lunes, 30 de julio de 2018

EN BUSCA DE LA SOMBRA



-Papá cuéntame un cuento.
-¿Cuál quieres que te cuente? ¿La historia de El calcetín perseguido o El relato de la tormenta que nunca se acaba?
-No, esos no, que ya me los sé. Cuéntame una película.
-Una película... Vamos a ver... ¿La del chico del bigote o La de la chica encantadora?
Y así podíamos estar horas y horas. Yo intentaba convencerle de que se inventase un cuento o una historia de película y él bromeaba conmigo intentando que desistiese en mi petición. Ante mi insistencia debía ceder, pues, sabía que no dejaría de insistirle hasta que pusiese su imaginación en marcha. Fue, entonces, cuando me contó aquella bella historia de la fabulosa muchacha que puso en jaque al mismísimo Alí-Babá y a sus cuarenta ladrones. 
La muchacha, según me contaba mi padre, fue tan valiente que se enfrentó a toda la banda de ladrones y al más temible de todos que era conocido por el nombre de: Rubín el enmascarado. Aquel hombre de corta estatura era el cerebro de todos los robos, chantajes y estafas que ocurrían en aquel exótico país.
Mientras mi padre me contaba aquellas historias, donde entremezclaba a villanos con valerosos y audaces caballeros, mi imaginación volaba hasta el punto de ser la que llevase todo hasta un buen puerto. Con sus relatos descubría mundos imaginarios que, misteriosamente, se parecían a la vida cotidiana.
En el relato de aquel día los personajes se entremezclaban y junto al malvado Rubín cobraba protagonismo el pirata que, con su parche en el ojo y su pata de palo, contaba sus aventuras con un final feliz. Según me contaba mi padre, dicho personaje, decía que el verdadero y real final no le solía gustar, por eso debía cambiarlo por otro más amable. Aquel pirata no me gustaba mucho pues era un mentiroso, así que yo le pedía que lo eliminase al instante del relato. Ese día ocurrió lo de siempre así que, en medio del relato, mi padre metió al pirata en un bote y lo lanzó a alta mar lejos de mis sueños.
-Pero sigue con el cuento. Si el pirata ha decidido irse en su barco, en busca de nuevas costas, eso no quiere decir que la muchacha no tenga más aventuras, ¿no te parece? –Le insistía cuando desistía a continuar narrándome la historia.
 –Dime ¿Qué hizo la muchacha decidida que venció a toda la pandilla de ladrones y al enmascarado Rubín?
En ese instante, mi padre, improvisaba y añadía fragmentos de algunas de sus lecturas o de las películas del cine que había visto.
-La muchacha, después de despedir al pirata, decidió cambiar de ciudad. Salió de la población y se encaminó a la más cercana a la suya. Sus pies parecían tener alas y avanzaba más rápido de lo que imaginaba. En la lejanía vio la silueta de las casas. Se detuvo, unos instantes, para contemplarla y pensó que era idéntica a la suya. Continuó caminando hasta llegar hasta la plaza principal. Se trataba de un espacio circular donde no parecía haber nadie.  Se sentó en un banco, bajo la sombra de un árbol, a descansar sus maltrechos pies.
Pasó mucho tiempo hasta que vio acercarse a un joven hasta ella. Lo observó sin ningún disimulo. Llevaba un gran abrigo y envolvía su cuello con una bufanda roja. No hace tanto frío, pensó la muchacha, como para ir tan abrigado, aunque quizá esté enfermo, se justificó ella misma. El muchacho caminaba con la cabeza baja. Parecía estar triste. Pasó por delante de la muchacha sin dedicarle ni una mirada. Casi había desaparecido de su vista cuando, la muchacha, se percató de que, a pesar del sol, el joven no proyectaba ninguna sombra. No la tenía.
-¡Eso es imposible! –Le interrumpí incrédula- Debe de tener sombra. Todos tenemos una. Nadie la pierde.
-Yo no he dicho que la hubiese perdido, simplemente que no la tenía y como veo que no quieres esperarte a saber el motivo te diré el porqué: la había vendido.
-¡Vendido! ¿Para qué? ¿Y a quién le interesaría una sombra si no sirve de nada?
-Claro que sirve –me contestó mi padre. –La sombra nos define.
Aquella afirmación me dejó intrigada. Insistí para que continuara contándome la historia.
-Oye –Le gritó la muchacha al joven tristón -¿Por qué no tienes sombra? Hace mucho sol y yo no te la veo.
