viernes, 21 de abril de 2017

PINCELADAS SOBRE LOS SECRETOS DE LA DUQUESA NATASHA IVANOFF



La fascinación que crea una mujer como Natasha no es un hecho casual. Su forma de comportarse junto con el halo de misterio que la rodea cautiva a los que se encuentran cerca de ella. Ni yo he podido resistirme a su fuerte personalidad, por eso voy a daros unas pinceladas de su particular historia que ella me contó en un momento trascendental de su vida cuando la conocí. Semejaba que pretendía narrarme su vida, pues pocos meses después de ese encuentro, la duquesa, falleció.
Natasha nació con el siglo XX en el seno de una familia pobre de la ciudad de San Petersburgo. El cuarto donde vio por primera vez la luz era semejante a cualquier otro ubicado en el suburbio de otra las populosas ciudades europeas de finales del siglo XIX. Su madre trabajaba como lavandera y su padre, un estibador portuario con graves problemas de alcoholismo. Natasha era la primogénita de cinco hermanos y pronto apuntó maneras de su vivaz inteligencia. Toda la familia subsistía de lo poco que ganaba su madre, pues, su padre, cuando encontraba trabajo en la estiba, se limitaba a llevar algunas raciones de comida y el resto de la soldada tenía por costumbre bebérsela. La duquesa, en su relato, mantuvo la discreción sobre estos años oscuros de su vida y no quiso contarme muchos detalles, por lo que me pareció más prudente no insistir.
Dolores del Río (años 20)
Natasha Ivanoff no precisó en qué año entraron los primeros movimientos de los obreros a cambiar el curso de su vida, pero sí que destacó el recuerdo de que su padre comenzó a frecuentar más la casa y solía aparecer acompañado de un par de camaradas que entre trago y trago hablaban de levantar barricadas. Dado que la imaginación de Natasha siempre ha dado pruebas de que ha sido muy despierta, no sé hasta qué punto todo esto lo había inventado para forjarse un matiz romántico dentro de la pobreza de su pasado y así justificar la miserable situación en la que quedaron, su madre y sus hermanos, tras la muerte de su padre.
Con tono quedo me describió como un policía llamó a la puerta de su casa y les informó que, durante un tiroteo entre la policía y los obreros, hubo varios muertos y heridos y uno de los identificados fue su padre. Natasha justificó el que su madre con cinco hijos y sin dinero para pagar el alquiler de aquel cuartucho tuviese que abandonarles a ella y su hermano, pues pocos días después les echaron de su pequeña casa por lo que se mudaron a una chabola junto al río Nevá. Natasha me afirmó que nunca tuvo oportunidad de ser una niña y que junto a su hermano se dedicaron a robar por las populosas calles del centro de la ciudad sólo para poder comer un mendrugo de pan. La necesidad agudiza la astucia así que consiguieron convertirse en verdaderos profesionales del descuido y mientras uno de los dos distraía a su posible víctima el otro le sustraía todos los objetos de valor que encontraba a su alcance. Durante meses subsistieron con esta técnica hasta que se toparon con un caballero en la plaza del mercado. Los dos niños confiados con los buenos resultados de sus artimañas se sorprendieron por la agilidad de aquel hombre que agarró de la mano a Natasha cuando ya la había introducido en el bolsillo de su chaqueta. La retuvo por el brazo impidiéndole que saliese corriendo como sí lo logró su hermano. Natasha no gritó ni se resistió simplemente miró al caballero y le escupió en la cara. Aquello podría haber enfadado al caballero, sin embargo, de su rostro sonrosado brotó una carcajada que desconcertó a la niña. Se la llevó a su palacete y no la entregó a las autoridades. Natasha sólo me contó que, a partir de ese instante, cambió su vida por completo. Aquel caballero resultó ser el duque Ivanoff quien tenía por costumbre pasear por la plaza más populosa de la ciudad diariamente. Lo hacía sólo y de incógnito pues decía que con la cotidianidad de la vida diaria se era capaz de comprender la realidad de lo que sucedía a su alrededor. Aquel bondadoso hombre estaba casado con una noble de origen polaco y ambos decidieron tomar a aquella niña vivaz como si fuese la hija que no tuvieron.
