sábado, 26 de mayo de 2018

FRAGMENTO DE LA MEMORIA DE UN EXILIADO

Vicent era un hombre retraído. A él no le gustaba hablar del pasado, aunque, aquel día, fue tal la insistencia que hacíamos todos para que nos contase su viaje de huida a Francia que, al final accedió. -No os contaré ni la miseria, ni los pies llagados con los que llegué a la frontera. Tampoco os contaré sobre el hambre que tuve que sufrir ni el desánimo en el campo de concentración francés. Ya sabéis que no quiero recordar mis penas porque no sirven de nada.
 -Vicent, la memoria es la historia. No puedes privarnos de ella. –Le interrumpí.
-Claro que puedo y quiero, no obstante, contaré algo que sé que os gustará saber. –Carraspeó para aclararse la voz.
-Si es tu regreso al pueblo ya nos lo conocemos. –Le dijo su hijo mayor con socarronería. -No me interrumpas. –Insistió. –Cuando llevaba más de diez años en Marsella sentí la necesidad de formar una familia. En aquella ciudad sólo tenía mi trabajo y mis recuerdos y eso ya no era suficiente para mí. Un día, mientras estaba en la casa del pueblo de los refugiados y exiliados de la guerra civil, un amigo mío me dio una idea. -¿Sabes una cosa, Vicent? La soledad me carcome. –Me confesó. –Así que he decidido escribir a las mozas de mi pueblo a ver si hay alguna que quiera venir aquí, a Marsella, para vivir conmigo.
 Me reí de su audacia. ¿Cómo iba a encontrar a ninguna mujer dispuesta a dejarlo todo y formar una familia con un exiliado en tierra extranjera? Era una idea descabellada.
A pesar de que le argumenté su empeño de buscar compañía en el pasado, mi compañero de exilio, lo desmoronó con una postura tan sencilla y simple como que sólo podría encontrar comprensión en alguien que hubiese sufrido lo mismo que él.
Aquella noche no pude dormir. En mi cabeza rondaba mi pueblo, los amigos que había dejado y los que había perdido por el camino. Veía la cara de mi padre, junto con mis hermanos, cuando tuve que incorporarme al frente de Teruel. Durante varias horas de duermevela, las imágenes del pasado se sucedían una y otra vez hasta que me saltaron las lágrimas angustiado por la tristeza. Me levanté y busqué el consuelo en el amanecer. Miré por la ventana de mi habitación y observé los mástiles de los barcos del puerto. Con qué gusto me habría embarcado en uno de ellos para poder regresar a mi tierra tan cerca y tan lejos de mí.
Sin pensarlo más me dirigí hacia la mesa del comedor. Saqué unas cuantas hojas y un lápiz e inicié lo que debía ser una lista de nombres de mujeres de mi pueblo. Descarté las familiares directas. Temía la consanguineidad. La lista que resultó, en esa primera selección, era muy corta. Volví a repasarla y, al ver la escasez de nombres, dejé algunos remilgos de lado engrosándola con algunas primas en segundo y tercer grado.
Tuve que salir de casa para dirigirme a mi trabajo de carga y descarga en el muelle marsellés. Durante todo el día no dejó de darme vueltas en la cabeza lo que debería escribir en aquella carta. ¿Qué les podría ofrecer a todas las posibles candidatas? Por otra parte, a algunas de las que había anotado en la lista no les había hablado nunca, por lo que las desconocía por completo. Me arriesgaba a su desprecio e indiferencia, aunque, considerando la distancia que existía entre ambos, tampoco debía resultarme tan grave su desdén.
Cuando terminé la jornada me dirigí al local del exiliado. Mi amigo se encontraba sentado en una mesa. Junto a una botella de clarete apilaba unas cuantas hojas de papel arrugadas y llenas de tachones.
CONTINUARÁ

sábado, 19 de mayo de 2018

12 VENANCIO RASPELL Y LOS MECANOS DE SANZ


 
Que te detuviesen por la calle sin ningún motivo era lo habitual. Que te apuntasen con un fusil mientras te pedían que te identificases también. Cuando me lo contaron, Andreu y Batiste, no me extrañó nada de lo sucedido. Tuvieron suerte porque a los guardias sólo les interesaba Salvador Masobrer.
