lunes, 21 de septiembre de 2015

EL MENDIGO DEL PONT DE FUSTA





"No, no es un círculo, es una O" Esa era la discusión de todas las mañanas cuando cruzábamos el puente y nos encontrábamos al mendigo, allí, sentado en un lateral del puente, con su eterna sonrisa. Aquel mendigo nos miraba sin vernos. Recuerdo sus pequeños y profundos ojos que se adivinaban dentro de su flaca cara. Me fascinaba su eterna y desdentada sonrisa. Todos los días hacía la misma operación. Llegaba al pont de fusta, uno de los puentes más transitados sobre el antiguo cauce del río Turia. (Quizá os preguntéis por qué lo llaman de fusta si, en realidad, era de asfalto. Yo también me hacía esa pregunta, pero mi hermana me lo explicó. Había sido de madera pero las riadas se lo habían llevado y la última vez que lo reconstruyeron fue más sólido.) Pero el puente no es el tema de este relato sino aquel hombre que no estaba
siempre a las mismas horas que yo cruzaba pero no por ello dejaba de ser el centro de mi interés infantil. Si algo le caracterizaba, además de su eterna sonrisa, era que en su atuendo no había ni una mancha que denotase su miseria. Su extrema delgadez me hacía pensar que comía lo justo para mantenerse en pie. Si alguna vez lo veía llegar a su puesto, siempre hacía lo mismo, dejaba su muleta tumbada sobre el suelo y sacaba un pañuelo de caballero que, aunque arrugado de estar en su bolsillo, él lo extendía, con sumo cuidado, a modo de almohadilla y así podía sentarse y no mancharse el traje de chaqueta, gris perla, que mantenía impoluto. Una vez sentado, proseguía con el ritual de descalzarse la pierna ortopédica. La depositaba junto a él, de manera que el viandante podía adivinar el muñón de su pierna, a la altura de la rodilla, en el interior de la pernera del pantalón.
 Me fascinaba aquel artilugio que usaba como pie y que había envejecido al mismo ritmo que él. Esa falsa pantorrilla de madera, hueca para poder calzar el muñón y rematada por un zapato negro al que le habían insertado un símbolo, una A dentro de un círculo, me intrigaba más que su famélico aspecto. ¿Qué podría significar aquel símbolo? Estaba segura de que debía de ser un mensaje cifrado, como esos que insertó Julio Verne en su novela Matías Sandorf y que con tanto placer había leído ese curso, pero no acertaba a adivinarlo. Cada día no dejaba de preguntarme ¿qué mensaje críptico encerraría? Lo había buscado en mi libro de Sociales y no se hablaba de él, ni tampoco lo había encontrado en ninguna de las enciclopedias que teníamos en el colegio. Era para mí un misterio que tenía que resolver. 
Una tarde, cuando volvía del colegio y hacía la ruta en dirección a la estación del trenet, algo fijó mi atención en el puente, pues dos hombres estaban hablando con el mendicante. Ambos eran oscuros, casi opacos, al menos a mí me lo parecieron. No recuerdo qué tipo de ropa llevaban pero sí su imagen densa frente al mendigo que, aunque los miraba, con sus pequeños ojos, no parecía entenderles muy bien, quizá no podía oírles, pensé. Los dos hombres se inclinaban cada vez más hacia él para hablarle y uno de ellos, a su vez, comenzó a tirarle de uno de los brazos como queriéndole indicar que debía levantarse del suelo. Crucé el puente. Me detuve en el semáforo y mientras esperaba a que se pusiese en verde para mí, volví la cabeza para mirar qué ocurría. El mendigo ya se había calzado su pierna ortopédica y, con su muleta bajo el brazo, caminaba rodeado por aquellos dos hombres. Lo hacía con su ritmo lento, sin prisa, casi diría que resignado.
Ya no volví a verlo nunca más. 
Muchos años después averigüe el significado del símbolo de su zapato. Comprendí que era un ácrata y que su falso pie, su pulcritud y la limpieza de su vestimenta así como su pacífica actitud de espera, lo confirmaban más aún si cabe. Una A dentro de un círculo, símbolo de la solidaridad, o dentro de una O, la inicial de la palabra orden ese orden social que, de haberse aplicado, no habría dejado a nadie como aquel mendigo del pont de fusta abandonado a su suerte.



