sábado, 26 de noviembre de 2016

CARA DE PEZ


Cara de pez me daba miedo. Sentía un fuerte escalofrío ante su presencia.
Cada día, los niños de la calle, después del colegio, con la merienda en la mano, solíamos jugar juntos menos Cara de pez, que, como era el mayor, no se acercaba al grupo. Su aspecto descuidado y su sobrepeso aún le hacían parecer más monstruoso ante los ojos de todos los niños y también ante los míos. Aquella temporada se jugaba con las canicas. Resultaba divertido golpearlas con los dedos y escuchar el repiqueteo de los golpes entre ellas como si fuesen a desintegrase. Las reglas eran muy sencillas: el que más golpes les daban podía moverlas en la dirección que se le antojase sin perder el turno de tiro y así hasta que las ganaba todas. Esa tarde, Javier, estaba en racha y estaba a punto de terminar la partida cuando se acercó al grupo de niños Cara de pez. En la mano llevaba un palito y sus canicas. Nos quedamos todos quietos esperando a que dijese algo. Levantó la bolsita y, a continuación, dijo algo que ninguno entendimos. El gesto que hizo parecía indicar que pretendía que jugásemos con él. Habló con frases inconexas y, a duras penas, entendimos que quería explicarnos un juego que se había inventado. En ese instante, nuestro interés por ganar el mayor número de bolas desapareció y, poco a poco, los niños de la calle, se marcharon a sus casas. Distraídamente, me quedé rezagada y cuando me di la vuelta sólo estaba yo a la que Cara de pez enseñaría las normas.
-Se llama “picar y repicar”. –Dijo como tragándose las palabras hacia el interior de su boca.
Entre tartamudeos, provocados por el miedo que me daba, le contesté que no sabía qué era aquello y, entonces, soltó una catarata de palabras a medio terminar de las cuales no comprendí nada, pues parecía lo que quería decir retornase a su garganta. Tuve la sensación de que hablaba para sí mismo con aquella voz de tono osco y oscuro. Le miré a los ojos y me asustó su mirada perdida en el pequeño infinito de su propia confusión. Quería irme, pero el miedo que sentí me mantenía paralizada escuchando aquellas normas ininteligibles. Estaba a punto de gritar cuando vi a mi padre que regresaba del trabajo. Desde lejos me llamó para que fuese a darle un beso. Cara de pez miró a mi padre y dejó de hablar. Recogió las canicas y el palito y, sin decir nada más, se fue hacia su casa. Me sentí aliviada. Aquella cara redonda, de labios gordinflones y mirada perdida, se había ido. Se lo conté a mi padre, pero no me contestó. Me sorprendió su silencio.
Cara de pez vivía muy cerca de mi casa, sin embargo, le desconocía y sólo sabía aquello que su madre contaba cuando nos visitaba. Decía que era un buen chico, pero que alguien le insultó llamándole: “gordo cara de pez” y, desde entonces, había cambiado completamente.
Cara de pez no conseguía pasar los cursos en la escuela. No entendía el castellano, esa lengua en la que hablaban en la escuela, en la televisión y que tan sólo estaba en los libros que no leía. Cada día le costaba más comprender lo que le enseñaban en la escuela. Allí se aburría tanto que para pasar el tiempo se llevaba comida y, sin que el maestro lo viese, la engullía.
A Cara de pez no le molestaba que le llamasen así, al contrario, hasta adoptó este mote como su nombre propio, pero sí se enfadaba cuando le llamaban gordo, tanto que, un día, en el patio de la escuela, le dio un puñetazo a un niño porque se burló de él. El maestro se lo dijo a su madre y ésta le restó importancia a ese hecho, así que, a partir de ese instante, nadie le volvió a llamar gordo, era muy fuerte y eso causaba cierto respeto. No consiguió pasar los cursos y cuando tuvo la suficiente edad, como para poder ir a trabajar, abandonó la escuela. Su padre le dijo que para ser un buen labrador no le hacía falta saber nada que no fuese cómo plantar las hortalizas, regar un campo o cuidar del huerto de los naranjos, además, ya tendría tiempo de aprender y hacerse un hombre cuando hiciese ‘la mili’, pues, del ejército, uno salía de allí hecho un hombre hecho y derecho.
Aquel verano, Cara de pez, dio un buen estirón. Adelgazó varios kilos, aunque él continuaba sintiéndose gordo. Se hundió más en sí mismo y terminó por comerse todas las palabras sin dejar escapar ni una de aquellos labios gordinflones. Una tarde muy calurosa sesteábamos sentados bajo la parra. Se oyó un pequeño derrape y apareció Cara de pez con la moto movillette de su padre. Directamente se dirigió a mí y farfulló algo como queriendo decir que veía a buscarme. Sentí mucho miedo. Me asustó aquella mirada indefinida y aquella boca de labios gordinflones que casi no dejaba salir las palabras. Mi padre le atajó preguntándole si el suyo le había dado permiso para cogerle la moto. Cara de pez hundió la cabeza y, tras una larga pausa, soltó un ‘sí’ misterioso. Pocos segundos después dijo a gran velocidad:
-Hace mucho calor. Ven a darte un baño conmigo a la balsa de riego.
Tensa, sin saber muy bien qué contestarle, dejé la boca abierta antes de poder pronunciar una negativa. Mi padre, con amabilidad, esa que tanto le caracterizaba para hablar y con la que conseguía que nadie se sintiese herido con sus palabras y opiniones, se dirigió a Cara de pez para explicarle que eso no podía ser porque, en aquella balsa, ya se había ahogado mucha gente y era peligroso, además, yo no sabía nadar.
-Yo sé nadar y no dejaría que ella se ahogase –Gritó, Cara de pez, como si hubiese sido una ofensa el dudar de sus cualidades. –Además, en septiembre, me marcho a hacer ‘la mili’ y entonces ya volveré hecho un hombre.
Aquella última explicación sonó como una despedida. Mi padre, con esfuerzo, consiguió convencerle de que se marchase y dejase de insistir en llevar a cabo aquel descabellado baño.
No volví a ver a Cara de pez. En otoño, su madre, nos mostró, orgullosa, la fotografía de su hijo vestido de militar. En la foto llevaba una boina ladeada y un uniforme de color caqui. Casi ni me fijé en aquel traje, en realidad lo que más destacaba era aquella mirada perdida que, en aquella fotografía, parecía estar aún más alejada de la realidad.
Una vez terminada la obligación del ejército, Cara de pez, regresó a casa. Tampoco había conseguido aprender nada de lo que le enseñaron. Continuaba sin entender en castellano. Su padre dijo que ya era todo un hombre. Le compró una furgoneta. Posiblemente él hubiese preferido una moto, pero en su casa le convencieron de que, en realidad, necesitaba un vehículo donde poder llevar los aperos del campo, pues el animal de tiro, ya comenzaba a flaquear y pronto moriría de puro viejo.
Cara de pez fue al campo con la furgoneta; pasaba el día entero en sus tierras, siguiendo las instrucciones de su padre, porque él seguía sin tener ni una iniciativa.
Con el tiempo, me olvidé de Cara de pez y su mirada perdida. Mi vida había tomado un rumbo distinto fuera del pueblo.
Un domingo por la noche, la madre de Cara de pez, llamó a nuestra puerta muy asustada. Su hijo no había regresado de Valencia desde el sábado. Entre sollozos contó que su marido le había ordenado que fuese a la ciudad, pues, allí conocería a alguna chica y seguro que encontraría novia. Según su padre, debía casarse y tener descendencia y así, alguien de la familia, heredaría sus tierras. En la casa estaban todos muy preocupados. Nadie sabía qué le habría podido haber sucedido. Su hermana y su novio estuvieron buscándole todo el domingo, hasta que, por fin, lo encontraron sentado en un banco de la calle. Estaba desorientado y no dejaba de repetir que le habían robado la furgoneta. Les costó bastante encontrarla, pues, lo que realmente había sucedido era que no recordaba dónde la había dejado aparcada.
A partir de ese instante, Cara de pez, ya no volvió a salir de casa. Tenía miedo de volver a perderse, incluso cuando debía ir al campo. El médico del pueblo le diagnosticó un brote psicótico depresivo. Le recetó unos ansiolíticos muy fuertes y aconsejó, a sus padres, que lo llevasen a un buen psiquiatra, pero ambos  se negaron, pues, según ellos, a su hijo no le pasaba nada y lo único que necesitaba era una buena mujer.
Una noche se escuchó un golpe seco y, a continuación, un grito muy fuerte en medio de la calle. Todos los vecinos salimos alertados por aquellos ruidos. Cara de pez estaba en medio de la calle gritando palabras ininteligibles y, con un garrote, partía los cristales de su furgoneta. Su padre intentó detenerle, pero él también recibió un golpe de aquel garrote que le tronzó el hueso del antebrazo. A los municipales les costó bastante reducirle y calmarle. Aquella misma noche fue ingresado en el psiquiátrico donde permaneció varios meses. Cuando volvió a casa, Cara de pez, estaba mucho más gordo y fofo que nunca. Seguía comiéndose las palabras sin dejarlas salir de sus labios gordinflones. Lo vi una vez y su mirada  indefinida, perdida, me hizo sentir el mismo miedo que me inspiraba desde niña.
En noviembre de ese mismo año lo encontraron muerto en su cama. No se le hizo la autopsia. Su padre no lo consintió. En la casa no se volvió a hablar de Cara de pez. Se escondieron sus cosas. Se vendió la furgoneta. Era como si nunca hubiese existido.