Algunos os preguntaréis cuándo inicié mi relación con estos dos niños, pero si hacéis un poco de memoria, en otra ocasión, os conté nuestro primer encuentro que se produjo después del espectáculo de la plaza del ayuntamiento de Valencia del 1º de mayo. Tanto Andreu como Batiste siempre afirmarían que nunca pudieron olvidar aquel instante en el que fueron acosados por la pareja de rufianes. A partir de ese instante, los niños y Salvador, que los rescató por su audacia acrecentada con su fuerte bastón, se convirtieron en mis amigos y a los que recurriría cuando me sentía abatido y solo, pero por ahora no voy a desvelar más detalles sobre nuestra alianza sin antes explicaros un poco quien soy yo.
Mi nombre es Venancio Raspell. Soy un peón albañil. Después de toda la parafernalia que se organizó en toda la ciudad de Valencia, donde hubo una gran exaltación obrera sindical, volví a la obra en la que había estado trabajando todo el mes y me encontré con la cruda realidad de que mi puesto había sido adjudicado a un pariente del maestro de obra. Supliqué y casi se me saltaron las lágrimas al implorar el trabajo, pues me encontraba solo en la ciudad y sin el amparo de ningún familiar. Sin solución, me fui de allí, aunque mi carácter optimista me hizo albergar la esperanza de que pronto encontraría otro trabajo. La cruda realidad de 1934 me mostró su cara más dura y amarga durante esos días. Visité varias construcciones para pedir trabajo, pero nadie quería emplear a un peón de quince años que sólo sabía cumplir órdenes y no tenía mucha experiencia.  Con el paso de los días, comencé a sentirme angustiado con la idea de quedarme sin dinero y no poder pagar el cuarto en el que me alojaba donde guardaba mis pocas pertenencias. A pesar de todo no desesperé y todos los días, muy temprano, salía en busca de un jornal que aumentase las monedas que ya comenzaban a escasear en mi bolsillo.
Cada negativa comenzó a hacer mella en mi voluntad y el desánimo de la derrota hacía que resonase en mi cabeza la obra de Dicenta: “Espera que alarguen los días como si el hambre fuese posible esperarla”. Junto a esa sentencia mis tripas también tomaron protagonismo revelándose por el ayuno involuntario que me veía obligado a practicar. Era tal el desfallecimiento que sentía ese día que tuve que detenerme para recuperar el sosiego y las fuerzas en mi desesperada búsqueda. Estaba otra vez en la plaza por donde transitaba más gente de lo habitual. Fijé mi atención en las floristas que emergían de los puestos subterráneos como si fuesen hormigas trabajadoras que aportasen los granos a su costal. Me senté en uno de los escalones a observar su trajín cuando, de repente, una voz potente captó la atención de todos. Se trataba de un hombre que se había subido a uno de los poyetes que vociferaba y agitaba los brazos.
-Damas y caballeros, dentro de unos días ustedes van a tener el placer de ver el mejor de los espectáculos que nunca hubiesen imaginado. Algunos de ustedes ya me conocen porque me han visto actuar en el circo Alegría y en los teatros valencianos. Soy Francisco Sanz el tenor cómico y guitarrista que se ha hecho famoso con sus muñecos articulados. Tras la última campaña que he llevado a cabo por América ahora desembarco en mi querida ciudad de Valencia en el teatro Ruzafa.
Nunca había visto a nadie vestido con un frac. Me cautivó su aspecto tan peculiar. Aquella voz ejercía una atracción magnética sobre los que nos encontrábamos allí, de hecho, nadie se movía ni decía nada ante su carismática forma de expresarse incluso a los guardias que custodiaban la plaza les costó reaccionar ante el hechizo de su potente voz.
-Venga, caballero, circule y no moleste. –Le incitó uno de los guardias. –Esta plaza no es para vocear.
Francisco Sanz se bajó del poyete ante el requerimiento de la autoridad. Con una gran sonrisa se acercó a ellos para entregarles unas hojas donde se anunciaba su espectáculo. Me sentí tan atraído por su aspecto elegante y por su cara redonda remarcada por unos grandes bigotes que algo me impulsó a seguirle. Caminé unos pasos detrás de él. Intenté no levantar sus sospechas, sin embargo, por su fino oído, una de sus principales cualidades sensitivas, en seguida me descubrió a pesar de todas mis precauciones tomadas. Sanz se volvió en seco y con un tono muy cortés me preguntó:
-¿Por qué me sigues, muchacho?