Modelo parisina de 1908
Ante mis reiteradas preguntas, Natasha admitió que no les resultó una labor sencilla, a sus nuevos padres, hacerle comprender que era mejor aquella vida del palacete que ellos le regalaban frente a la miseria que había en las calles y en su propia vida, no obstante, la avispada niña no tardó en comprender que debía amoldarse al nuevo estatus y aprendió con gran interés todo lo que le enseñaron sus padres adoptivos. Natasha cambió sus harapos de la calle por buenos vestidos y calzado el cual nunca había tenido ocasión de usa y aceptó las clases de buenos modales, de música, danza, lectura, escritura y francés como parte de su nuevo estatus. Mostró un ávido interés e inteligencia por aprenderlo todo, aunque de su memoria no desapareció su gusto por la calle sintiéndose como si viviese en aquel palacete encerrada como un ruiseñor dentro de una torre de marfil. Todo parecía funcionar como una seda en la vida de Natasha y un día el duque Ivanoff, que tanto cariño paternal le había demostrado, decidió adoptarla como su legítima hija. A partir de ese instante la convirtió en la heredera de toda su fortuna junto con el título de duquesa. Sin embargo, la revolución crecía en las calles por momentos, los continuos sabotajes y escaramuzas entre los obreros y los soldados se sucedían con mayor frecuencia. A pesar del peligro, el duque no dejaba de realizar sus salidas a la plaza y, aunque su esposa le rogó que no se aventurase por las calles violentas desoyó sus quejas y continuó recorriendo las zonas populosas de la ciudad donde se vio envuelto en una de las cargas efectuadas por la policía contra los obreros y una de las balas perdidas de los soldados lo hirió gravemente. El duque fue trasladado al palacete todavía consciente, no obstante, ya en su lecho de muerte ordenó a su esposa y a su hija que abandonasen San Petersburgo lo antes posible.
Tras la muerte de quien Natasha siempre consideró su verdadero padre, la duquesa decidió cerrar el palacete y cumplir la advertencia que su difunto esposo le hizo. Acompañadas por una servidumbre de su confianza partieron en uno de los carros con dirección a la capital polaca de Varsovia donde la duquesa poseía unas tierras y parientes en los que esperaba encontrar cobijo mientras durase aquello que ella consideraba pasajero.
Natasha silenció los detalles amargos del resultado de un viaje accidentado y penoso que terminó con la separación de su madre adoptiva, pues unos salteadores de caminos la raptaron para venderla. Me gustaría poder decir que Natasha no sufrió ningún mal, pero en la amarga y queda omisión de este apartado de su vida sopesé que no mantuvo esa buena estrella que parecía acompañarle acompañado hasta ese instante. Omitió en su relato la secuencia de tiempo que duró el secuestro y entró de lleno en el nuevo apartado de su vida que destacó en el destello de sus ojos ante el recuerdo de los gitanos que la recogieron. Según dijo pudo escapar de sus captores y aquellos trashumantes la encontraron hambrienta y asustada en un camino. La abuela del clan, verdadera jefa del grupo, inmediatamente la tomó a su cargo como si fuese una de sus nietas. Con ellos recorrió caminos peligrosos y llenos de obstáculos provocados por las líneas de fuego de la Gran Guerra que se disputaba en Europa, sin embargo, nunca encontraron un obstáculo para cruzar las fronteras. Natasha aprendió de aquella anciana el arte de adivinar el futuro a través de la lectura de las rayas de las manos, también le enseñó a interpretar las cartas del tarot y sobre todo, a sopesar que la única línea que debía guiar su vida era la del horizonte que le ofrecese un mañana y no volver la mirada atrás, por eso, la joven duquesa, comprendió que su única manera de superar las adversidades de la vida se resolvían endureciendo su corazón hasta convertirlo en una roca casi inexpugnable.
