sábado, 29 de septiembre de 2018

FUERA DE ESE TIEMPO VIVIDO




Todos los años, cuando llegaba la feria de Sant Miquel de Llíria, mi padre movilizaba a toda la familia para preparar la visita.
«Vamos a la feria
Ese era uno de los principales argumentos que esgrimía para convencernos, pero no hacía falta que nos animase mucho ya que a todos nos encantaba esa fiesta. 
La fiesta era sencilla y suponía toda una experiencia para los más pequeños de la casa, es decir, yo. La víspera, mi madre, se pasaba todo el día cocinando aquellas comidas que tanto nos gustaba y que resultaba fácil de transportar en fiambreras y en bolsos. Debían de ser comidas que se conservasen bien fuera de la nevera durante varias horas.
Como mi padre trabajaba toda la semana, sólo se podía ir el domingo. El día del patrón de Llíria se celebraba el 29 de septiembre y, a partir de ese momento se iniciaba la feria que duraba ocho días. Ese domingo en casa toda la familia nos levantábamos pronto y con todo ya preparado del día anterior nos desplazábamos hasta allí con el trenet, el transporte local que comunicaba Valencia con los pueblos de la zona norte. En la estación Pont de Fusta, central de todas las líneas de transporte; allí se realizaba el trasbordo para tomar la que nos llevaría hasta Llíria. A mí me resultaba muy divertido tener que cambiar de vagón y subir a otro tramo de transporte que nos llevaría hacia un lugar distinto. Me gustaba sentarme junto a la ventanilla y poder contemplar los nuevos paisajes que, aunque no eran muy bellos, para mí tenían el encanto de la novedad.
Una vez llegábamos a la estación de la llamada la ciudad de la música la fiesta comenzaba en el primer instante de poner el pie en sus calles. Era estupendo ver a los vendedores ambulantes con sus globos de colores o los puestos de dulces de azúcar como preludio de lo que se avecinaba en la calle de la subida a la ermita. 
No recuerdo cual era la distancia entre la estación y la ermita, sin embargo, en mi memoria, sí que están los puestos de la feria, quizá fuese lo único que, en ese momento, me interesaba. Las turroneras lucían sus blancos delantales con puntillas almidonadas como queriendo competir, entre ellas, en blancura y luminosidad. Todos los años, mi padre compraba dulces y granadas para los postres de toda la familia. Siempre nos decía lo mismo: «Las granadas son un fruto divino que se toma en septiembre para la fiesta del arcángel.»
Por mi parte yo permanecía con los ojos muy abiertos y escuchaba las voces alegres de los que paseaban entre los puestos como algo extraordinario mientras nos aproximábamos a la subida de la ermita. Par mí, lo más impactante era observar a los mendigos que pedían una caridad a los devotos del santo.
«Una almoina per l’amor de Déu», era la cantinela que acompañaba la ascensión hacia el santuario. Me fascinaban sus caras tristes y ennegrecidas por haber pasado muchas horas al sol. Mostraban sus manos oscuras que extendían, junto con las voces entrecortadas pretendiendo incitar a la caridad a los que cruzábamos por delante de ellos.
Subir aquella cuesta me resultaba muy duro. Mi padre bromeaba para animarnos en la ascensión diciendo que como el santo poseía alas a él no le había importado subirse tan alto. Al final de aquella peña se encontraba la ermita lujosa y dorada que guardaba la hermosa imagen del arcángel.
La talla representaba a un atractivo joven de cara aniñada que mataba a un inmundo diablo el cual se retorcía a sus pies. Su belleza realzada por aquella corona dorada y las blancas alas, instintivo de su condición de arcángel, a mis ojos de niña impresionable contrastaban con las ofrendas de exvotos de cera que se arremolinaban junto a su altar. Cabezas, manos, brazos, pies, tórax, todos se exhibían colgados de la pared para mostrar las plegarias desesperadas de los devotos que allí acudían con sus males a cuestas.
Una vez cumplido el ritual de la ascensión, nos entregábamos a la bajada del camino, pero, esta vez, con el aliciente de dirigirnos hacia el Parque de Sant Vicent. Ese paraje estaba a dos kilómetros y medio de la ciudad. El camino hacia allí nunca se nos hacía largo. Nuestra alegría por la fiesta continuaba durante todo el trayecto. 
En ese parque también había una ermita erigida en honor al santo predicador, sin embargo, no recuerdo el haberla visitado nunca pues, ese día, el joven alado le robaba el protagonismo al terrestre sermoneador.
 En el parque el agua fluía limpia, sana y hasta se podía ver alguna que otra carpa que se movía en busca de las migas de pan que los niños no cesábamos de lanzarles.
Las rústicas mesas enclavadas bajo los pinos de aquel lugar idílico para mí acogía a varias familias, como la mía, que decidían disfrutar de un apacible día festivo. Muy próximo se encontraba un merendero que regentaba una mujeruca de aspecto desaliñado. Aquella mujer llevaba un curioso peinado cardado donde parecía anidarle alguna que otra golondrina despistada que se hubiese despistado en su partida hacia las costas africanas.
La fiesta parecía finalizar cuando las viandas, siempre tan sabrosas y llenas de los sabores caseros conferidos por las manos expertas de mi madre, se terminaban. Se remataba la comilona con el agradable sabor de las dulzonas granadas que nos recordaban el matiz otoñal de la fiesta del final del mes de septiembre.
Es curioso, con el paso del tiempo, poco a poco dejamos de ir a la fiesta de Llíria. Mi padre había comprado un coche y, sin embargo, ya no nos resultaba atractiva la aventura de ir a pasar un día de feria a finales de septiembre. Con el paso del tiempo he comprendido que algunas cosas tienen sentido en su momento justo y que repetirlas no tienen sentido puesto que se encontrarían fuera de ese tiempo vivido.