No supe qué decirle porque o por el asombro o por el miedo se me pegó la lengua al paladar.
-¿Te has quedado mudo o lo eres?
Como pude farfullé unas cuantas palabras inconexas. Me miró de pies a cabeza y calibró mi estado.
-Por tu aspecto yo diría que no tienes trabajo y el dinero ya comienza a escasearte. Quizá me precipite en mi juicio, pero andas ya al borde de la desesperación.
Nunca había conocido ni creo que conoceré jamás a nadie que adivinase mi vida con tan sólo mirarme a la cara. Como vio que no reaccionaba ante sus palabras continuó realizando un análisis detallado de mi situación y entre otras cosas, como si de un libro abierto se tratase, también adivinó que me encontraba solo en la ciudad.
-Diría que vives realquilado en una habitación, pero la casera no siente mucho aprecio por ti.
Me quedé atónito. Aquel hombre había adivinado toda mi vida.
-Si quieres trabajo puedo dártelo, pero sólo te lo haré si me juras que vas a ser discreto y no contarás a nadie lo que veas.

¡Por supuesto que quería el trabajo! Lo necesitaba y mucho y habría jurado sobre cualquier documento lo que me pidiese, aunque, muchos años después, me arrepentí de haber hecho aquella promesa, porque de no haber cumplido mi palabra a pies juntillas quizá me hubiese proporcionado un beneficio seguro para el resto de mi vida.
Emprendí la marcha junto a aquel extraño hombre que se dirigió hacia el callejón que llevaba a la parte trasera del teatro Ruzafa. Empujó una de las pequeñas puertas que había allí y con un gesto de la mano me indicó que le siguiese.
Por el lateral del escenario había una escalera que llevaba directamente a un almacén donde se acumulaban telones medio enrollados con cajas entreabiertas.
Casi me desmayo cuando encendió la luz. En uno de los rincones se encontraban hacinadas todas las cajas de los muñecos del ventrílocuo Sanz. Si los muñecos eran impresionantes debido a sus dimensiones reales, aún lo eran más las arcas donde los guardaban. Todas ellas semejaban sarcófagos que, en cualquier instante, revivirían a un ser misterioso. Se me erizaron los pelos cuando, Lorenzo, el mecánico de Sanz, abrió uno de los cofres y ante mis ojos aparecieron colgadas todas las cabezas de los muñecos. Estaban ordenadas por tamaños y con los ojos abiertos de manera que daba la impresión de que eran los rostros horrorizados de unos decapitados.
-¡Eh, chaval! ¡No te van a morder! –Se burló el mecánico mientras me empujaba con la mano hacia aquellos muñecos.
-Anda, ayúdame a sacar las cabezas que tenemos que engrasarlas y colocarlas en los cuerpos.
A partir de ese instante comencé a formar parte del maravilloso y misterioso mundo de los mecanos de Sanz. Aquellos muñecos articulados eran lo más perfecto que había visto en mi vida. A través de unos complicados resortes, clavijas y enganches eran capaces de mover los ojos, la boca, las manos y los pies. Podían andar y bailar, aunque, por supuesto, siempre acompañados por Francisco Sanz que les daba la vida. El artista los coordinaba todos a través de un complicado sistema de pedales, cables y resortes que manejaba mientras dialogaba con ellos imitando distintos tonos de voz. La familia de muñecos era numerosa. Entre sus componentes incluía mascotas como un perrito de aguas y un loro mecánico. Este último era el más locuaz de todos pues cantaba y hablaba como si fuese un auténtico animal de su especie.
A partir de ese momento me convertí en el ayudante del mecánico Lorenzo. Aquel hombre menudo hablaba poco, pero no cesaba de moverse de un lado a otro. Mi función era engrasar todos los resortes y juntas de los muñecos para que éstos tuviesen la máxima agilidad como cualquier ser humano, por eso era tan importante ponerlos a punto. Tardé dos días en lubricar todos los cuerpos y extremidades de estos actores mecánicos, como les llamaba Sanz, y me llevé más de un susto cuando, mientras realizaba mis labores de ajuste, el ventrílocuo hablaba a mis espaldas con la voz de éstos seres.
-Hazlo con suavidad ¡bruto! –me gritó uno de los muñecos mientras le reajustaba las manos.
