domingo, 20 de febrero de 2022

03 LA SANTA LUISA

 

-Una de las cosas que quiero que entiendas, es que quien ha vivido el miedo, el pánico, como yo, en aquella etapa de mi vida, no lo olvida nunca, ni tan siquiera en los años de bonanza. El miedo es un sentimiento que te hace percibir las cosas de otra manera; además, esa emoción perdura con el tiempo y llega a traspasarlo. El miedo, el pavor, el horror, te persigue a lo largo de toda tu vida. Lo sientes siempre, tanto en el presente como en el futuro y hasta se retrotrae hasta el pasado. Cuando recuerdo aquellos episodios, de mí ya lejana infancia, no puedo evitar que un escalofrío recorra mi espalda.

-Pues no comprendo porqué sentías tanto miedo. -Le interrumpió el hijo de Andrés. -La señora era tu amiga ¿no?

-Me temo que no sabes nada. En primer lugar, te estás equivocando de señora. La que llegó en el coche no era la duquesa Natasha Ivanoff como has podido imaginar.

-Ah ¿no? Pensé que…

-Te precipitas al pensar que la suerte se encontraba de nuestra parte. Aquella señora a la que tan impacientemente esperaba Aurelio Tamallet y toda su cuadrilla, era la encarnación del mal; el mismísimo diablo.

-Eres un exagerado. -Bromeó su hijo ante las afirmaciones de su padre.

-Sé muy bien lo que me digo.

Andreu dejó de hablar. Introdujo los dedos en el pequeño bolsillo del chaleco, pero esta vez no sacó el trozo de puro caliqueño que antes había manoseado, sino una medallita. La sostuvo entre sus delgados dedos como si fuese la joya más preciada. Tras unos segundos, absorto en contemplarla y acariciarla, volvió a guardársela, en el mismo bolsillo, e hizo un gesto para regresar al tiempo actual. Miró a su hijo. Tomó aire y, con cierta calma, prosiguió su relato.

-Cuando ella se apeó del coche todos los gañanes y zafios secuaces de la banda de Aurelio Tamallet la rodearon con una manifiesta actitud servil, rastrera. Durante unos minutos estaban tan pendientes de ella y su criado, que no se percataron que Batiste y yo salimos corriendo en dirección a la puerta del tinglado para intentar escapar de aquellos energúmenos. Corrimos todo lo rápido que nuestras piernas nos lo permitieron, pero de nada nos sirvió puesto que en la puerta se encontraba uno de ellos. Todavía no lo conocíamos al que todos apodaban “El Melenas”, en honor a su alopecia. Como si fuésemos un par de moscas que caen en una telaraña, nos atrapó con sus desproporcionados brazos, más propios de un pulpo que de un ser humano. Nos arrastró como si fuésemos un saco de patatas para colocarnos delante del grupo.

-Melenas, ten cuidado con los pichones que los necesitamos. -Le gritó Ginés con sorna.

-Si no llega a ser por mí, echan el vuelo y no os dais ni cuenta. -Le respondió el Melenas sin soltarnos. -Siempre tengo que estar atento a todo.

Tanto Batiste como yo pensamos que teníamos los minutos contados. No sabíamos qué se discurría en esas cabezas que parecían estar solo preparadas para hacer el mal.

-Dejaos de tonterías y atender a la señora que tiene muchas cosas que contarnos y su tiempo es oro, ¿me equivoco? -Dijo Aurelio a sus secuaces como queriendo centrar la atención en la recién llegada.

-Así es. Debo solucionar otros negocios antes de que termine el día. Poned atención que solo lo explicaré una vez. En el navío que llegó ayer al puerto se encuentra algo muy valioso que me tenéis que conseguir ya.

-¿Se refiere al portugués? -Gritó Ginés.

-Sí, ese mismo. -Le indicó la señora con un mohín de disgusto por haber sido interrumpida. -En el portugués se han recogido los cofres rescatados del pecio español La Santa Luisa.