*Escrito en octubre de 2015.
 







martes, 11 de septiembre de 2018

LOS EXTRANJEROS



Aquel día llovía por lo que viajar en el trenet resultaba más incómodo que nunca. A esa hora coincidíamos los estudiantes de todas las edades, los empleados de las tiendas sitas en Valencia y las empleadas de hogar. Los más impacientes por subir al transporte siempre éramos los más pequeños, por eso, cuando escuchábamos el pitido que el maquinista solía dar para avisar de su llegada al paso a nivel, nos apresurábamos a salir de la minúscula estacioneta. La intensa lluvia provocaba que chocarán entre sí los paraguas y las carteras de los colegiales por abrirse paso hacia las puertas del convoy. Mi hermana y yo nos dimos mucha prisa por subir, pues, nuestras ágiles piernas, de niñas escolares, nos permitían correr más que a los más mayores. Ya dentro del vagón buscamos un asiento libre. A las dos nos gustaba leer durante la media hora que duraba el trayecto, por eso sentadas podíamos hacerlo con mayor comodidad. Quedaban dos huecos separados así que corrí para ocupar uno y mi hermana hizo lo mismo. Me acomodé y, en ese instante, me percaté de que mi cartera estaba completamente empapada. Saqué un pañuelito que tenía en el bolsillo del uniforme y comencé a secarla, pues temía que el agua de la lluvia entrase en el interior y mojase mis libros y libretas. Me encontraba tan atareada en secarla que apenas miré a los otros viajeros que venían de las anteriores estaciones. Quizá no me habría fijado en ellos de no haber sido porque mantenían una conversación animada en un idioma desconocido. Levanté la cabeza y observé a la pareja sentada delante de mí. Por sus ropas y rostros, con evidentes quemaduras del sol de la playa, deduje que eran turistas. Hablaban con el hombre que se encontraba sentado a mi lado. Me volví a mirarlo y cuál fue mi sorpresa cuando le reconocí al instante. El interlocutor de aquella pareja de extranjeros era un hombre de mi pueblo. Sólo lo conocía por las malas referencias que había escuchado de él. Se decía que había entrado en la cárcel muchas veces por varios delitos, pero, sobre todo, su mala fama había aumentado por su crueldad con respecto a toda su familia. Con rapidez retiré la mirada. Un escalofrío recorrió mi espalda. Volví la cabeza en busca de mi hermana que permanecía enfrascada en la lectura de un libro por lo que, por mucho que intenté llamar su atención, no se fijó en mí.
En la siguiente estación subieron muchos pasajeros que se agolparon en los pasillos, por lo que la distancia que nos separaba, a mi hermana y a mí, se agrandó todavía más. Tragué saliva. Volví a mirar a la pareja extranjera y vi que me sonreían. Una frase incomprensible para mí salió de la boca sonriente de la mujer y, a continuación, su pareja la secundó con un movimiento de cabeza y una sonora risa que me preocupó. Me sentí azorada ante lo que parecía ir dirigido hacia mí y que no lograba entender.
-No te asustes. –Me dijo el hombre de mi pueblo que se encontraba sentado a mi lado. –Comentan que les pareces muy guapa.
