sábado, 30 de septiembre de 2017

LA LÁPIDA DE LLÀTZER



En su familia la muerte era el tema favorito de conversación. En realidad, lo que realmente les preocupaba no era el momento sino la ceremonia final. No había comida, cena o reunión donde no se comentase cómo prepararían, cada uno, su último viaje. Todos los hermanos participaban de esa obsesión, pero Llàtzer, en particular, era el que más preocupado se mostraba.
Llàtzer era el cuarto hermano de los siete que habían conseguido sobrevivir. No era ni mejor ni peor que los otros, pero sí se distinguía del resto por su espíritu aventurero. Un día les dijo que que antes de irse al otro mundo, debía conocer mundo, por eso, se fue como voluntario a la Legión así podría salir de su pueblo y, a su vez, cumplir con su patria. La disciplina militar le gustó. Se parecía a la de su casa, pero tampoco pensó que su destino estaba en el ejército, por eso, una vez se licenció se dedicó a viajar. Durante más de dos años recorrió la península y el norte de África. Decía que quería conocer su amado país, ese por el que estaba dispuesto a dar hasta su última gota de sangre, como buen legionario que se sentía.
Cansado de viajar regresó al pueblo y a su trabajo de carretero. A partir de ese instante sólo dejaría transcurrir su vida hasta que llegase su muerte, esa la que tanto había hablado y debía preparar muy bien. Todos los días semejaban ser iguales, pero aquel día, cuando regresaba de uno de los transportes que solía efectuar al puerto de Valencia, marcó el resto de sus días. Con el carro vacío, tirado por su querida jaca Rubia, el camino se angostaba y casi anochecía en el instante en el que se levantó un viento feroz, revuelto, desagradable, que lo revolvía todo a su paso. Rubia, movió las orejas en señal de precaución y miedo por la tormenta que se avecinaba. Llàtzer comprendió el gesto del animal y la animó a continuar a que acelerase el paso con unos cuantos gritos al compás de unos golpes que le propinó con las riendas. Calculó mentalmente la distancia y el tiempo que disponía para recorrerlo antes de que la lluvia hiciese acto de presencia y pensó que podía llegar a su casa antes de la tormenta, sin embargo, se equivocó. El cielo se oscureció en pocos segundos y los primeros truenos se dejaron oír como si fuesen el rugido de un animal feroz que se despierta de un letargo involuntario.
Rubia, la yegua, resoplaba, nerviosa por los relámpagos que se dibujaban delante de ella. Aceleró el trote. Esos fogonazos secos y llenos de luz le asustaban. El animal dio un respingo cuando aquel árbol cayó delante de sus patas. Llàtzer, que en ese momento estaba de pie animándole a que corriese más, perdió el equilibrio y, aunque tenía  las riendas firmemente asidas, no pudo evitar caer al camino. Fue un golpe seco que resonó como si un saco pesado golpease el suelo. Todo el peso de su cuerpo se concentró en su cadera derecha. Sintió el tronzar del hueso cuando se le partió y, a continuación, un fuerte dolor le hizo casi perder el sentido.
Aquella tormenta cambió el rumbo de su vida. Su cadera reparada, le propinó varias secuelas y entre ellas el que su pierna derecha fue más corta que la otra, aunque tampoco le importó demasiado. Llàtzer dejó de trabajar. Vendió su carro y a su jaca Rubia. La pensión vitalicia que le concedieron por el accidente era lo suficiente para continuar con su forma de vida sencilla. A partir de ese instante, sólo se dedicaría a pensar y preparar su último viaje, pero, por supuesto, este debía tardar lo suficiente como para tenerlo todo previsto.
Pasaba los días sentado a la puerta de su casa, en invierno lo hacía buscando el sol y en verano la sombra. Charlaba con los vecinos y los transeúntes y siempre permanecía acompañado por su música favorita que eran las canciones de Manolo Escobar.
Los vecinos se habían acostumbrado a su presencia así como a sus continuos pronósticos del tiempo acompañados por los acordes de los pasodobles escobares. La convivencia de esa cotidianeidad se convirtió en la amable rutina de cada día.