-¿Pecio? ¿Qué es eso? -Le interrumpió el Melenas.

-La Santa Luisa fue la goleta más rápida del mar Tirreno. Siempre se ha hablado de los piratas de los mares del Caribe, pero se han olvidado que el arte del robo, no sólo se ha llevado a cabo en ese lugar de los océanos, pues, en el mar Mediterráneo, también se ha practicado el noble arte del pillaje. Los barcos ligeros, como el caso de las goletas, se usaban como medio de transporte, digamos intermediario, para poder descargar los tesoros conseguidos de formas poco convencionales, sin tener que pasar los controles en los que les interceptaban, bien las autoridades o bien los propios piratas, cuando llegaban a los puertos. La goleta La Santa Luisa, adquirió una gran popularidad por ser muy rápida y ligera y capaz de escapar de situaciones comprometidas ante los barcos mayores, pero, aunque sus tripulantes demostraron gran habilidad para esquivar los ataques en los cortos trayectos, no pudieron evitar el que le propinó un barco inglés digno heredero de los corsarios de otros mares. Aquel ataque terminó por hundirla cerca de la isla de Sicilia. Se ha hablado mucho de su naufragio y, no han sido pocos los que la han buscado sin ningún éxito. Se especuló sobre si no hubiese existido nunca y de que se tratase solo de una leyenda más de las que tanto han crecido a expensas de los piratas de ese momento, sin embargo, algunos no han desistido de buscarla hasta encontrar el pecio próximo a la costa de Cefalú, una de las ciudades más bellas de Sicilia. -En ese momento la señora hizo una pausa en su relato y miró al Melenas que la escuchaba con cara bobalicona. Continuó con una sonrisa de complicidad. –Los portugueses han recuperado buena parte de los tesoros que se encontraban en sus bodegas. Aunque no se ha hablado mucho de ese viaje ni de su llegada a nuestro puerto, eso no ha sido ningún impedimento para que llegase a mis oídos su recalado aquí por unas horas. Espero que ahora comprendáis la importancia de que se actúe con rapidez y discreción. ¿Lo habéis entendido, atontados?

-Ahora claro que lo comprendo todo. Podía haberlo dicho desde el principio. -Soltó el Melenas con su voz chillona.

Tamallet, con el semblante muy serio y sin mediar palabra, sacó el revólver, que llevaba oculto en la cazadora, y con la culata golpeó al Melenas en la boca. El ladrón, que se encontraba desprevenido, con el golpe, perdió el equilibrio y se cayó arrastrándonos a nosotros también hasta el suelo.

-Continúo que el tiempo se me echa encima. -Apremió la señora que no prestó ninguna atención al Melenas que sangraba abundantemente por la boca, ni a nosotros que nos habíamos ovillado en el suelo para evitar el próximo golpe. – Uno de los cofres recuperados está lleno de piedras preciosas y monedas de oro. Quiero que lo descarguéis y llevéis al hangar número 7.

-Eso es fácil. -Le interrumpió Ginés que no parecía haber comprendido que tenía que mantener la boca cerrada si no quería recibir otro culetazo de su jefe.

-Una vez lo hayáis hecho, quiero que alguno de vosotros lleve una de las monedas de oro a una dirección que solo te daré a ti, Aurelio, porque de estos bobalicones no me puedo fiar. Allí os darán instrucciones para el resto del cargamento que, mientras tanto, vigilaréis y protegeréis si es preciso con vuestra vida. Pero venga, no os quedéis ahí parados. Tenéis mucho trabajo que hacer y el tiempo apremia.

La señora hizo mención de subir al coche, pero retrocedió para dirigir la mirada hacia nosotros que seguíamos tumbados en el suelo, acurrucados. Regresó sobre sus pasos y con un amago de lo que parecía ser una sonrisa nos habló.

-¿Cómo os llamáis, pequeños? -Nos preguntó con una voz que sonó almibarada para un rostro tan duro.

