegado a atarla a una silla para asegurarse que no escaparía.
-¡Canalla! –Dije sin poder ocultar mi indignación.
-Sí y, por desgracia, resultó impune por todo aquello que le hizo.
Los nuevos habitantes de su casa resultaron ser una adorable joven pareja. Tuve que mentirles diciéndoles que, en otro momento, había vivido allí y que tenía deseos de verla por dentro. Fue Stella la que me indicó lo que debía buscar en el salón, aunque había cambiado tanto desde que ella vivió allí hasta entonces que le resultó muy complicado encontrar lo que buscaba, no obstante, supo localizarlo con gran facilidad.
-¿Qué buscaba? –Le interrumpí ansiosa por saber de qué se trataba.
La anciana sonrió ante mi desmesurado interés.
-Algo muy simple. En uno de los ángulos tenían expuesta el ánfora que había sido del padre de Stella y donde su marido había escondido la prueba del delito. A través de mis ojos Stella encontró lo que buscaba.

IV
-Ante la atónita mirada de la joven pareja, metí la mano en el interior de la vasija y extraje la llave de la caja de seguridad del banco. Cuando me despedí de la encantadora pareja que vivía en su casa creo que Stella realizó algo insólito, puesto que, muchos años después, volví a verlos y ambos negaron haberme visto en ningún momento de sus vidas.
-¿En serio? –Le dije sorprendida. –Quizás les borró esos minutos de sus memorias.
-Todo es posible. –Afirmó la anciana que cayó como si no fuese a continuar con su relato.
-Ya tenía la llave y entonces…
La anciana sonrió ante mi insistencia por saber el final del relato.
 -Y entonces me dirigí a la sucursal del banco donde Stella Cransh tenía la caja de seguridad.
-Pero no podría acceder. –Me adelanté a puntualizarle.
-¿Por qué lo dices?
-Pues porque esas cajas sólo pueden abrirlas sus titulares y usted, aunque tuviese la llave, no lo era.
La anciana me miró con sorna.
-Tienes razón, pero sólo en parte. Te olvidas de un detalle y es que Stella estaba conmigo. Yo sólo tuve que prestarle mi cuerpo durante unos minutos. Ella fue la que se personó para hablar, identificarse y firmar con su propia letra y el problema estuvo resuelto.
No podía salir de mi asombro. La anciana me había dicho que el espíritu de Stella no la había poseído, sin embargo, cuando necesitó de su ayuda, ella se apartó y le dejó hacer con su cuerpo todo lo que se le antojó.
Su risa sonó como una veloz corriente de agua.
-Sé lo que estás pensando, pero te equivocas. Te repito que ni por un instante el espíritu de Stella llegó a adueñarse de mi voluntad. Piensa que ambas habíamos llegado a un acuerdo y nada más. Pero si no te convencen mis palabras dejo el relato en este punto y ya está.
-No, no, por supuesto que lo creo todo. Es sólo que me parecía imposible que un fantasma tuviese la posibilidad de hacer todo lo que me ha contado.
-Te sorprenderías de ver lo que es capaz de lograr un espíritu. Pero sigo con el relato que ya casi está tocando a su fin.
-Sí, por favor.
-Abrí la caja y allí estaba la daga con la que fue asesinada Stella junto a un paquete de cartas atadas con una cinta, además de una nota dentro de un sobre.
La anciana cayó.
-¿Y?
Me miró muy seria. Tardó en hablar.
-No hacía falta que las leyese. Stella se encontraba en mi cerebro y ella conocía perfectamente lo que decía aquella nota.
-Por supuesto que ella lo sabía y que usted lo compartía, pero yo no y tengo mucha curiosidad por saber el final de la historia.
En ese instante el autobús se detuvo. Los ocupantes se dieron mucha prisa por desalojar el vehículo. La anciana se levantó y con una agilidad pasmosa fue una de las primeras en apearse del vehículo. Corrí tras ella, pero por mucho que lo intenté no logré alcanzarla. Desapareció de mi vista. Pregunté a algunos de los ocupantes de la excursión, pero ninguno supo darme ninguna razón sobre ella. Me acerqué al conductor y le pregunté se la había visto.
-¿Qué anciana? En esta excursión no había ninguna.
-Se trataba de una mujer muy mayor, pequeñita. Ha estado sentada conmigo durante todo el viaje.
El conductor me miró y con una mueca extraña me respondió.
-Has estado sola a lo largo de todo el día.
Me quedé perpleja ante su respuesta.
-La verdad sea dicha que tampoco me fijo mucho en lo que ocurre o habláis entre vosotros. Siempre voy pendiente de la carretera que esa es mi obligación.
El conductor se rascó la cabeza como queriendo excusarse de su falta de información y se alejó de mí.
Cuando llegué a casa me sentí derrotada. Estaba segura de haber hablado con aquella extraña mujer que ante mi vista se había evaporado en el aire. Me senté en el sofá. Tomé el periódico del día y distraídamente lo abrí por cualquier página. La foto de la anciana estaba allí. En la noticia se decía que por fin habían encontrado el cadáver de la mujer desaparecida. La mal redactada noticia indicaba que hacía más de una década que había desaparecido. Entre los rasgos biográficos que se daba de ella, se mencionaba que era muy conocida en algunos círculos artísticos por sus relatos fantásticos publicados en revistas y que ante el éxito de los mismos que se recopilaron en un libro titulado: El misterioso caso de la anciana desaparecida. Cerré el periódico y sin poder evitarlo reí a carcajadas.