Su largo viaje les llevó hasta las puertas de París donde Natasha se separó de los gitanos y de la vida nómada para retomar un rumbo distinto en su vida. Tras distintos trabajos la intrépida luchadora contactó con la colonia de rusos que existía en el país galo. A través de ellos supo que la duquesa Ivanoff había sobrevivido al peligroso viaje y que se encontraba en Londres bajo la salvaguardia de los rusos huidos de la revolución bolchevique. Natasha ansiosa de recuperar una familia que creía perdida partió hacia la Pérfida Albión con el fin de reunirse con la que consideraba su madre, para ello entró en contacto con un mago estafador conocido, en el mundo del espectáculo, como El hombre que vendió su alma al diablo quien le prometió su ayuda a cambio de que le ayudase a realizar algún trabajo ilícito. Cuando llegó a Londres el reencuentro entre madre e hija fue muy emotivo, pero breve pues la duquesa se encontraba muy mal de salud y pocos días después falleció, aunque no sin antes haber experimentado la alegría de reencontrarse con su hija Natasha a la que pensaba haber perdido.
Y a partir de ese instante, todo lo que me contó la fascinante duquesa rusa sonó a una mezcla de velados secretos y enmudecidos enredos de espionaje donde el mago estafador dirigió su vida hasta llevarla hasta España y donde Natasha decidió huir de su influjo, por tal motivo contactó con la Compañía de teatro dirigida por Enrique Darqués en la estación abandonada de Aniago de la provincia de Valladolid.
Los que conocéis su historia no merece la pena que os recuerde muchos detalles de ella, salvo que el encuentro se produjo en el año 1928 en un tren que ella logró parar y al que subió a hurtadillas. A continuación, la duquesa acostumbrada a mentir, huir y desconfiar de todo lo que le rodeaba se vio atraída por la bondad de Edelmiro Bartha, pero eso, mis queridos lectores, ya es otra historia que contar.

POR SI OS APETECE SABER MÁS COSAS SOBRE NATASHA IVANOFF

*https://detrasdelaestanteriailustrada.blogspot.com.es/2017/02/el-secreto-de-natasha-ivanoff.html

sábado, 15 de abril de 2017

LA SEQUÍA

LA SEQUÍA
Aquella pertinaz sequía terminaría por revertir en una hambruna, pensó José. En el pueblo, los labradores, confiaban en la llegada de la primavera. El invierno había sido tan seco o más que el anterior y las reservas de agua se agotaban por momentos. En los primeros días del cambio estacional, el cielo se llenó de nubes que presagiaban su cargamento del preciado tesoro para las cosechas, pero pasaban de largo tan veloces, sin dejar ni una gota que refrescase las tierras. El agua de riego comenzó a escasear. Las autoridades tomaron medidas. La Acequia de Mestalla envió un aviso a sus regantes con la distribución de los turnos para el riego y, además, en el bando se recalcó que si éstos eran incumplidos se cursaría una denuncia y al infractor lo llevarían al Tribunal de las Aguas.
José temblaba ante el aspecto de sus campos tan resecos. Desde que se había hecho cargo de la huerta familiar no había conseguido ni un beneficio. En la cosecha anterior, todo lo que había plantado se le había agostado antes de que le llegase la recogida. Parecía como si la maldición que su hermano le había echado, por haberse quedado las fincas, se estuviese cumpliendo. Aquel día, como solía hacer cada amanecer, se apostó en la linde de su huerto, bajo la higuera que había plantado su padre junto a la acequia. El orden de riego establecido lo dejaba el último y seguramente eso le dejaría sin la suficiente agua como para poder regar todo el campo. Mientras meditaba estas predicciones escuchó el sonido de una corriente que entraba en su acequia. El pequeño flujo de agua sobrante se escapaba en dirección a su huerto. A José se le presentaba la oportunidad que buscaba para salvar el plantel preparado para la siembra. No podía dejarla pasar de lardo de su campo. Quitó la parada y el agua discurrió por los surcos con rapidez. El caudal resultó lo suficientemente grande como para refrescar la reseca tabla del semillero. Terminó pronto. Esa agua sobrante no era de nadie y usarla no significaba saltarse ningún turno, pero, mientras la introducía en su huerto, miró a su alrededor y agradeció que nadie estuviese por las inmediaciones. Cuando terminó, cerró la parada y, por los atajos, se encaminó hacia el pueblo. Durante la rápida caminata tuvo la sensación de que alguien le espiaba escondido detrás de la vieja higuera. Evitó las voces de los otros labradores que aguardaban el agua en las huertas próximas. 