De Cara de pez ya queda poca cosa, tan solo está la lápida de su nicho donde aparece escrito su verdadero nombre y la fotografía del servicio militar con la gorra ladeada. Quizá, alguno de los más mayores del pueblo, lo recuerden. Voy poco al cementerio, pero si paso por delante de su nicho sigo sintiendo el mismo miedo a esa mirada perdida e indefinida.

domingo, 20 de noviembre de 2016

RETAZOS DE LA COTIDIANIDAD

14 de noviembre de 2016,  DE LA VIDA COTIDIANA:
Veo en un escaparate una prenda que me gusta. Entro en la tienda y le pregunto a la dependienta:
-¿Hasta qué talla tienen?
Ella me mira de arriba a bajo y me contesta:
-Vale 156 euros.
A lo que le contesto:

-No me suelo vestir con precios.

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16 de noviembre de 2016,  LA VIDA COTIDIANA:
Te encuentras con unos amigos, los saludas y te cuentan todos sus problemas de insomnio; pacientemente les escuchas y cuando por fin te dejan hablar, entonces te dicen que tienen prisa y te dejan con la palabra en la boca.
Me despido y mientras regreso a casa pienso:
Con un poco de suerte alguien leerá mi blog y así podré contar lo que quiero a los demás.


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 18 de noviembre de 2016, LA VIDA COTIDIANA:
Después de una mañana llena de trámites burocráticos y sanitarios, la cercanía a la hermosa playa de la Malvarrosa y el día veraniego en pleno otoño ha invitado a que nos quedásemos a comer en la playa.
El restaurante estaba lleno, pero siempre sientes curiosidad por tu vecino de mesa. Esta vez se trataba de dos mesas, una estaba ocupada por una pareja alemana. Hablaban poco, pero tras cuatro platos de arroz variados se les acabó la parquedad y han mantenido una conversación animada, quizá haya sido propiciada por el estómago saciado. La otra mesa contigua estaba ocupada por la típica familia valenciana. La conversación ya había comenzado desde el principio, ha aumentado con los entrantes y se ha prolongado hasta la infusión, es decir, lo mismo que ocurría en nuestra mesa.
Quizá me equivoque, pero creo que no sólo la hermosa luz que tenemos nos hace habladores sino que la estupenda comida también lo alimenta. Posiblemente los turistas alemanes, cuando regresen cuenten: cuánto hemos comido y cómo hablan los españoles no paran ni comiendo.


