sábado, 25 de marzo de 2017

DIMAS



Recuerdo perfectamente el día que conocí a Dimas y fue un 16 de agosto el día más importante de las fiestas de mi pueblo. El festejo siempre comienza con la procesión matutina que continúa con el traslado desde la iglesia hasta le ermita de la imagen venerada de San Roque. Todos los años había un nuevo aliciente para participar de la fiesta y en aquella ocasión, el interés se centraba en escuchar el sermón contratado para tan especial evento. Entre otros motivos se encontraba la decepción que provocó el predicador del pasado año con una admonición llena de florituras y exenta de contenido que consiguió exasperar y aburrir a los devotos y, en especial, lo que más disgustó fue que, el predicador, no tuvo a bien nombrar, ni una sola vez, al milagroso santo que se veneraba. El descontento y malestar general fue tan grande que traspasó los umbrales de la parroquia hasta colarse en el pleno del ayuntamiento, por lo que, junto con la consulta y aprobación del cura párroco, se propuso que, al próximo predicador que se contratase, para un día tan señalado, se le exigiría la referencia obligada al santo en su alocución e, incluso, se acordó que, del erario público, se le pagaría una peseta extra por cada vez que se pronunciase el nombre de pila del santo.
Ese día la ermita se llenó de devotos y curiosos. Yo también estaba allí y, aunque no entendía muy bien el interés provocado por escuchar un sermón religioso tampoco me importó madrugar pues, en mi cabeza de niña de ocho años, sólo existía el gran aliciente de arreglarme con el vestido nuevo que mi madre me había cosido para las fiestas e ir de la mano de mi padre.
Cuando llegamos a la ermita los devotos del santo, llegados de todas partes, abarrotaban la pequeña capilla y la solana de la ermita, no obstante, tuvimos suerte y pudimos sentarnos en la esquina de un banco de piedra que nos cedió un extraño hombre.  Mi padre le saludó con gran efusividad tanta que me sorprendió. Ese hombre, de aspecto vulgar, poca estatura y de vestimenta desaliñada, destacaba por unas enormes gafas que semejaban ser dos lupas engarzadas sobre su nariz. De su boca desdentada salieron unas cuantas palabras que no entendí, pero que, sin embargo, mi padre, contestó con su habitual simpatía. Otra pieza singular de su atuendo era el rosario, de grandes cuentas de madera, que extrajo del bolsillo de su chaqueta y que sostuvo, de manera delicada, entre los dedos de la mano derecha. Como niña curiosa que siempre he sido inicié una pregunta sobre quién era ese fervoroso hombre, pero el interrogante quedó en el aire pues, en ese instante, se hizo el silencio prueba de que se iniciaba la ceremonia religiosa.
El calor de agosto adormecía a las moscas que erráticas zumbaban sobre los cabellos perfumados de los asistentes. No sé si fue por la atmósfera agobiante o la inquietud por llegar a la plática del predicador, lo antes posible, que, el cura párroco, quien presidía la misa, aceleró los cantos y rezos para llegar al tan esperado momento en el que el predicador debía demostrar su oratoria.
El predicador era un hombre de avanzada edad que, sin embargo, se incorporó de un salto de la banqueta donde se sentaba, dio dos zancadas y tomó posición en el púlpito. Su asombrosa agilidad fue momentánea, pues, a continuación, y con cierta parsimonia, se entretuvo espantando las moscas que, adormiladas, revoloteaban por delante de su cara. Todavía se tomó una pausa de unos minutos más antes de pronunciar la primera palabra del sermón. Miró a los feligreses con unos ojos vivos dentro de un rostro apergaminado que le profería el aspecto de ser más viejo que Matusalén. Inesperadamente, de su boca salió una atronadora voz que captó la atención del hasta más despistado de los asistentes.
-Queridos hermanos en la fe de Jesucristo, nos hemos reunido aquí, en este día tan señalado, para festejar la fiesta del santo patrón del pueblo. La fe en Cristo no entiende de fronteras ni de idiomas, por eso, el admirable Roque, supo dirigir su vida hacia la misión que el Señor le había encomendado.