A pesar de su siempre alegría por la vida, la obsesión por la preparación de lo que sería su última morada, nunca le abandonó. Entre las cosas que más le preocupaba, hasta quitarle el sueño, era la lápida de su sepulcro. Estuvo varios meses pensando qué motivo escultórico pondría en el centro y la frase que le acompañaría para que le recordasen siempre. Habló y consultó con el marmolista sobre cuál sería la mejor imagen y por fin, encontró la solución a ese dilema. El boceto le gustó. En la parte central iría una imagen de Lázaro, el amigo favorito de Jesús, muerto y resucitando obediente ante su reclamo. Le fascinó la idea. Pensaba que aquella imagen debía de ser muy real y así, los que visitasen el cementerio, pensarían que el muerto y enterrado, que sería él, se incorporaría en el acto cuando Jesús le visitase. Además, a aquella imagen le hacía falta una frase que fuese sonora e impactante. Después de unas cuantas noches pensándolo y de discutirlo con sus hermanos y con el marmolista, al final dio con la clave:
“Aquí yace Llàtzer, rogad por su alma.”
Le pareció redonda, aunque hubiese preferido que ésta llevase su marca, es decir, escribirla a su manera. Al marmolista le costó bastante hacerle comprender que no podía escribir el verbo “yacer” con ‘ll’ por mucho que se empeñase, pues él no estaba dispuesto a cometer una falta de ortografía a sabiendas. Habría sido un descrédito para su negocio, le dijo.
Por fin, cuando la lápida estuvo lista, Llàtzer no faltó, ni un día, a visitarla. El picapedrero la guardaba en su almacén protegida con una bandera nacional que él conservaba de sus años de legionario. Todas las tardes pasaba unos minutos sentado frente a ella. En su mente recreaba cómo quedaría puesta sobre su nicho. Una vez satisfecha su imaginación, la volvía a cubrir con la enseña roja y gualda y se iba a su casa, contento por tenerlo todo ya resuelto y bien hecho. Todo estaba listo para cuando llegase ese último viaje.
Por desgracia, una mala enfermedad hizo que no tardase muchos años en llegar ese momento y tal como él le había indicado a su hermana más pequeña, todo se llevó a cabo tal y como lo programado. Todo se hizo como él deseó, salvo un detalle. Cuando su hermana fue al almacén del marmolista para ver la lápida que Llàtzer había encargado, la miró horrorizada. Aquella imagen de un muerto levantándose le pareció macabra. Sin ninguna contemplación, por estar quebrantando la voluntad de su fallecido hermano, ordenó que se hiciese una nueva, sin ninguna imagen bíblica. Debía figurar sólo el nombre, la fecha de nacimiento y la muerte.

La decisión de su hermana no pudo ser discutida por Llàtzer que tan preocupado estaba por no pasar desapercibido en el campo santo, pero lo cierto es que cuando llega la fiesta de Todos los Santos, nadie se detiene ante su lápida.