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20 de noviembre de 2016, LA VIDA COTIDIANA CON LA VECINA SORDA
Hoy el día ha cambiado por completo. Hemos pasado del día de ayer completamente veraniego a hoy nublado y otoñal con un poco de lluvia. Debía salir a comprar el periódico así que, casi, al tuntún, he abierto el armario y he sacado un chaquetón que hacía unos años que no usaba. En el kiosco me he encontrado a mi vecina sorda. Me ha saludado y me ha mirado de pies a cabeza:

-¡Qué bonito chaquetón llevas! ¿Es de piel? -Mientras me lo preguntaba me ha tocado la manga.
-No, es sintético. Es de pura apariencia. -Le he contestado.
-Pues no te lo había visto nunca. -Ha insistido.
Me he visto obligada a decirle que lo había retirado porque me venía un poco estrecho y ese era el motivo de no usarlo.
-Debes de volver a ponértelo porque como has perdido unos cuantos kilos ahora te está muy bien y das el pego.
Bueno, no sólo he comprado el periódico sino que he pasado el examen dominical de mi querida vecina. ¿Habrá sido la visita de Gripe la que ha obrado el milagro?

sábado, 12 de noviembre de 2016

EL TIEMPO EN LA BARBERÍA




Julián, el barbero del pueblo, tenía la costumbre de madrugar mucho, tanto que, a veces, llegaba antes que el sol. El lunes madrugaba aún más que el resto de la semana con el único fin de poder sentarse en el escalón de la entrada de su barbería y, así, contemplar el cielo todavía lleno de noche. Desde esa particular atalaya realizaba su pronóstico meteorológico del día. Consideraba que la posición de los planetas Júpiter y Venus, con respecto a la Luna, componían el verdadero medio para el perfecto análisis meteorológico. Con la salida del sol, el barbero, daba por concluido su estudio diario. A continuación, esperaba la llegada de su amigo, el droguero, para discutir el pronóstico. Aquel hombre, de carácter reservado, se había convertido uno de sus principales interlocutores de su afición.
El droguero, de origen catalán, apareció, un día, por el pueblo, cargando con su propio negocio de botica, no obstante, pronto tuvo que abandonarlo cuando se abrió la primera farmacia pues carecía de un título legal de boticario que le permitiese expender recetas. El catalán se vio obligado a cambiar su negocio primigenio por una auténtica droguería. En su tienda vendía de todo: detergentes en polvo, pastillas de jabones, lejía, almidón, azufre, bicarbonato, sosa cáustica, tierra para limpiar los cubiertos de alpaca, etc.  Poco a poco, fue añadiendo, a los productos de limpieza, otros surtidos como: los frutos secos, las legumbres y los cereales de temporada, entre otros. Aquella amalgama, que, en un principio, podría parecer caótica, para algunos, poseía su lógica en la cabeza de aquel comerciante nato que lo controlaba todo valiéndose de su prodigiosa memoria. A pesar de que su tienda ya no expendía ni medicamentos ni drogas, en el pueblo se le mantuvo el calificativo de droguero frente al que podría haber sido más correcto que habría sido el de tendero. Con el negocio encauzado ya se casó con una chica del lugar y así se convirtió en uno más de la comunidad; poco después, ya nadie recordaba cuándo fue el primer día en el que llegó allí. Era hombre de pocas palabras. Se sentaba en el escalón de la barbería, junto a Julián, y, pasados unos minutos, pronunciaba, a modo de saludo, su peculiar predicción:
-Esta noche he dormido inquieto, quizá sean esas nubes que asoman las culpables. –Decía la frase ceremoniosamente y sin mirar a la cara a su amigo que sí lo atendía con interés. –Deben de estar cargadas de agua.
-Droguero, seguro que vuelves a equivocarte. Ya te lo he dicho: sólo lloverá con la luna nueva de septiembre.
Sentados allí podían pasar varias horas discutiendo cuál de los dos acertaría esta vez. Transcurrían las horas sin que ninguno de los dos cediese sobre el augurio hecho. Sin advertirlo a ambos se les pasaba el día.
-¿Lloverá ya?
Algunas veces solía intervenir Ramón, el alguacil, eternamente montado en su bicicleta. Aquel verano tórrido y seco era la preocupación de todos los del pueblo.
-Julián, no necesitamos lluvias, necesitamos cosechas.
Sento, el labrador solitario, con su eterna prisa, no se entrometía en sus cálculos, pero, con su paso rápido y su repetida sentencia que constantemente lanzaba al barbero cuando pasaba por delante de la barbería, siempre desbarataba las conversaciones de los escrutiñadores del tiempo atmosférico. Aquel hombre reservado vivía en la parte más alta del pueblo acompañado solamente por sus animales. Cuando bajaba, al centro del pueblo, iba directo a lo que necesitaba y nunca se detenía a hablar con nadie.
-Yo creo que no caerá ni una gota hasta antes del mes de septiembre. –Repetía, el barbero, rotundo y sin admitir discusión a sus pronósticos.
-Nunca hemos tenido un verano tan seco como el de ahora. Por las fiestas de agosto, siempre ha llovido, pero, este año, ya han pasado y sin pena ni gloria. –Insistía el droguero.
-Querrás decir sin una gota. –Le puntualizaba, Julián, a sus palabras.
El barbero sabía de la suspicacia de su amigo cuando era rectificado, por eso, en ese instante, daba por concluida la conversación. Se levantaba y se dirigía a la droguería donde alguna clienta andaría de cháchara con su mujer, quien, al casarse con él, también había adquirido el sobrenombre de droguera.
* * *