El alcalde y los festeros, en señal de alivio, soltaron el aire contenido en sus pulmones al escuchar pronunciar el nombre del patrón ya en las primeras frases del sermón. Mi mirada curiosa vio que aquel menudo hombre que nos había cedido parte de su asiento movió sus dedos alrededor de una de las cuentas del rosario. El predicador, tras una pausa dramática, continuó hablando:
-Roque, ese hombre pío y lleno de bondad, que nació en la cuna rica de unos nobles de Montpellier y que lo abandonó todo por su fe. Roque, ese santo hombre, que hizo el bien en su vida. Roque, ese misericordioso varón, que prometió peregrinar desde su ciudad natal hacia Roma. Roque que encontró en su viaje religioso las dificultades del hambre, la miseria y la enfermedad. Roque que…
Y así, el locuaz predicador, fue encadenando frases con el nombre del santo y con las largas pausas. Las reiteraciones provocaron que lo que en un principio semejaba un alivio se tornaba ya en una preocupación para las autoridades pues suponía el pago extra por cada nominación y que aumentaba con forme pasaban los minutos. En número de roques pronunciados crecía y crecía; mi padre, con disimulo, me indicó que me fijase en la mano del hombre que sostenía el rosario porque cada vez que se oía el nombre de Roque él movía los dedos contando las cuentas del rosario.
-Roque, el caritativo, que por asistir a los enfermos contrajo la lepra. Roque, el solidario, que lo dio todo. Roque, llagado, que se escondió en una cueva. Roque, el olvidado, que ni sus padres sabían que había regresado. Roque, el hambriento, y sólo acompañado por un perro. Roque el…
Y continuaban brotando roques de aquella poderosa voz y, al mismo tiempo, el ágil paso de las cuentas en la mano de aquel extraño hombre. En la cara de todos aumentaba la inquietud y sobre todo era evidente la angustia en los que debían pagarle. Parecía imposible parar la verborrea de aquel hombre que se había encasquetado en el uso de una sola palabra como si ésta fuese mágica. Llegó el momento de terminar la homilía y aquel sagaz predicador lo hizo con otra pausa prolongada que aún aumento más la tensión hasta que, al fin, pronunció la frase que, por el paso de los tiempos, nunca se olvidaría entre los asistentes de aquel año:
-Roque, Roque, Roque y Roque serás por siempre nuestro santo venerado pues ya se sabe que, hasta las ranas, en su croar, dicen Roque ¡Alabado sea el nombre de Cristo y el de Roque!
Este último alarde de facundia del predicador se acompañó con una mirada de socarronería al cura párroco que no podía dejar de reír su última ocurrencia. Terminada aquella memorable perorata y nos disponíamos a iniciar el camino de regreso a casa, cuando mi padre comentó, jocosamente, con el hombre de las grandes gafas, el sermón al que habíamos asistido y éste le confirmó que había contabilizado las veces que se había nombrado al santo con la ristra de las cuentas. Según afirmó  el resultado final era de un total de dos vueltas de rosario lo que suponía ciento dieciocho roques. Tanto mi padre como aquel hábil hombre rieron del resultado de la ocurrencia del sermoneador.
-Pocas cosas se te escapan, Dimas. –le puntualizó mi padre mientras celebraba su sagacidad.
Entre las risas de ambos, mi padre, le invitó a que viniese a terminar de celebrar el día de la fiesta en nuestra casa.
-Sólo necesitas una cuchara y conociéndote seguro que llevas una escondida en algún bolsillo de esa enorme chaqueta.
El hombre sonrió y llevándose la mano a uno de los bolsillos extrajo una cuchara de madera que blandió como si fuese un arma.  Mi padre rio ante la exhibición de tal utensilio, parecía conocerle muy bien.
 -Dimas nunca dejas de sorprenderme.