sábado, 23 de septiembre de 2017

22 COOPERATIVA DE ACTORES





Quizá en otro momento o quizá en otro ambiente nunca le hubiesen perdonado la frialdad con la que, Natasha Ivanoff, en aquel instante, trató a su solícito enamorado, Edelmiro Bartha.  Creo que al único que le preocupó y sorprendió, aquella falta de respuestas a las preguntas que, minutos antes, él me había lanzado, sobre la repentina aparición de su amada en aquella barraca de contrabandistas, fue a mí. Se demostraba que el poder de seducción hipnótico que poseía aquella mujer de ojos color esmeralda era evidente. Y tampoco nadie mostró interés por oír alguna explicación acerca de su misteriosa desaparición con aquel desconocido al que dijo reconocer como hermano. Por algún motivo que yo no alcanzaba a comprender, ni su prolongada ausencia y ni su no menos espectacular aparición en la playa rodeada de contrabandistas, su retorno no preocupó a nadie. Miré los rostros de los que se encontraban a mí alrededor y en sus caras no había ni un ápice de curiosidad por escuchar alguna explicación sobre las andanzas de aquella enigmática mujer. Su aparición, más fantasmagórica que real y propia de una obra de teatro de las de llamadas de magia, aparentemente no importó a nadie, puesto que, al instante de que ocurriese, todos volvieron a sus quehaceres. Los trabajadores del teatro ni tampoco se preocuparon por la felicidad de los amantes reencontrados que se besaban delante de ellos. No podía salir de mi asombro ante el desinterés mostrado por todos, incluso por mi amigo Batiste quien se ocupaba de guardar unos vestidos del último montaje dentro de los baúles de la compañía; al parecer al único que le importaba su reencuentro era a mí. Me resultaba imposible apartar la mirada de la duquesa Natasha quien, en la penumbra del patio de butacas, susurraba al oído del encandilado Bartha, algunas palabras cuyo efecto provocaban una amplia sonrisa en el rostro de aquel afable hombre. Pude ver como la pareja de enamorados se encaminó hacia la puerta de salida del teatro y yo fui el único que, con la mirada, los persiguió hasta verles desaparecer tras la luz del sol que se proyectaba sobre el pasillo central del patio de butacas.
Entre bambalinas, los maquinistas y los mozos se afanaban en desmontar y transportar los telones junto con las cajas del utillaje de la última obra representada. El retorno de la enigmática duquesa no había importunado en lo más mínimo sobre la cotidianidad de la compañía de teatro.
-¡No guardéis todavía el vestuario ruso! –Gritó Darqués que entraba por la puerta trasera del escenario del teatro Ruzafa acompañado por un extraño caballero. –Los telones de El Cristo moderno deben continuar en su sitio porque, esta noche, volvemos a representarla. La señora marquesa Bonafé nos financia un par de funciones más.
El sonido de los golpes de martillo y el trasiego de cajas hacia los sótanos del teatro se detuvieron con la voz de orden del director. Ese cambio de opinión provocó murmullos de sorpresa puesto que, Darqués, quien tan enérgicamente había protestado por las condiciones impuestas por la benefactora, ahora detenía el trabajo y parecía hasta complacido de tener que volver a representar aquella obra que la marquesa había impuesto.
Tanto Miguel Máñez como su esposa Carlota Planes se esforzaron por cumplir inmediatamente las nuevas indicaciones del director y aunque ambos ensayaban los diálogos de un sainete del Peris Celda que pensaban representar a su beneficio abandonaron el ensayo para retomar los personajes de la revolución bolchevique cristianizada, pero aún no llevaban ni recitados dos diálogos de dicho texto cuando, desde uno de los palcos, se escuchó un golpe seco que retumbó como si fuese una explosión de alguna bomba. Dirigí la mirada hacia el palco de donde procedía el estruendo y vi como asomaba una mano que intentaba asirse a la barandilla del palco.
Bartha salió de no se sabe qué rincón oscuro para ser el primero en encaramarse hasta el palco y comprobar si el propietario de aquella mano se encontraba vivo o muerto. En pocos segundos todos los maquinistas, los mozos e incluso el director acudieron para atender al posible herido, pero cuál fue la sorpresa de todos cuando, en realidad, se trataba de una mujer que al parecer, intentó subirse a una silla y ésta cedió a su peso dando con sus huesos en el suelo. La levantaron y tras comprobar que no tenía nada roto todos enmudecieron al contemplar los bigotes y barbas que cubrían su rostro. Fue ella la que rompió el asfixiante silencio que se produjo con una voz melodiosa que aún hundió más a todos en el asombro.


-Discúlpenme. Soy María Bartolineti, aunque todos me conocen como ‘La mujer barbuda que canta’. Trabajo en el circo Pizarro que está en la plaza de toros. Les pido mil perdones. No pretendía asustarles, pero me he subido a la silla para verles mejor y una de las patas ha cedido a mi peso.