sábado, 19 de septiembre de 2015

EL PERCUSIONISTA



Dicen que la adolescencia es una de las etapas más complicadas de la vida de todos. Dicen que marcan para el resto de tu vida las experiencias vividas durante esos años. Eso dicen, pero en mi caso no creo que esa etapa haya sido tan decisiva.  Recuerdo que durante esos años sólo me dedicaba a estudiar, trabajar y volver a estudiar, pero, claro, eran otros tiempos. Durante esos años, en mi familia, me asignaron una nueva responsabilidad y fue el  hacerme responsable de una prima, más pequeña que yo que recogía a la salida del colegio. No fue una tarea fácil. A pesar de su corta edad era bastante impertinente. Siempre que podía el trayecto de regreso a casa lo hacía insoportable, pero dejemos el tema que ese ya es otra historia.
Durante ese año, en el mejor día de la semana era el que tenía más horas de clase y, por tanto, me eximía de la obligación impuesta. A esa pequeña libertad de volver a casa sola se le unía la emoción de poder coincidir con un estudiante del conservatorio. Aquel chico era bastante corriente, tampoco era simpático, pero tenía un matiz especial que provocó el que yo fijase mi atención en él y era la originalidad del hecho de que fuese un percusionista. Durante el trayecto de regreso en el trenet solía sacar las partituras, las estudiaba y con una baqueta practicaba el texto musical. Ante mis ojos quinceañeros aquello era algo insólito. Sus movimientos calculados, hechos con precisión, captaban mi atención. En su ensimismamiento se mostraba indiferente a quien pudiese estar observándole, aquello aún me resultaba más interesante.
Todo pasa dijo el poeta y la adolescencia es pasajera como cualquier etapa de la vida de alguien.
Al siguiente curso ya no tuve que recoger a la atolondrada de mi prima ni tampoco coincidí con el percusionista. No me preocupó demasiado siempre había alguien en quien fijar mi atención en los trayectos de ida y vuelta.
 Hace unos pocos años me invitaron a una boda (¡qué le vamos a hacer algunas son inevitables!). No conocía a todos los invitados, por supuesto, pero cuál fue mi sorpresa cuando uno resultó ser el músico percusionista de mi adolescencia. No voy a decir que su aspecto me sorprendió. Había perdido su brillante y rizado cabello negro. Lucía una estudiada calva que, a su vez, compensaba con un bigote y perilla minimalista. Lo observé durante unos minutos, por fin me decidí y me acerqué para hablarle. Nunca lo había hecho hasta entonces.
 -Hola, sé que no me conoces pero cuando eras estudiante subía en el mismo trenet de regreso a casa. Siempre te observé mientras estudiabas tus partituras.
 Esa fue mi primera frase de acercamiento. El músico, acostumbrado a ser adulado por su arte, se quedó algo sorprendido por mi saludo. Con una sonrisa estudiada me pidió disculpas por no acordarse de mí. A continuación, comenzó a narrarme sus andanzas desde el punto en el que le había dejado de ver. A los dos minutos, confieso que estaba muy aburrida. Debía poner freno a esa cascada de autoestima que estaba presenciando.
No quise ser descortés, pero cuando pude hablar, sin darle más tregua a sus explicaciones, le tendí la mano y le dije:
-Ha sido un placer conocerte después de tantos años.
 Me fui segura de que no le habría causado muy buena impresión mi freno a su ego. En ese instante comprendí mi voluble olvido. Con el paso del tiempo, sigo opinando que la adolescencia no marca tanto como algunos se empeñan en defender.