Sus palabras provocaron el efecto contrario al que pretendía y mi inquietud creció con aquel halago que, en mi cabeza de niña asustadiza, me sonó a amenaza. De pronto los tres dejaron de mirarme y continuaron charlando entre ellos en el idioma extranjero que tanto había despertado mi curiosidad.
Durante todo el trayecto estuve encogida sobre mi cartera observando, de soslayo, a la pareja de turistas que mantenían una conversación animada con ese hombre con fama de cruel. Inquieta como me encontraba, al poco de divisar los andenes de la estación central del trenet de Valencia, conocida por el nombre de la del Pont de Fusta, salté de mi asiento, antes de que el convoy se detuviese para dirigirme a la puerta. Busqué con la mirada a mi hermana, pero la gran cantidad de pasajeros me impedía que pudiese moverme con agilidad para reunirme con ella. Me sentía nerviosa y preocupada por alcanzar la salida cuando de pronto sentí una mano sobre mi hombro.
-No corras, te puedes caer y, entonces, te harías mucho daño con esa pesada cartera de libros que llevas.
La fuerte mano de aquel hombre, que tanto me había impresionado por su fluida conversación con los extranjeros, me sujetaba por el hombro pretendiendo retenerme. Como pudo me desasí y corrí en dirección a la puerta del vagón. Di un salto para salvar los dos escalones de madera del trenet hasta alcanzar el andén donde ya estaba mi hermana esperándome. Casi no llovía así que libres de los paraguas corrimos hacia la salida. Cuando nos detuvimos en el semáforo, casi atragantándome, le conté a mi hermana lo sucedido en el vagón con aquella pareja de extranjeros y el hombre de mi pueblo. Me miró y me dijo:
-Seguro que hablarían en alemán.
-¿Alemán? ¿Él sabe alemán? –Le pregunté incrédula.
-¡Claro que sí! –Me respondió mi hermana con el aplomo que suele tener en sus contestaciones. –Ese hombre ha recorrido media Europa y seguro que, por lo menos, sabe hablar francés y alemán con fluidez.
Sorprendida por sus palabras le dije que a santo de qué él había viajado tanto si su fama era la de un delincuente y mala persona capaz de todo.
-Sí, tiene esa fama y me parece que no es equivocada, por eso, puede que haya aprendido todos esos idiomas en las cárceles de esos países.
Mi asombro creció más si cabe. Llegamos a la puerta del colegio y cada una nos dirigimos a nuestra aula.
Creo que fue la primera y única vez que lo vi tan de cerca en aquel corto trayecto. Muchos años después me enteré de su muerte. Lo encontraron muerto dentro de un barco en el puerto de Cádiz. Según se dijo había cometido alguna de sus habituales fechorías y huyendo de la justicia española se había enrolado en ese barco. Quizá la vida desordenada que había llevado terminó con su corazón con aquel inesperado infarto. Avisaron a la familia y la noticia se extendió por todo el pueblo. Aquel hombre que tantas preocupaciones había provocado a todos falleció intentando huir del país en el interior de un barco alemán.