-Mi querida señorita, si quería vernos no tenía más que entrar por la puerta y sentarse en una de las butacas de patio. –Le conminó el director como queriendo quitarle hierro al asunto.
-No pretendía espiarles, pero como hoy no tenía trabajo pensé que…
Y en ese instante la dama de rostro peludo inició un torrente de lamentaciones sobre los serios problemas que el circo estaba atravesando.
-El circo anda en las últimas –Dijo. –Sólo se consigue actuar en pueblos pequeños y la miseria de este país hace que nuestros precios baratos resulten un lujo para los habitantes de las poblaciones que visitamos que no tienen ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca.
Con su voz melodiosa nos contó tantas penurias ocurridas en su vida errante que las lágrimas comenzaron a asomar en los rostros de los congregados a su alrededor y, de no haber sido por la rápida intervención del director, aquello se habría convertido en una verdadera escena melodramática.
-Queridísima señorita, no se preocupe tanto por la situación económica de este país, pues poco a poco todo cambiará para darnos más de una alegría. Ahora, si le parece bien, le acompaño hasta la plaza de toros.


Pero aquella mujer de voz melodiosa y de aspecto varonil no le hizo mucho caso y siguió hablando; contó que el propietario del circo se había convertido en uno de los principales promotores para crear una cooperativa actoral de todo tipo de espectáculos.

–El circo agoniza, señor Darqués, pero el director Pizarro cree que si nos unimos todos los artistas seguro que conseguiremos salir de esta crisis. –Afirmó la velluda artista.
-Los actores si se agrupan en cooperativas para conseguir que les contraten conseguirán ganar un jornal digno al igual que lo hacen los obreros de otros sectores y eso sería fabuloso. –Acertó Bartha a decir que hasta ese instante se había mantenido callado y distante pendiente sólo de su amada rusa.
-Sería una posible solución a muchos de nuestros problemas. –Apuntó, desde el escenario, el empresario del teatro Ruzafa, el señor Martí, que había seguido la evolución de la narración de la cantante barbuda desde un ángulo discreto sin que nadie hubiese notado su presencia. –El problema está en que los empresarios no podemos contratar a todos los actores, aunque formen parte de la misma cooperativa.
-Pero ¿por qué? Si a veces tenemos que interpretar varios papeles en una misma representación porque no hay suficientes jornales para actores y actrices. Eso significa más trabajo por el mismo sueldo.


Quien había formulado esa observación con gran tino era Miguel Máñez que, en un segundo plano junto a su esposa Carlota quien extrañamente permanecía callada, no se había pronunciado hasta entonces.
-No entremos en discusiones. –Afirmó tajante Darqués. –Será mejor que acompañemos a esta dama a la plaza de toros. Tengo ganas de saludar a Salustiano Pizarro y comprobar si sigue tan majestuoso su circo como lo recuerdo.
Y encabezados por Darqués todos sentimos curiosidad por ver la carpa del Pizarro.
-¿Tú crees que tendrán fieras? –Me preguntó Batiste que parecía entusiasmado con la idea de ver un circo distinto al tenderete donde interpretaban sus farsas de adivinación el profesor Ares y Miss Zakara.
No tuve tiempo de contestarle porque al cruzar el zaguán del teatro una inmensa muchedumbre nos cortó el paso.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué hay tanta gente? –Le pregunté inquieto a Carmen Caballero, la primera actriz de la compañía, que abrumada al igual que nosotros se detuvo ante el gentío y un hombre, de cara angulosa y poblada barba, se acercó hasta ella gritándole:
- Bella Afrodita únete a nosotros que con tu hermosa cara seremos más fuertes.
Aquel hombre, de rostro abominable, le besó en la mejilla mientras le entregaba una octavilla. No se detuvo más porque detrás de él un nutrido grupo avanzaba y entre ellos destacaban dos hombres  que blandían una pancarta con el lema: UNÁMONOS.
Me sentí desconcertado ante tanta agitación así que tomé a Batiste de la mano para así poder permanecer juntos en medio de aquella muchedumbre. Darqués iba unos pasos por delante de nosotros y con el brazo hizo un gesto a toda la compañía para que permaneciese unida dentro de aquella marea de manifestantes.