Se trataba de Fred Volt un mecano hecho a la semejanza de Sanz que junto a otro llamado don Liborio eran las estrellas del espectáculo. Creo que me puse pálido como el papel de fumar y que el artista aún se está riendo de mí porque estuve a punto de orinarme encima. Una vez concluido el engrasado vestimos aquellos cuerpos para que adquiriesen la apariencia de seres normales.
Todo estaba preparado para la noche del estreno el viernes, 4 de mayo, sin embargo, tuvo que ser suspendido debido a las revueltas que se daban en los poblados marítimos. Aquellos actos violentos repercutían en la ciudad porque, los obreros, saboteaban los tranvías cortándoles las catenarias y volcaban los escasos convoyes que podían circular. Aquel ambiente de violencia e inseguridad provocó que las autoridades decidieran cerrar los teatros y salones hasta nueva orden.
Francisco Sanz se desesperó, gritó y pateó. El director del teatro Ruzafa le pidió un poco de paciencia, pero no escuchó ninguna de sus razones y tomando una silla la lanzó en medio del escenario hasta hacerla añicos. Todos nos quedamos paralizados ante tal arranque de violencia y, a continuación, el mismo Sanz, como si hubiese conseguido la calma con aquel acto, sin mediar ni una palabra más, se fue hacia la puerta del callejón y desapareció.
El artista regresó al día siguiente. Lo hizo con una gran sonrisa bajo aquellos enormes bigotes y dando palmas nos anunció que el alcalde había cedido ante sus ruegos y les permitía estrenar su espectáculo el próximo lunes, aunque siempre bajo su responsabilidad, pues si ocurría algún disturbio o percance serían los máximos responsables ellos.
Mientras viva recordaré ese 8 de mayo de 1934. Aquello parecía una auténtica locura. Todo el personal disponible corría para tenerlo todo colocado en su sitio. Yo no sólo ayudé al mecánico taciturno, sino que también salí a las calles a pegar carteles y a entregar octavillas donde se anunciaba el estreno. Como todos los teatros permanecían cerrados, las localidades se vendieron con facilidad, hasta el mismo alcalde y su esposa fueron invitados por el artista a uno de los palcos principales.
Con el teatro lleno y con las luces apagadas se encendió un foco que iluminó el escenario. Apareció el ventrílocuo que inició su espectáculo. Acompañándose con una guitarra clásica, la cual hizo vibrar como si fuese el mismísimo maestro Tárrega, cantó algunas canciones populares. El público aplaudió entusiasmado. El artista saludó repetidas veces. Sanz se retiró del escenario. Cayó el telón a la espera de un nuevo número. El público se encontraba expectante a lo que pudiese suceder, pero pasaban los minutos y el telón no se levantaba.  Uno de los espectadores se puso a vociferar. En la sala murmuraban la tardanza, pero enmudecieron ante el desparpajo de aquel caballero que, sentado en la primera fila, con las piernas cruzadas y el bastón colocado entre ellas, gritaba sin inmutarse que quería que le devolviesen su entrada si no comenzaba el espectáculo. Se generó un poco de confusión hasta que el propio Sanz salió al patio de butacas y se acercó al caballero que protestaba. Inició un diálogo con él, pero éste no parecía entrar en razones. De improviso, Sanz lo tomó del cuello como si quisiera ahogarlo. Todos se asustaron. Tiró de él para levantarlo y es cuando se descubrió que se trataba de su célebre muñeco Fred Volt. Aquel mecano era casi una réplica suya donde destacaban sus ojos marrones abiertos y grandes bigotes. Los aplausos resonaron por todo el teatro. El ventrílocuo había sido capaz de hacerles creer que aquel muñeco era un hombre de verdad. En el escenario se reunieron todos los muñecos que yo había estado engrasando concienzudamente durante tantas horas y el artista hizo que dialogasen, riesen y hasta bailasen con él. Por último, el número final fue apoteósico cuando Sanz sacó su loro mecánico que no cesaba de repetir como si fuese una cantinela:
“Chocolate para el loro. ¡Viva la República!”
La noche fue un gran éxito y nos regocijamos del triunfo y de los resultados económicos. El artista nos invitó a todos a una gran cena en uno de los restaurantes cercanos al teatro, sin embargo, los graves acontecimientos que se produjeron aquella madrugada en la revuelta y convulsa ciudad de Valencia nos impidieron llevarla a término. Volví a encontrarme con Salvador Masobrer.