Nos habíamos quedado rezagados a la salida de la ermita por lo que fuimos testigos mudos del resultado de aquella retahíla de roques. El predicador, con la agilidad que había demostrado en sus desplazamientos, se dirigió al alcalde al que amonestó con unos argumentos que lo dejaron indefenso.
-Señor alcalde, sepa que he cumplido su encargo y, como ha podido comprobar, el santo ha salido bien parado en mi homilía, no obstante, voy a ser condescendiente con la cuenta total, pues, como podrá imaginar, si le pido lo que realmente hemos pactado ascendería a una seria deuda entre usted y yo, por lo que y, a modo de favor, por ser el día tan principal, le perdono la mitad y se lo dejo en tan sólo doscientas pesetas y el resto para bien de ánimas. Le aconsejo que, en lo sucesivo, no acote el espíritu de un predicador en posesión de la palabra.
Las autoridades acataron la petición del sagaz orador que tan bien les había jugado la partida sin  un derecho a réplica.
Tanto mi padre como yo regresamos a casa acompañados de aquel singular hombre que se convertiría en el invitado especial del día. Era la primera vez que escuchaba el nombre de Dimas, el apócrifo del buen ladrón, quien se dijo que fue crucificado junto a Jesucristo, aunque, este detalle, tampoco tendría mayor relevancia si no hubiese sido por su misteriosa despedida.
 Mi madre, tan previsora como siempre, había preparado una suculenta comida propia de las bodas de Caná. El invitado, muy educadamente, saludó a todos los miembros de la casa y, en especial a ella que era la anfitriona. Se sentó presidiendo la mesa y entre bocado y sorbo de vino comenzó el relato de su azarosa vida. Parecía increíble que aquella menuda persona fuese tan elocuente al narrar una vida que semejaba ser más inventada que vivida.
Dimas afirmó que había nacido en un pueblo junto al mar, pero, que su familia, compuesta por los padres y un total de siete hermanos, víctimas de la hambruna y la necesidad, se había trasladado a la estación del pueblo del que era oriundo mi padre, siendo éste el nexo que les unía. Dijo ser el menor de todos y afirmó, ufano, que para él era un privilegio haber nacido en el siglo XX como prolongación de la dinastía de su estirpe toda ella  decimonónica. Desde el principio demostró un avispado carácter que le hizo ganarse la simpatía del cura del pueblo y convertirse en el monaguillo que le ayudaba en las tareas de la misa diaria. Aseguró que, aunque era de moral piadosa, nunca pensó en procesar las órdenes religiosas, no obstante, se vio casi obligado a hacerlo al ser llamado a filas y así poder evitar el ser enviado al frente del Rif. Según afirmó no lo hizo por cobardía, aunque sí por precaución, pues conocía su escasa resistencia física. Dado a rezar y ayunar se adaptó con facilidad a la vida monástica, pero, con el paso del tiempo, comprendió que no estaba llamado a acabar sus días entre los muros conventuales. Tras la noticia del desastre de Annual, Dimas, vio la ocasión de regresar a la vida de extramuros y recorrer el mundo y así fue como comenzó su periplo aventurero. Con pocos recursos y mucha imaginación se las ingenió para viajar con todo vehículo que le llevase de un extremo a otro del país. Con sus hábitos y costumbres de antiguo fraile aprendió a vivir con poco y a pernoctar en los múltiples conventos que encontraba por su condición de antiguo monacal. Así transcurrió el tiempo hasta que decidió que debía sentar raíces y crear una familia. Volvió al pueblo donde buscó una esposa y se casó. Con ella tuvo tres hijos, pero una mala enfermedad pronto se la llevó de su lado.
Llegado a este punto del relato, Dimas, que había comido poco, pero sí bebido bastante, hizo un paréntesis en su relato como queriendo recapacitar de lo contado hasta ese momento. Continuó, pero esta vez, con menos precisiones en la narración de su vida y milagros. Poco a poco nos hizo caer en un profundo y extraño sueño.