El joven que ni la había visto, volvió sobre sus pasos hasta colocarse delante de ella.
-No tengo sombra porque se la vendí al diablo.
-¿Por qué hiciste eso?
-Me prometió todas las riquezas de este mundo a cambio de ella.  Desde ese día, en mi casa, tengo todo el oro del mundo. Al principio no le di mucha importancia, pero cada vez extraño más a mi sombra.
La muchacha no podía salir de su asombro ¿Cómo había podido vender su sombra al diablo? ¿Y para qué la querría éste?
El joven entristecido le contó que el diablo se había puesto en contacto con él a través del pirata, pata de palo. Este emisario le había hecho una oferta que no supo rechazar. Al principio todo era perfecto. Tenía la mejor casa de la ciudad. Atesoraba las joyas más impresionantes que se pudiesen imaginar, pero, a pesar de sus riquezas, la gente le rehuía al ver que no era como los demás. Dejaron de hacerle visitas. Tampoco lo invitaban a las fiestas. Era diferente pues, entre sus múltiples posesiones, no existía su sombra. El joven, le contó que entristeció por esa soledad no deseada. Había intentado recuperarla, pero el diablo se burlaba de él enseñándole el contrato que había firmado.
-¿Y no puedes obligarle a que te la devuelva? –Le preguntó la muchacha.
-Sólo podría hacerlo si lograse cumplir las dos condiciones que me ha impuesto.
La primera era que el pirata, pata de palo, debía regresar al puerto de la otra ciudad y, a continuación, debía vencer al malvado Rubín, el enmascarado.
Desanimado le dijo con un hilo de voz:
–No creo que lo consiga.
La muchacha, al escuchar esas condiciones, sintió alegría.
-Eso es muy sencillo. Yo puedo ayudarte. En más de una ocasión he vencido a Rubín, además, el pirata, pata de palo, se fue porque yo quise. Puedo hacer que vuelva cuando quiera.
-¿Verdad que harás que vuelva el pirata pata de palo? -Le dije a mi padre que sonreía ante mi desesperación.
-Pero si has sido tú la que has pedido que se fuese porque era un mentiroso y contaba los finales mal.
-Ahora quiero que vuelva y ayude a la muchacha decidida que pretende recuperar la sombra del joven triste.
En ese instante, mi padre me advirtió que los caprichos tenían un precio así que si pretendía que el pirata volviese tendría que atenerme a que me contaría un final feliz, aunque éste fuese falso.
-Me arriesgaré.
Se escucharon unos pasos huecos, se trataba del roce de la pata de palo sobre los adoquines de aquella plaza en la que estaban el joven triste y la muchacha decidida. El pirata se acercó a ellos y con su voz aguardentosa les saludo.
-Creo que necesitáis de mi ayuda. -Dijo ufano- Pero ya sabéis lo que os va a costar el que acceda a hacerlo.
-No es justo. -Le dije a mi padre- Anda pidiendo su recompensa antes de que le soliciten su ayuda. 
-Es un pícaro y tramposo viejo pata de palo -Me decía mi padre. –Y él pondrá las condiciones. Aprende que en esta vida conseguir lo que desees será a cambio de aquello que debas ceder para conseguir tus propósitos.
El pirata les ayudó con su astucia. Les invitó a que llamasen al enmascarado Rubín para desafiarle con sus crueles preguntas.
El astuto villano dijo que formularía una única pregunta y que si la acertaba podría recuperar su sombra.
-La pregunta es tan sencilla como complicada de responder. –Dijo con una media sonrisa el malintencionado Rubín.
-Entre todos intentaremos contestarla. -Replicó la muchacha decidida-
-¡Imposible! La pregunta sólo puede contestarla él que vendió su sombra por las riquezas de este mundo.
-Gracias por tu ayuda, pero esta vez Rubín tiene razón. Debo ser yo el que conteste y asuma las consecuencias tanto si acierto como sino. Lanza tu pregunta ya.
-Ahí va. ¿Qué crees que has necesitado, necesitas y necesitarás para alcanzar la felicidad?
La pregunta quedó en suspenso. Mi padre me miró y tras volver a repetírmela como si fuese yo quien debiese contestarla concluyó con esta afirmación.
-El final del cuento tienes que pensarlo tú. Tendrás que ser precavida y procurar que el pirata no juegue con tu confianza y cambie el final según a él le apetezca.
Entonces mi padre se levantó y con una sonrisa se despidió de mí.
Mucho tiempo después descubrí que sólo lograría la respuesta al enigma con el paso del tiempo.