Y así llegó el primero de septiembre y la tan esperada lluvia seguía sin dar señales de remediar aquella pertinaz sequía. Como cada lunes, los amigos, discutían sobre si aquello era un signo especial del tiempo, aunque, aquel día, hubo otra novedad en el pueblo y fue la llegada de un extraño. Con cabellos desaliñados y acordes con un vestuario compuesto por una chaqueta y pantalón desgastados por haber dormido con ellos puestos en más de una ocasión, junto con unos zapatos de tacones medio comidos por el uso, no les hizo el efecto de ser muy pudiente. El secretario del ayuntamiento, don Roberto González Montart afirmó ser su tío y todos creyeron en su palabra. El joven dijo llamarse Miguel Montart. Lo que más destacaba de él eran sus modales educados y sus formas refinadas para tratar a todos, quizá por eso contrastaban tanto con la pobreza de su atuendo. Coincidió su llegada con que era el lunes y, el visitante, decidió acercarse a la barbería con la intención de asearse la barba y retocarse el pelo. Como ese día no solía haber nadie, pues los hombres del pueblo dedicaban a dichos menesteres la mañana del sábado, Julián le ofreció gustoso la butaca junto con su mejor conversación. A pesar de que le habló de varios temas sólo consiguió arrancarle unas cuantas frases deshiladas y sinsentido que no le permitieron formarse ninguna idea de quién era, realmente, aquel joven bien educado aunque distante. Casi había terminado de retocarle las patillas cuando asomó la cara redonda el secretario por la puerta de la barbería.
-Buenas Julián, veo que has hecho un buen trabajo con mi sobrino. Estos jóvenes no saben cuidar bien su aspecto.
Miguel Montart, con gesto taciturno, no contestó; se levantó de la butaca; metió la mano en el bolsillo del pantalón para buscar su cartera, pero don Roberto le atajó indicándole que este afeitado se lo pagaba él.
-¡Qué menos puedo hacer por ti, Miguel! –Dijo el secretario como queriendo disculparse, tal vez, por alguna cuenta pendiente entre ambos.
El joven no le replicó. Se volvió a Julián y le dio las gracias. En ese instante, reparó que, sobre la mesilla, junto al periódico, el barbero tenía abierto el Calendario Zaragozano[1] del año; una sombría sonrisa salió de los labios de aquel misterioso personaje.
-Veo que es usted aficionado a la meteorología.
-Sí, señor, es una afición como otra cualquiera. –Se alegró Julián de haber despertado el interés de aquel hombre que tanto le intrigaba.
-Este verano ha tenido poco trabajo de medición de las aguas vertidas ¿verdad?
-¡Cierto! En varios meses no ha caído ni una gota.
Durante unos minutos intercambiaron sus impresiones sobre la persistente sequía y las malas consecuencias que para la huerta y las personas ésta tenía. El joven, poco después, se despidió y, mientras encendía un cigarrillo tomó del brazo a su tío para dirigirse ambos hacia el Casino del pueblo. Ramón, el alguacil, arrimó la bicicleta a la fachada de la barbería y aún tuvo tiempo de despedir a tío y sobrino cuando éstos cruzaban la calle por delante de él. Dirigió sus pasos hacia el interior e interrogó a Julián sobre el extraño sobrino del secretario.
-Es poco hablador. No ha contestado a mis preguntas ni tampoco le ha dado las gracias a su tío por haberle pagado mi trabajo.
En ese instante, con paso firme y, sin detenerse, pasó, casi como una exhalación, Sento, el labrador, que volvió a repetir su sentenciosa frase:
-Julián, no necesitamos lluvias, necesitamos cosechas.
* * *
Los días del mes de septiembre transcurrían sin prisa aunque llenos de un calor sofocante. Se acercaban las fiestas de San Miguel y seguía sin caer ni una gota. La falta de las lluvias, concluyeron el barbero y el droguero, ya semejaban ser una maldición, no obstante, continuaron haciendo sus presagios basándose en las estrellas, los planetas y las corrientes de aire que, según ellos, eran las culpables de no arrastrar la lluvia que tanta falta les hacía. De vez en cuando, Miguel Montart, el sobrino del secretario, también se acercaba por allí y comentaba la disposición de los astros, la necesidad de la lluvia y la escasa probabilidad de que aquellas nubes oscuras soltasen el preciado tesoro.
Aquel lunes parecía que sería como todos. El cielo amaneció limpio, sin un nubarrón que demostrase el cambio que se avecinaba. Tanto Julián como el droguero ya habían hecho sus cálculos cuando se levantó un viento húmedo que les hizo reconsiderar su pronóstico. Un olor acre, a descomposición, se adueñó de la atmósfera de todo el pueblo. Por un momento, los dos meteorólogos aficionados, dejaron de hablar y otearon el cielo que comenzó a oscurecerse. Sento, con su paso ligero, pasó por delante de ellos; llevaba más prisa de la habitual, aunque todavía tuvo tiempo de soltar su habitual sentencia:
-Os lo dije: no necesitamos lluvias, necesitamos cosechas.
Un trueno lejano reafirmó sus palabras. Sento aceleró su paso hasta convertirlo en una carrera. Junto con las primeras gotas gruesas se iluminó el cielo con un gran relámpago que dio paso a un nuevo fuerte trueno. Todos se mostraban satisfechos; por fin, la sequía y las cosechas saldrían adelante con aquella bendita agua que tanta falta les hacía desde hacía tanto tiempo.