Cuando llegó a casa su esposa no le preguntó nada mientras le servía la mesa. Se sentó junto a él y trató de animarle contándole que se decía que esa primavera seguro que llovería. José le respondió que había conseguido regar el plantel con el agua que se perdía por la acequia, pero se encontraba tan ensimismado en sus pensamientos que casi ni escuchó lo que le contestó ella sobre el peligro de incumplir el bando emitido por la acequia. En su cabeza sólo rondaba aquella sombra junto al tronco de la higuera que cada vez se le hacía más nítida. José se levantó de la mesa sin terminar toda la comida. Se encaminó hacia el establo donde, junto a los aperos, tenía un viejo armario en el que guardaba las herramientas más pequeñas además de las semillas dentro de una caja de cartón. Las conservaba como oro en paño. Abrió la caja y, con tristeza, contempló que sólo le quedaban unas pocas pepitas de los melones de piel negra, esa variedad era ya difícil de encontrar. Con el tiempo se había demostrado su resistencia a las plagas y su gran calidad, sin embargo, no era de las más productivas y eso había influido para que se redujese su cultivo a favor de otras variedades inferiores, pero mejor rendimiento. José se resistía a dejar de cultivarlos porque aprendió de padre y éste de su abuelo. Primero se seleccionaba los mejores melones y después los colgaba del techo del pajar para su mantenimiento y así evitar el que fuesen atacados por plagas fúngicas o por algún roedor que se hubiese instalado entre la paja del forraje. Contempló las semillas y tras orearlas las guardó como si fuesen diamantes. Dejó la caja en el armario. Miró el techo y contó los melones que le quedaban, con disgusto, comprobó que no llegaban a la docena. Aquella maldita sequía lo había agotado casi todo. Por momentos, su nerviosismo aumentó. Salió del establo y sin decirle nada a su mujer, que trasteaba en la cocina, se marchó a la taberna. Normalmente sólo lo hacía los domingos, pero sintió tal sensación de ahogo que pensó que sólo podría calmarla con unos tragos de vino.
Cuando entró en el pequeño local respiró la misma angustia concentraba en el ambiente. Ni los más optimistas podían olvidar la sed de las tierras y la hambruna que se les avecinaba si no llovía pronto. Hablaban a susurros, como queriendo contener la congoja, por eso, cuando Nicasio, el terrateniente del pueblo, entró con sus habituales gritos, aún se crispó más el ambiente y el ánimo de todos. 
-¡Esto se debe de acabar ya! –Repetía como un dogma mientras daba golpes sobre la mesa. –Mañana voy a Valencia y hablo con el gobernador. Ellos nos piden dinero y ahora, con esta sequía, lo necesitamos nosotros.
Tras unas cuantas bravuconadas sobre sus amistades y su poder procedente de su patrimonio se marchó de la taberna.
José se levantó y se encaminó a la puerta pensando que todo seguía igual o peor que antes y que lo único que estaba haciendo allí era perder el tiempo.
Ya en casa se disponía a volver a su quehacer en la cuadra cuando unos golpes atronaron la puerta. Escuchó la voz del alguacil que le llamaba por su nombre y apellidos.
-José han cursado una denuncia contra ti. –Dijo el alguacil con tono lastimero. –Dicen que has robado el agua del turno de riego.
 En ese instante a José le acudió la imagen de la sombra que le había espiado detrás de la vieja higuera. Esa noche no pudo dormir.
Al día siguiente fue al ayuntamiento. Allí estaba Nicasio, como representante de los hacendados, y el alcalde, el fiel lacayo del terrateniente, quien tomó la palabra.
-Te creerás con todo el derecho del mundo a hacer tu real gana, ¿verdad? –le increpó el alcalde ante la sonrisa complaciente del ricachón.
-Esa agua iba a perderse en la acequia. –Se justificó José. –Y necesitaba regar el plantel.
-Aunque se pierda el agua el turno es una ley así que ya sabes lo que hay o pagas la denuncia o esta noche dormirás en la cárcel.