 * Escrito el 17/09/2016


miércoles, 25 de julio de 2018

RETRATO DE UNA VIDA FRAGMENTADA (VI)

***


-Los primeros días en la Escuela Normal de Magisterio fueron los más complicados y duros para mí porque me sentía abrumado. Tan sólo tenía catorce años y había leído tan poco; mis lecturas se habían limitado a los libros que el maestro nos traía a la escuela y poco más. En casa de mis tíos, personas analfabetas, sólo había un libro al que no prestaban ninguna atención. Se trataba de un viejo mamotreto al que le faltaban las primeras páginas y las últimas. Un día, mientras buscaba unas viejas cajas que me tío me había pedido, por casualidad, lo encontré en un rincón de un cuarto junto a unas tinajas que se usaban para guardar aceite y vino. A pesar de que desconocía quien era el autor, me quedé prendado de él por cada una de sus frases. Por las noches lo leía alumbrándome con un cabo de vela. No entendía muy bien sus palabras, pero sabía que, algún día, cuando lo lograse comprenderlas, serían decisivas para mi vida.
Lo miré interrogante y adiviné, a través de los gruesos cristales de sus lentes, que se estaba riendo de mi demostrado interés.
-No te preocupes, no voy a dejarte con la duda. El libro era: Las meditaciones de Marco Aurelio. En mi casa puedes encontrar varias ediciones comentadas, subrayadas y analizadas por mí.


***


-Dime ¿cómo lo consigues?
El muchacho miró a José Company a la cara y con una sonrisa amplia le preguntó:
-¿A qué te refieres, amigo?
-Siempre que hablas tienes preparada la palabra adecuada en tu boca. Es como si estuvieses esperando la pregunta para exponer tu respuesta ya dispuesta ante cualquier suposición.
El muchacho no pudo contener una risa espontánea ante las palabras de admiración de su compañero.
-No lo sé. Es algo que me brota del corazón sin pensarlo.
José Company le miró y con humildad le dijo:
-Me gustaría ser como tú. Yo también quiero que de la abundancia del corazón hable mi lengua.
-Pues entonces lee mucho y verás como así lo consigues.
Los dos amigos se despidieron. No tuvieron oportunidad de volver a verse. El muchacho orador murió en una trinchera.




***
Foto de Robert Doisneau
Aquel hombre, pistola en mano, entró amenazante en el aula de don José, nuestro maestro.
-¿No se ha enterado de lo que ocurre? –le dijo el pistolero.
-Por supuesto que sí, caballero. –le contestó el maestro con parsimonia. –Pero eso no quiere decir que debamos dejar de hacer nuestro trabajo ¿no cree?
El pistolero nos miró como queriéndonos reconocer a cada uno de los niños que estábamos en el aula.
-A estos no les hace falta aprender nada de lo que usted les enseñe. Ya vendrá el nuevo orden para aleccionarlos. –Farfulló el pistolero.
-Tienes razón, Triburcio –Le respondió don José. –Pero pasa que para conservarse asnados como tú siempre tienen ocasión, sin embargo, ellos están aquí porque aspiran a ser algo distinto de lo que ven en ti.