Llovió sin cesar todo un día y una noche. Al día siguiente no cayó ni una gota. El cielo seguía gris y el penetrante olor a putrefacción continuó envolviendo el pueblo. El sobrino del secretario se acercó a la barbería donde los dos amigos, ahora, discutían sobre la duración de aquella tormenta otoñal:
-Seguirá lloviendo un par de días más y después escampará. –Afirmaba el droguero –He estado consultando el Zaragozano y dice que en septiembre tendremos más humedad de la que esperamos así que se cumplirá el pronóstico.
-Nada de eso, cuando el almanaque habla de humedades acumuladas se refiere a las que restan internas en el de campo.
Esta vez, el misterioso joven, no intervino en la conversación. Salió de la barbería sin pronunciar ni una palabra. En la calle, casi tropezó con Sento, el labrador solitario, que corría y gritaba como si estuviese poseso por algún mal.
-¡Qué viene! ¡Qué viene! ¡Qué viene!
Nadie era capaz de detener su angustiada carrera y tampoco prestaron ninguna atención a sus reclamos sólo fue Miguel Montart quien le detuvo y tomándolo por los brazos hizo que se calmase un poco. A duras penas, el labriego, balbuceó que mientras trabajaba en uno de sus huertos, de la parte más alta del término del pueblo, escuchó un fuerte golpe y, alzar la mirada, vio, en el horizonte, una gran lengua de agua que arrasaba todo lo que encontraba a su paso.
-Eso debe de ser una imaginación tuya, Sento. Estás demasiado tiempo solo y eso no es bueno, Sento. –Dijo el barbero riéndose de sus acaloradas palabras.
Fue el taciturno Miguel quien le ordenó callar y a Ramón, el alguacil, que diese un pregón, por el pueblo, que todos pusiesen a salvo sus familias, enseres y animales de las cuadras.
-El agua no tardará mucho en anegarlo todo. Menos hablar y haced lo que os digo. –Ordenó el extraño joven.
Su tío, el secretario, acompañado por el alcalde ratificó su orden, al instante. Don Roberto dijo que en el ayuntamiento les habían avisado que se pusiesen a salvo por lo que pudiese ocurrir. No transcurrió ni una hora cuando el olor a tarquín y putrefacción se extendió como un velo espeso. El sonido de los árboles, piedras y enseres que aquella lengua de barro arrastraba, fue lo que les hizo olvidar el hedor. El agua arrasaba todo lo que encontraba a su paso en las calles y casas del pueblo golpeándolas como un puño de hierro.
En escasos minutos todo se inundó, aunque para los habitantes, según más tarde lo contaron, les parecieron unas interminables horas. El barro cercenó todo aquello que se oponía a su paso. Las casas más bajas desaparecieron cubiertas por aquella espesa mezcla y las más altas quedaron hundidas en la desolación de lo imprevisible. El agua no respetó ni a pobres ni a ricos.
Cuando, por fin, dejó de llegar agua, el cielo se iluminó con un sofocante sol que parecía querer secar los charcos putrefactos que se habían formado alrededor de las viviendas. Los daños materiales fueron cuantiosos, por suerte, entre la población sólo se debía lamentar una baja y era Sento que, a los pocos días de la riada, su corazón reventó por el pánico de haber ser el testigo de aquella desbocada avenida.
Riada del río Turia de 1949, C/ Sagunto (Valencia)
Durante varias horas, el barbero y el droguero discutiendo, cuál de los dos, se había equivocado en el pronóstico sin llegar a reconocer que ambos no habían sabido interpretar las señales más básicas. Sólo terminaron, dicha disputa, cuando el sobrino del secretario se acercó, a la barbería, con el periódico en la mano. Se sentó en uno de los escalones de la barbería y esperó a que se formase un círculo, a su alrededor, para, entonces, leer la noticia en voz alta:
«En la ciudad de Valencia el río Turia se ha desbordado de su cauce inesperadamente. A su paso por las poblaciones colindantes de la capital valenciana ha arrasado todo, aunque, la que se ha llevado la peor parte ha sido la capital. El nivel del río ha crecido hasta tal magnitud que ha llegado a cegar los ojos del puente del Real. Por desgracia, en los últimos años, en el cauce del río, han proliferado sin control gran cantidad de barracas y chabolas por lo que se han producido numerosas víctimas que difícilmente se podrán determinar, en especial, entre los indigentes que las ocupaban.»
-¡Indigentes! ¡Cómo se atreven! –Gritó Miguel Montart con verdadero enfado.
Su tío le tomó el periódico de las manos e intentó calmarle ante la mirada asombrada de todos los que le estaban escuchando.
-Debo ir ¿lo comprendes, ¿verdad?
Don Roberto le dio una palmada en la espalda y sólo le contestó lo que parecía ser una orden:
-Hazlo.
En los sucesivos días a la riada, Julián y su amigo el droguero continuaron enzarzados en una nueva polémica, esta vez se trataba de si su pueblo, tan cercano a la capital, había sido ignorado al no incluirse su nombre entre el listado de las poblaciones afectadas. En realidad, aquella discusión, sólo servía para enmascarar su verdadera preocupación que era la falta de noticias sobre Miguel Montart, el sobrino del secretario; había desaparecido del pueblo tras aquella lectura iracunda y nadie sabía nada de él.
Transcurrido un mes tras el desbordamiento del río Turia, en la prensa se publicó una noticia especial sobre cómo se habían efectuado las labores de recuperación y limpieza de la ciudad. Con ansia, el droguero, llevó el periódico a la barbería, de su amigo Julián, y le conminó para que leyese la noticia en voz alta, tanto para los clientes como para él que no era un buen lector. La noticia reseñaba:


«Valencia, 29 de octubre de 1949
La ciudad del Turia, tras la catástrofe que ha sufrido del desbordamiento de su río  en el pasado mes de septiembre, parece encontrarse en vías de una pronta recuperación. Sus habitantes se afanan por continuar las labores de limpieza de las calles y viviendas de la ciudad. Por desgracia, a los daños materiales, también se les debe sumar y lamentar el alto número de víctimas que se han producido, de las cuales, la gran mayoría, se desconocen su origen, pues, la mayoría son familias enteras que llevaban tiempo desplazadas y malviviendo en el lecho del cauce. Se han efectuado grandes esfuerzos por los voluntarios para salvar las vidas de muchas personas.
Las autoridades competentes, han visitado la zona más afectada y han felicitado a los voluntarios así como elogiado, en especial, la labor del ingeniero Miguel Montart quien, con su rápida e inteligente intervención, salvó a más de un centenar de familias que se habían refugiado en un edificio en mal estado. El mencionado ingeniero, que ya no tiene licencia para ejercer su titulación por haber desobedecido a la autoridad actual, a pesar de todo lo que le ha conllevado contravenir las ordenanzas de nuestro régimen, no dudó en olvidarse de su situación personal y prestó una función humanitaria que, tal como el arzobispo de Valencia ha recalcado hoy en su homilía, esa actuación es merecedora de una recompensa aunque, como también ha señalado el prelado, quizá no le sea reconocida en esta vida terrenal.»
El barbero dejó de leer y esperó una explicación, por parte de don Roberto, que también estaba escuchando entre el corro de los curiosos. No la hubo.
Pasado el tiempo, si alguna vez, el barbero y el droguero, se atrevieron a preguntarle, a don Roberto, el secretario del ayuntamiento, si tenía alguna noticia de su sobrino, éste no les contestaba o negaba tener ningún familiar que ellos conociesen.