Recuerdo que cuando despertamos permanecíamos sentados a la mesa, aunque, Dimas, ya no estaba en la casa y en su lugar estaba la cuchara de madera que había utilizado para comer y donde aparecía dibujada la silueta de san Roque, cuya advocación, había sido la protagonista de aquel memorable día festivo.
Nunca más volví a ver Dimas, aunque en casa se habló de él durante mucho tiempo. Resultó un misterio su aparición casual y su misteriosa desaparición en un día tan principal.


sábado, 18 de marzo de 2017

¿QUÉ PASÓ CON ALICIA?



Seguro que más de uno os habéis preguntado qué pasó con Alicia cuando ésta creció.
Algunas voces envidiosas decían que todo lo que siempre había contado era una mentira fabulada por su imaginación calenturienta.
Otros, sin embargo, dijeron que, Alicia, con le paso del tiempo, pretendió negar su viaje al país de las maravillas y, en el momento en el que alguien osaba preguntarle por aquello que tanta fama le había proporcionado, le quitaba relevancia calificándolo como una pesadilla de adolescente. No obstante, sé de muy buenas fuentes, que, cuando lo recordaba, su cara mudaba de expresión y se notaba el gozo que le suponía retrotraerse a esos años de fantasía y protagonismo.
El paso del tiempo es inexorable para todos y Alicia también creció. Se rumoreó que la decisión de abrir aquel negocio de antigüedades suponía regresar al viaje a través del túnel del tiempo y vivir la vida de los que habían sido propietarios de aquellos objetos. La mayoría de sus conocidos pensaban de ella que era una chiflada, no obstante, la delgada línea que separa la cordura de la locura estoy segura de que ella no la cruzaba tanto como alguno de nosotros lo podemos hacer en más de una ocasión de nuestra vida.
Lo que voy a narrar lo sé porque Alicia me lo contó antes de irse y es que, desde hacía muchos años, escondía su pasado bajo un gran número de muebles usados y cuadros de dudoso valor artístico. Ella, de vez en cuando, desempolvaba sus recuerdos mirándose en el espejo que conservaba en la trastienda de su negocio y rememoraba las sensaciones del momento en el que lo atravesó.
Pero sigo contando lo poco que sé de ella. Aquel día, Alicia, realizaba la tarea de catalogar los objetos que había adquirido de un piso subastado. Entre unos cachivaches encontró una lámpara de aceite oxidada. Tomó un trapo y la frotó para retirar la suciedad que la recubría. Mientras la limpiaba escuchó una voz que le saludaba. Levantó la cabeza y ante ella se encontraba un apuesto caballero.
-Buenas tardes señorita. –Le dijo con una voz dulzona para sus oídos.
-Buenas tardes, caballero. Si no llega a ser porque he escuchado la campanilla de la puerta de mi tienda pensaría  que usted es el genio de la lámpara que estoy limpiando.
-Pues que así sea. –Dijo el desconocido con tono jocoso. –Disculpe si le molesto, no tengo costumbre de entrar en las tiendas de antigüedades, pero en su escaparate hay expuesto un libro que me interesa.
Alicia depositó la lámpara que intentaba limpiar sobre el mostrador y se acercó hacia el escaparate para sacar el libro que le indicaba el posible cliente. Se trataba de un tratado sobre la caza del siglo XIX. Aquel caballero de aspecto pulcro se caló unas gafas extraídas del bolsillo derecho de su americana. Según me contó Alicia, lo observó durante unos largos y minuciosos minutos y, a continuación, le preguntó cuánto pedía por él. La transacción fue rápida y sencilla. El caballero sacó su cartera y abonó la cantidad en efectivo. Hasta ahí todo habría sido normal y corriente para el tipo de negocio que regentaba Alicia de no haber sido porque, aquel caballero, volvió su mirada a la sucia lámpara depositada sobre el mostrador y, con el libro en la mano, se evaporó delante de la atónita mirada de Alicia. De no haber sido porque tenía el dinero sobre el mostrador y que el libro no estaba ella hubiese pensado que se trataba de un sueño.