-Batiste y Andreu, señora. -Le contesté con rapidez.

La señora me miró con detenimiento, después, como si hubiésemos desaparecido para ella, dirigió su atención a Tamallet.

-Estos dos me sirven para llevar el paquete. Los niños pasarán desapercibidos con facilidad, porque estos tontorrones de tus hombres atraerán a los guardias al instante.

-Pensaba usarlos para otra cosa -Dijo Aurelio con un tono neutro- Pero tampoco es mala idea que hagan de mensajeros con las joyas.  

 

 

 

 


sábado, 5 de febrero de 2022

02 EL TINGLADO

           



            Ginés, que era así como se llamaba el lugarteniente de Tamallet, semejaba ser un auténtico gigante. Aquel montón de carne con huesos, nos cogió, a Batiste y a mí, por el pescuezo como si fuésemos un par de gazapos. Nos colocó a cada uno de los lados de sus caderas y comenzó a caminar, con paso firme, hacia uno de los tinglados del puerto. Batiste me miró con el terror dibujado en su cara, más tarde, cuando pudimos hablar sin que nadie nos viese, me confesó que temió que, aquel energúmeno, tuviese la intención de descuartizarnos y guisarnos para su almuerzo. En el interior de aquel cobertizo se encontraban el resto de la banda de Aurelio, más conocido por Tamallet; el ladrón y asesino más popular y temido de la ciudad de Valencia y alrededores. Aquel hombre se decía que había cometido los delitos más atroces que se pueda uno imaginar. No tenía escrúpulos de ningún tipo, Podía degollar a un anciano como a un niño sin inmutarse. Se decía de él que había asesinado a más de veinte personas por encargo y que otras tantas víctimas lo habían sido por encontrarse en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. También se rumoreaba que había amasado una gran fortuna a lo largo de su carrera de delincuente y que, debido al volumen de ésta, se había visto obligado a contratar a un administrador para que pusiese orden en sus finanzas. Se dijo que el contable era diestro en los negocios y, ante el gran volumen de ganancias de Tamallet, había creado una especie de empresa con que compraba propiedades y que, incluso, se dedicaba a dar préstamos, a alto interés, de manera que, usaba a los secuaces de Tamallet para cobrar los beneficios cuando no le pagaban. A pesar de que ese ejercicio de usura aumentaba la fortuna del asesino, a éste no parecía gustarle esa forma de administrar su dinero y cuando se enteró de algunas de las operaciones donde intentaba estafarle en las cuentas, un día, sin previo aviso, lo despidió con su particular estilo; le disparó cuatro tiros sin ninguna contemplación. A partir de ese momento, el propio Aurelio, se encargó de controlar su patrimonio. El asesino, se volvió más hermético de lo que había sido hasta entonces; no contó a nadie el volumen de sus ganancias por el crimen. Aquel secretismo alimentó la leyenda de que Tamallet había escondido gran parte de su fortuna enterrándola en un huerto. Se especuló sobre dónde se podría encontrar o si, en realidad, todo era falso y no disponía de nada, salvo lo conseguido en cada golpe que daba porque, el administrador se lo había robado todo.


El rudo gigante que cargaba con los dos asustados niños, se dirigió hacia el centro del cobertizo. Allí ardía una hoguera que tres hombres alimentaban lanzando cajones de madera vacíos y pajas que se amontonaban desordenados por todo el lugar. El crepitar de las llamas semejaba una queja que se saciaba con la virulencia con la que, los secuaces de Tamallet, la golpeaban en cada uno de los cajones que tiraban. Con un par de zancadas, Ginés se aproximó al punto de luz y calor. Durante unos eternos minutos, nos mantuvo suspendidos en el aire, como si barajase la idea de lanzarnos a aquella seductora hoguera.

-¡Qué cargado que vas! ¿Nos traes la cena? A mí me gustan tiernos como esos que llevas ahí. A esos dos casi me los comería como aperitivo.