Apostilla al relato
La ciudad de Valencia y las poblaciones colindantes han sufrido varias riadas en repetidas ocasiones. Todas han sido devastadoras, pero quizás, las más graves, por el coste de víctimas que produjo, fueron las acaecidas en el pasado siglo XX. En 1949, el número de fallecidos resultó incalculable, según se dijo en la fuentes oficiales, en gran medida por la falta de un censo de la auténtica población, en concreto, de la capital. A pesar de que ya habían transcurrido diez años de la cruel Guerra Civil, las consecuencias de ésta, junto con el bloqueo internacional que sufría el país, había prolongado y agudizado la precariedad de la maltrecha sociedad española. Muchas de las familias de los presos y represaliados se vieron forzadas a desplazarse de sus pueblos hacia la ciudad de Valencia. Hubo una gran mayoría que tuvo que optar por vivir en precarias e improvisadas barracas y chabolas construidas bajo los puentes que cruzaban el cauce del río Turia.  La riada terminó con la vida de centenares de esos desplazados a los que la prensa tildó de "indigentes."
Aunque se tomaron algunas medidas preventivas como fue el caso de construir diques de contención en los puentes más importantes del cauce, la situación se volvió a repetir con igual o superior intensidad en 1957. Esta última de iguales consecuencias de destrucción y devastación. La situación en la que quedó la ciudad fue de tal magnitud que se optó por la puesta en práctica de la desviación del cauce natural del río. Aquella obra de magnas dimensiones tuvo elevados costes y duró muchos años, además, tuvo otro efecto curioso y fue el de fagocitar la memoria de la anterior vivida en 1949.
Actualmente el antiguo cauce del río Turia es una sucesión de jardines integrados en la vida diaria de la ciudad y sus habitantes.


[1] El Calendario Zaragozano (1840): Juicio Universal meteorológico, calendario con los pronósticos del tiempo, santoral completo y ferias y mercados de España.