En la plaza del ayuntamiento un improvisado entarimado servía de plataforma para que varios oradores subieran a arengar a los asistentes. Los que pudimos escuchar lo hacían con discursos llenos de retórica teatral sobre el momento crítico que se vivía entre las compañías artísticas que convivían en los escenarios de la ciudad de Valencia. A pesar de que fueron muchos los que subieron y expusieron el problema, ninguno parecía encontrar una solución eficaz para resolverlo.
-Lo que sobran son teatros ¡Qué se cierren!
Gritó alguien entre el público.
-Eso nunca, que hay familias que viven de los locales. –Le contestó otra voz y un murmullo se elevó por toda la plaza.
22 COOPERATIVA DE ACTORES
Quizá en otro momento o quizá en otro ambiente nunca le hubiesen perdonado la frialdad con la que, Natasha Ivanoff, trató a su solícito enamorado, Edelmiro Bartha.  Creo que al único que le preocupó y sorprendió, aquella falta de respuestas a las cuestiones que le fueron formuladas, fue a mí. Minutos antes, el impetuoso amante, me había lanzado toda una suerte de preguntas sobre la repentina aparición de su amada en aquella barraca donde los contrabandistas me proporcionaron un gran susto. Cuando la rusa apareció pareció sumir a todos bajo su poder hipnótico, pues ninguno le inquirió cuál podía ser su último paradero. Con ello quedaba, más que demostrado, el evidente poder de seducción que poseía aquella mujer de ojos color esmeralda. Y tampoco nadie mostró interés por oír alguna explicación acerca de su misteriosa desaparición con aquel desconocido al que dijo reconocer como hermano. Por algún motivo que yo no alcanzaba a comprender, ni su prolongada ausencia y ni su no menos espectacular aparición en la playa rodeada de bandidos, no preocupó a nadie. Miré los rostros de los que se encontraban a mí alrededor y en sus caras no había ni un ápice de curiosidad por escuchar alguna explicación sobre las andanzas de aquella enigmática mujer. Su aparición, más fantasmagórica que real y propia de una obra de teatro de las de llamadas de magia, aparentemente no importó a nadie, puesto que todos volvieron a sus quehaceres. No podía salir de mi asombro ante el desinterés mostrado por todos. Miré a mi amigo Batiste. Se ocupaba de guardar los vestidos del último montaje dentro de los baúles. Busqué un poco de complicidad en mí, pero, al parecer, al único que le importaba su reencuentro era a mí. Me resultaba imposible apartar la mirada de la duquesa Natasha quien, en la penumbra del patio de butacas, susurraba al oído del encandilado Bartha, algunas palabras cuyo efecto provocaban una amplia sonrisa en el rostro de aquel afable hombre. Pude ver como la pareja de enamorados se encaminó hacia la puerta de salida del teatro. Yo fui el único que los persiguió con la mirada hasta verles desaparecer tras la luz del sol que se proyectaba sobre el pasillo central del patio de butacas.
Entre bambalinas, los maquinistas y los mozos se afanaban en desmontar y transportar los telones junto con las cajas del utillaje de la última obra representada. El retorno de la enigmática duquesa no había importunado en lo más mínimo sobre la cotidianidad de la compañía.
-¡No guardéis todavía el vestuario ruso! –Gritó Darqués que entraba por la puerta trasera del escenario del teatro Ruzafa acompañado por un extraño caballero. –Los telones de El Cristo moderno deben continuar en su sitio; esta noche volvemos a representarla. La señora marquesa Bonafé nos financia un par de funciones más.
El sonido de los golpes de martillo y el trasiego de cajas hacia los sótanos del teatro se detuvieron con la voz de orden del director. Ese cambio de opinión provocó murmullos de sorpresa puesto que, Darqués, quien tan enérgicamente había protestado por las condiciones impuestas por la benefactora, ahora detenía el trabajo y parecía hasta complacido de tener que volver a representar la imposición de la marquesa.