Me contó que por la noche durmió mal. Tuvo varias pesadillas y en todas ellas aparecía la mirada penetrante de aquel hombre que había desaparecido delante de ella. Harta de aquel duermevela se levantó de la cama y bajó a la tienda para continuar con la tarea de ordenación de los objetos adquiridos. En una de las cajas encontró un manojo de llaves atadas con unas tiras de piel. Pensó que serían las llaves de un mueble secreter que también estaba en aquel piso. Alicia probó en las cerraduras de éste, pero ninguna de las llaves entraba. Mientras lo hacía y sin querer presionó uno de los dibujos de las tallas del mueble y se abrió un resorte en la parte superior. Dentro había un sobre con una carta escrita con letra muy estilizada. Alicia leyó el texto, pero no le encontró mucho interés. Lo dobló y lo guardó en el interior del cajón secreter y entonces sí que vio el botón. Lo presionó. Se abrieron las puertas del secreter y de su interior apareció una preciosa miniatura de unos caballitos que giraban en un tiovivo al compás de una hermosa musiquita. Alicia, según me contó, contempló la danza de aquellos diminutos caballitos con deleite hasta que la luz del sol se coló por una de las ventanas del escaparate. Dice que sintió como si alguien le susurrase al oído, entonces levantó la mirada y lo vio. Allí, en la ventana, se encontraba el caballero que desapareció casi por arte de magia el día anterior. Le saludaba con la mano mientras le sonreía. Alicia afirma que entonces sí que vio cómo se alejaba de su tienda como cualquier viandante.
Transcurrieron los días y Alicia olvidó al misterioso comprador. Casi había terminado con todo el inventario de los objetos del lote del piso y sólo le faltaba revisar una caja que contenía la documentación del propietario. Quiso darle curso lo antes posible, pero, tal como me confesó, ese día le resultó imposible porque efectuó numerosas ventas. Por la noche, cansada de aquel agotador día, me contó Alicia, que acostó convencida de que con el cansancio vendría el sueño, pero, no fue así, pues una sensación de desasosiego le invadió. Harta de dar vueltas en la cama bajó a la tienda y decidió acometer la última caja que le faltaba por cotejar. Entre los múltiples recibos encontró un pequeño libro donde, su propietario, a modo de diario, anotaba sus impresiones. Alicia lo abrió por una página cualquiera y leyó el primer párrafo. Se trataba de la narración de una vida solitaria. Entre otras cosas, detallaba cómo adquirió el mueble secreter así como el tratado de caza de las ilustraciones que había atraído al extraño cliente, pero, sin embargo,  en lo que más hincapié hacía, a lo largo de todo el diario, era en la lámpara oxidada y el manojo de llaves cuyas cerraduras, Alicia, no había conseguido encontrar. Con la lectura de aquel diario vio amanecer y el sol entró a través de las ventanas de su tienda. Miró esperando encontrar la cara sonriente de aquel misterioso cliente, aunque, esta vez, no fue así.
Alicia me contó, que, después de leer aquel libro, ya nada era igual en su negocio. Por su cabeza le rondó la idea de emprender un largo viaje, así, sin pensarlo mucho más, echó el cierre. Antes de marcharse se dirigió hacia la trastienda y buscó el espejo que tenía oculto entre los viejos muebles. Lo embaló con cartones y papel para preservarlo y salió de la tienda con él debajo del brazo.
Todavía no ha vuelto. De hecho, cuando yo compré su tienda fue su abogado el que se encargó de todos los trámites legales, pues ella excusó su regreso para formalizar la venta.
Llevo casi veinte años en este negocio. Podría haberle cambiado el nombre al rótulo y poner el mío, pero me pareció mejor mantener el de Alicia porque ella también era amiga mía.
Nunca he vuelto a verla, aunque todos los años, por la fecha en la que se formalizó la venta, recibo una postal anónima en la que siempre se repite la misma frase:
“Sin novedad desde el otro lado del espejo.”