El energúmeno que hizo ese comentario era otro malhechor al que llamaban Gaspar, apodado ‘El Manco’ porque tenía fama de tener las manos muy hábiles para robar cualquier cosa sin ser visto. Era del mismo tamaño que Ginés, pero mucho más delgado. Hablaba a golpes. Juntaba los labios de manera que, al soltar el aire creaba un siseo final como si se tratase de una serpiente dotada con la cualidad del habla. Gaspar se acercó con la intención de descargar a su compinche de nuestro peso, pero Ginés lo detuvo.

-¡Quita, animal! Estos niños son de Aurelio. Me ha pedido que les dé comida y que no les pase nada. Saca un par de platos y sírveles las sobras de lo que cocinamos ayer.

Gaspar emitió lo que parecía ser una risa y, mientras se dirigía hacia una de las cajas que había tiradas en uno de los rincones, dijo:

-Sí, está bien pensado. Primero los cebamos y cuando estén algo más gorditos, nos los comemos, jijiji.

Ginés nos descargó junto a la hoguera. Batiste se abrazó a mí. Estaba muerto de miedo. Le temblaba todo el cuerpo. Aquel energúmeno nos ofreció un pedazo de pan duro y un plato en el que se adivinaban unas patatas con unos pequeños trozos de carne de pollo. A pesar de nuestro miedo, comimos con avidez. Ni recordábamos cuándo había sido el último día que habíamos tenido oportunidad de tomar bocado. Gaspar no dejaba de mascullar palabras que ininteligibles se escapaban, de entre sus labios finos, como silbidos. Intenté no prestarle atención a sus comentarios para evitar que el miedo hiciese mella en mí también.

-Ya está bien de tanta cháchara. –Gritó Aurelio, Tamallet. –Sois una pandilla de vagos. Todo lo tengo que hacer yo. Tú, recoge esos bártulos que hay en ese rincón y apaga la hoguera. A este paso, los guardias de asalto, nos van a encontrar y pescar en menos que canta un gallo.

Tanto Gaspar como los otros dos delincuentes saltaron ante la voz de mando del pistolero. Apagaron la hoguera y se dispusieron a recoger los fardos disimulados tras los cajones.

-Quiero que lo dejéis todo limpio como si no hubieseis estado aquí nunca. –Les gritó con una voz seca y autoritaria. –La señora no tardará en llegar y esto parece una pocilga.

Mientras hablaba, Andreu había tomado a Batiste de una mano y, haciéndole una seña, lo había llevado hacia unos cajones más apartados, de donde estaban los ladrones. Batiste temblaba como una hoja, pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que su amigo, Andreu, lo protegería de aquellos asesinos.

-Venga, que es para hoy. Barre esas cenizas y que no quede ni una ascua de la hoguera. –Les gritaba Tamallet con rudeza.

Ginés corría de un lado para otro apartando las cajas y cajones. Parecía haberse olvidado de los niños que se escondieron esperando la oportunidad de salir corriendo de allí en el momento más adecuado. De pronto se escuchó el motor de un coche que se acercaba. Uno de los malhechores corrió hacia la entrada del tinglado y al instante, regresó y jadeante dijo:

-Se acerca el coche de la señora.

Aurelio no dijo nada. Se levantó el cuello de la cazadora y se caló la gorra. Cruzó los brazos y esperó a que el coche entrase hasta situarse cerca del montón de cajas donde se habían escondido los dos niños. Batiste miró a su amigo para intentar averiguar si debían permanecer allí o, por el contrario, huir. Andreu no sabía muy bien qué hacer, sin embargo, la curiosidad de ver quién llegaba en aquel lujoso coche, pudo más que el miedo a los bandidos. Le hizo un gesto de silencio a su asustadizo amigo y asomó la cabeza para poder ver quien se apeaba del vehículo.

-Estimada señora. Nos volvemos a encontrar, aunque no en las mismas circunstancias.