Tanto Miguel Máñez como su esposa Carlota Planes se esforzaron por cumplir inmediatamente las nuevas indicaciones del director. Dejaron de ensayar los diálogos de un sainete del Peris Celda que iban a representar a su beneficio para retomar los personajes de la revolución bolchevique cristianizada. Aún no llevaban ni recitados dos diálogos de dicho texto cuando, desde uno de los palcos, se escuchó un golpe seco que retumbó como si fuese la explosión de una bomba. Dirigí la mirada hacia el palco de donde procedía el estruendo y vi como asomaba una mano que intentaba asirse a la barandilla del palco.
Bartha salió de no se sabe qué rincón oscuro para ser el primero en encaramarse al palco. En pocos segundos todos los maquinistas, los mozos e incluso el director acudieron para atender al posible herido, pero cuál fue la sorpresa de todos cuando, en realidad, se trataba de una mujer que, al parecer, intentó subirse a una silla y ésta cedió a su peso dando con sus huesos en el suelo. La levantaron y tras comprobar que no tenía nada roto todos enmudecieron al contemplar los bigotes y barbas que cubrían su rostro. Fue ella la que rompió el asfixiante silencio que se produjo. Con su voz melodiosa aún hundió más a todos en el asombro.
-Discúlpenme. Soy María Bartolineti, aunque todos me conocen como ‘La mujer barbuda que canta’. Trabajo en el circo Pizarro que está en la plaza de toros. Les pido mil perdones. No pretendía asustarles, pero me he subido a la silla para verles mejor y una de las patas ha cedido a mi peso.
-Mi querida señorita, si quería vernos no tenía más que entrar por la puerta y sentarse en una de las butacas de patio. –Le conminó el director como queriendo quitarle hierro al asunto.
-No pretendía espiarles, pero como hoy no tenía trabajo pensé que…
Y en ese instante la dama de rostro peludo inició un torrente de lamentaciones sobre los serios problemas que el circo estaba atravesando.
-El circo anda en las últimas –Dijo. –Sólo se consigue actuar en pueblos pequeños y la miseria de este país hace que nuestros precios baratos resulten un lujo. Algunos de los habitantes de las poblaciones que visitamos no tienen ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca, por eso ¡cómo van a pagar por vernos!
Con su voz melodiosa nos contó tantas penurias ocurridas en su vida errante que las lágrimas comenzaron a asomar en los rostros de los congregados a su alrededor y, de no haber sido por la rápida intervención del director, aquello se habría convertido en una verdadera escena melodramática.
-Queridísima señorita, no se preocupe tanto por la situación económica de este país, pues poco a poco todo cambiará para darnos más de una alegría. Ahora, si le parece bien, le acompaño hasta la plaza de toros.
Pero aquella mujer de voz melodiosa y de aspecto varonil no le hizo mucho caso y siguió hablando; contó que el propietario del circo se había convertido en uno de los principales promotores para crear una cooperativa actoral de todo tipo de espectáculos.
–El circo agoniza, señor Darqués, pero el director Pizarro cree que si nos unimos todos los artistas seguro que conseguiremos salir de esta crisis. –Afirmó la velluda artista.
-Los actores si se agrupan en cooperativas para conseguir que les contraten conseguirán ganar un jornal digno al igual que lo hacen los obreros de otros sectores y eso sería fabuloso. –Acertó Bartha a decir que hasta ese instante se había mantenido callado y distante pendiente sólo de su amada rusa.
-Sería una posible solución a muchos de nuestros problemas. –Apuntó, desde el escenario, el empresario del teatro Ruzafa, el señor Martí, que había seguido la evolución de la narración de la cantante barbuda desde un ángulo discreto sin que nadie notase su presencia hasta ese instante. –El problema está en que los empresarios no podemos contratar a todos los actores, aunque formen parte de la misma cooperativa.
-Pero ¿por qué? Si a veces tenemos que interpretar varios papeles en una misma representación porque no hay suficientes jornales para actores y actrices. Eso significa más trabajo por el mismo sueldo.