***
-¿Alguna vez me has querido, Amparo?
-¡Vaya pregunta que me haces, José!
-Esa pregunta se la formulaba más veces de las que te puedes imaginar. En realidad, ella sabía que sólo me casé por el agradecimiento. La persecución que ejerció Triburcio sobre mí, tras aquel incidente en la escuela, me llevó a tener que huir de mi pueblo y esconderme en Valencia.
-¿Esconderse? ¿Cómo? Si la ciudad era un baluarte republicano.
Foto de Robert Doisneau
-¡Claro que lo era! Y eso fue lo que me salvó. Al pistolero, que había sido alumno mío en el pueblo y nunca había conseguido desasnarlo, no me buscaría allí. En la capital tenía amigos que tenían mejor concepto sobre mí, por eso salí de casa, casi con lo puesto, y me dirigí al sindicato para pedir ayuda.
José Company detuvo su relato para escrutar mi cara, pues debió de leer la duda en mis ojos. Durante unos segundos nos miramos sin que ambos pronunciáramos ni una palabra hasta que el maestro prosiguió con su relato.
-En la ciudad nos refugiamos los que fuimos perseguidos en los pueblos. Resultaba más sencillo de lo que pudieses imaginar, pues, con un buen contacto y algo de dinero, todo estaba solucionado, aunque, en mi caso, un maestro de escuela rural joven y sin bienes, no era tan fácil. Tuve que apelar a la vieja amistad de un compañero de estudios que presidía uno de los comités de la FAI para que me socorriese en mi crítica situación. Él se encargó de buscarme una casa segura donde refugiarme durante los tres años.
-¿Fue allí donde conoció a Amparo? –Le pregunté tímidamente.
-Sí. –José Company sonrió como si lo que fuese a decir le divirtiese. –Era la chica más guapa de todo el barrio. Tenía un pelo negro que resaltaba con su cara blanca y, además, acentuaba sus bonitos ojos.
-¡Ah! Debió de ser un flechazo instantáneo. –Le interrumpí con tono jocoso.
 -Te equivocas, mi mujer sólo tenía belleza física. Nunca conseguí mantener una verdadera conversación con ella, pero, tal como te he dicho, estaba tan agradecido a la ayuda que me prestaron, su madre y ella, que no dudé en casarme con ella para demostrárselo.


***



¿Qué te puedo contar sobre mi madre? Poca cosa porque con ella viví muy poco tiempo.

En aquel momento no era consciente del gran sacrificio que debió de hacer para pagarme los estudios. En el país hubo una epidemia de gripe, que llamaron española. Mi padre murió en 1918. No puedo darte más detalles sobre aquella tragedia familiar porque sólo tenía dos años cuando esto ocurrió y no guardo ningún recuerdo. Desde ese instante fue mi madre la que se hizo cargo de las tierras. Si tuvo penas y desesperación por encontrarse tan sola, lo hizo en silencio. La educaron así, por eso nunca supo demostrar ningún tipo de sentimiento hacia nadie, incluido yo, su único hijo.
Foto de Robert Doisneau
De mi vida en el pueblo poco más te puedo contar. El matrimonio de maestros, del que anteriormente te he hablado, recomendaron que me enviasen a estudiar porque decían que yo valía. Debieron de ser muy convincentes porque mi madre les hizo caso. A los doce años me mudé a Valencia, a casa de unos parientes de mi padre. En su casa estuve en calidad de mozo de los recados. Con mi trabajo me pagaba la comida y la matrícula del instituto donde cursaba los estudios de bachiller elemental. Me trataron bien. No puedo quejarme de mis familiares. No podían darme aquello que no tenían y era cariño. A los catorce años entré en la Escuela de la Normal para cursar los estudios de Magisterio. 
 

***

"¡Qué calor hace este verano!"

Foto de Robert Doisneau
Esa fue la primera vez que recuerdo haber escuchado hablar en castellano.
Entré en casa y, a gritos, se lo repetí a mi madre que creo que no me entendió.
Quien dijo esta frase, que para mí supuso un antes y un después en mi vida, fue el matrimonio de maestros que, todos los días, pasaba por delante de mi casa. A partir de ese día los contemplaba con admiración desde mi rincón sombrío de la entrada. Entre ellos siempre hablaban en castellano y cuando se dirigían hacia la gente de mi pueblo cambiaban, rápidamente, al valenciano, por eso y desde ese día decidí que de mayor sería como ellos.
Me llamo José Company y os puedo asegurar que, con el tiempo, conseguí mi propósito, aunque, para poder llegar hasta ese punto, tuve que luchar mucho por ello.

***