Y José, por supuesto, se negó a pagar. Esa noche, en la prisión del ayuntamiento, recordó la sombra que intuyó, pero, aunque lo había intentado varias veces, tanto en sueños como en la vigilia, todavía no conseguía reconocer aquel rostro. Al día siguiente, el alguacil del pueblo le comunicó que se había cursado la denuncia y que el Tribunal tomaría cartas en el asunto. José salió del calabozo y regresó a su casa. No abrió la boca cuando su mujer le preguntó. Con ese silencio demostró su empeño por no pagar lo que le parecía injusto. En el pueblo pronto se formaron dos bandos. Unos pensaban que José era el representante de los más débiles y otros opinaban que el pobre debía de ceder a favor de los más poderosos como Nicasio. 
Por fin llegó la citación oficial. Debía presentarse el primer jueves del mes ante el Tribunal de las Aguas de Valencia. Aquel sistema judicial oral dirimiría el conflicto con rapidez y sin costas agregadas a ninguna de las partes implicadas.
La expectación crecía por momentos hasta el punto que, ese jueves, todos dejaron sus quehaceres para asistir a la vista. En la plaza de la Virgen, delante de la puerta de los Apóstoles, alrededor de las sillas del tribunal, se repartieron los partidarios de José y los de Nicasio. Con el toque de las doce en el El Miguelete, el campanario de la catedral, la sesión se inició. A pesar de que todo el mundo sabía que el impulsor de la denuncia era el terrateniente nadie sabía quién era el denunciante. José se vistió con su ropa de trabajo. Nicasio acudió endomingado y con el aspecto de alguien que está esperando disfrutar de una fiesta. Faltaban unos minutos para dar las doce cuando, de la Casa Vestuario, el edificio que hay enfrente de la puerta de la catedral, salió el tribunal formado por los síndicos de cada acequia. Todos ellos iban ataviados con blusas negras. Aquel estudiado vestuario pretendía transmitir una imagen de sabios venerables procedentes de la huerta. En el desfile hacia el círculo formado por las sillas les precedía el alguacil de la acequia con su tradicional gancho. Éste se quitó la gorra y pidió permiso al presidente del tribunal para cantar casi una letanía con los nombres de las acequias representadas:
“Denunciats de la sequia de Quart, de Benàger i Faitanar, de Chirivella, de Tormos, de Mislata, de Mestalla…” Al oír el nombre de su acequia, José dio un paso al frente y dijo con voz firme:
-Yo he sido requerido por este tribunal.
El alguacil, tras confirmar su identidad, pidió también la presencia del denunciante y entre la multitud se abrió paso el hermano de José. Se puso delante del tribunal y con una voz entrecortada dijo que sólo representaba al que había cursado la denuncia contra el acusado. Se escucharon muchos susurros y comentarios que caldearon el ambiente. El denunciante, ante las preguntas de los síndicos, repitió que, el denunciado, había tomado el agua de una escorrentía sin corresponderle el turno. En ese instante el presidente del tribunal preguntó a José:
-¿Es cierto lo que alegan contra usted?
 -El agua se perdía por la acequia. –le contestó José con voz firme. –Usted sabe que las escorrentías no forman parte de los turnos de riego. Yo necesitaba regar mi semillero y con ese pequeño caudal me sobraba. Creo que no he incumplido ningún bando ni ninguna normativa.
Su hermano no se atrevía a mirarle. Sabía que José le haría frente a su cobardía.
Escuchadas las partes, el presidente del tribunal no dudó en dar su veredicto en el que al denunciado se le perdonaba la multa impuesta por la alcaldía, pero debería perder dos turnos de riego.
José quedó desolado. Imaginó que era obra de Nicasio esa condena. Volvería a perder la cosecha. Aquella noche no pudo dormir pensando en la traición de su propio hermano. Dio vueltas en la cama y, en su desvelo, al fin, reconoció y recompuso la sombra tras la higuera.
Se levantó con el alba con una determinación tomada. Estaba decidido a que antes arrancaba las matas que dejaba que se secasen por la falta de agua cuando, en ese instante, un rayo iluminó la casas y, a continuación, un gran trueno le avisó de la tormenta. Llovió toda la noche y todo el día. Aquella agua palió la falta de riego de ese primer turno de riego. José estuvo inquieto pensando en el próximo cuando volvió a llover copiosamente favoreciendo el crecimiento del plantel sin necesidad de un nuevo riego. Aquella inesperada lluvia desvaneció el miedo a la tan temida hambruna.