Quien había formulado esa observación con gran tino era Miguel Máñez que, en un segundo plano junto a su esposa Carlota, no se había pronunciado hasta entonces.
-No entremos en discusiones. –Afirmó tajante Darqués. –Será mejor que acompañemos a esta dama a la plaza de toros. Tengo ganas de saludar a Salustiano Pizarro y comprobar si sigue tan majestuoso su circo como lo recuerdo.
Y encabezados por Darqués todos sentimos curiosidad por ver la carpa del Pizarro.
-¿Tú crees que tendrán fieras? –Me preguntó Batiste que parecía entusiasmado con la idea de ver un circo.
No tuve tiempo de contestarle porque al cruzar el zaguán del teatro una inmensa muchedumbre nos cortó el paso.
-¿Qué ocurre? ¿Por qué hay tanta gente? –Le pregunté inquieto a Carmen Caballero, la primera actriz de la compañía, que abrumada al igual que nosotros se detuvo ante el gentío y un hombre, de cara angulosa y poblada barba que se le acercó hasta ella gritándole:
- Bella Afrodita únete a nosotros que con tu hermosa cara seremos más fuertes.
Aquel hombre, de rostro abominable, le besó en la mejilla mientras le entregaba una octavilla. No se detuvo más porque detrás de él un nutrido grupo avanzaba y entre ellos destacaban dos hombres que blandían una pancarta con el lema: UNÁMONOS.
Me sentí desconcertado ante tanta agitación así que tomé a Batiste de la mano para permanecer juntos en medio de aquella muchedumbre. Darqués iba unos pasos por delante de nosotros y con el brazo hizo un gesto a toda la compañía para que permaneciese unida dentro de aquella marea de manifestantes.
En la plaza del ayuntamiento un improvisado entarimado servía de plataforma para que varios oradores subieran a arengar a los asistentes. Se trataba de discursos llenos de retórica teatral sobre el momento crítico que se vivía entre las compañías artísticas de la ciudad de Valencia. A pesar de que fueron muchos los que subieron y expusieron el problema, ninguno parecía encontrar una solución eficaz para resolverlo.
-Lo que sobran son teatros ¡Qué se cierren!
Gritó alguien entre el público.
-Eso nunca, que hay familias que viven de los locales. –Le contestó otra voz y un murmullo se elevó por toda la plaza.
Aquello tomaba visos de no llegar a ninguna parte cuando, de improviso, vi, casi como un espejismo, en medio de la muchedumbre, a mi hermano, Salvador Masobrer, y a Librada que nos hacían señas para que nos acercásemos hasta ellos. Tanto Batiste como yo saltamos de alegría al verlos e intentamos aproximarnos, pero debido a nuestra corta estatura el avance resultaba imposible. Di unos cuantos empujones para lograr caminar unos pasos en su dirección y así acortar distancias y cuando rozaba la mano de Librada, en ese instante, se escucharon unos disparos que truncaron el ambiente festivo de la manifestación por gritos junto con carreras fruto del pánico a lo desconocido. Tanto Batiste como yo nos quedamos paralizados a merced de los empujones y golpes que los manifestantes propinaban en sus desorientadas carreras. Aquella desbandada nos habría aplastado de no haber sido por la rápida intervención de Salvador que nos arrinconó bajo la fachada del edificio de Correos. Una avalancha de asustados hombres y mujeres corrían en todas direcciones. Aquella estampida duró pocos minutos, sin embargo, tuve la sensación de que fue una eternidad. Batiste se abrazó a mí y yo, a su vez, a Salvador que, con su cuerpo, también intentaba proteger a Librada. Cuando, por fin, parecía que las carreras desorientadas cesaban, en el suelo quedó gente herida y magullada por los golpes. Las voces alegres de los minutos previos se habían convertido en gemidos de dolor. Miré a mi alrededor y entre los que gritaban reconocí a Bartha que abrazaba a una mujer tumbada en la acera. Natasha Ivanoff estaba inconsciente.