domingo, 31 de enero de 2016

LAS MIL CARAS DE ENRIQUE RAMBAL

Se acerca Carnaval y todos se afanan en buscar el disfraz más original para conseguir sorprender a los amigos en las fiestas. Por regla general, para esas ocasiones, se recurre a la compra o alquiler de complementos y ropas confeccionados en serie. De hecho, puedes ir a una fiesta y encontrarte a numerosos vampiros, vampiresas que se buscan mutuamente para vampirizarse; Caperucitas que buscan a su lobo, Cenicientas que no han perdido su zapato o Mariantonietas que aún conservan su cabeza. A todos estos tópicos se unen los grupos de indios uniformados, o bien, grupos de mamás que se visten de bebés y así podría continuar haciendo un gran listado de lo que, hoy en día, se entiende por disfrazarse.
En realidad, no pretendo hacer una crítica de las múltiples fiestas del Carnaval que se avecinan, pues cada uno participa con su criterio y en función, claro está, de su bolsillo.  Si me permitís y para reafirmar que no siempre es sencillo escoger un disfraz, haré referencia a la escena de la inolvidable película Rebeca (1940) del maestro Alfred Hitchcock, donde se le reprocha, al contable de la mansión, su tacañería por lucir la toga y birrete como disfraz y así evitar el gasto de comprar uno. En la misma escena se recalca el buen o mal gusto de la elección con la aparición de la hermana y cuñado del protagonista y donde, ambos lucían unos exóticos disfraces de circo, nada acordes con su estatus.

 [https://www.youtube.com/watch?v=VU_PCxW6pGg]



Pero vuelvo al personaje del que pretendía hablar y que es Enrique Rambal. Muchos ya lo conoceréis porque os he hablado infinidad de veces de sus andanzas en la escena española y americana; no obstante, creo que aún no es suficiente, dada su importancia y relevancia en los escenarios de la primera mitad del pasado siglo XX. Calculo que en su repertorio llegó a tener más de mil setecientos títulos de obras, si bien, no todos fueron de gran éxito, como es de suponer, no obstante, consiguió que se le reconociese por sus pericias escénicas. Fue capaz de arrastrar numeroso público a sus espectáculos para contemplar sus trucos escénicos pero también para verle actuar y contemplar sus transformaciones. Podía convertirse en un ladrón de guante blanco, con monóculo y chistera y, a continuación, ser en un mefistofélico personaje que busca engañar alguna alma inocente con sus mañas.

Otras imágenes terroríficas eran las del hombre que se transformaba en la maldad en busca del poder. 
Con maquillaje y máscaras mostraba, en escena, cómo era el hombre que vendía su alma al diablo o se transformaba en el mismísimo vampiro que asustaba y atormentaba los sueños de las jóvenes doncellas.













No obstante, si por un personaje fue reconocido Rambal fue por la figura caballerosa y enigmática del caballero que lucía unas casacas impolutas y que era Enrique de Lagardere. La imagen de elegancia se mostraba en su interés por realzar a ese personaje que fingía su malformación para proteger a la doncella.
Vestuario de antaño confeccionados, la gran mayoría, por la Casa Insa. Disfraces que pasarán a la historia del teatro español y que deben ser recordados como emblema de una escena innovadora y propicia para consolidar la carrera de un actor que supo adoptar mil caras ante tus atónitos espectadores.

sábado, 30 de enero de 2016

UNA CARTA DE OTROS TIEMPOS





Colonia, 27 de septiembre de 1977

Estimado Didi:
Estoy segura de que te extrañará mucho que te escriba esta carta. La verdad sea dicha que aún tengo mis dudas si debo escribirte ahora, aunque, algo interior, me impulsa a continuarla. Poco importa ya la distancia espacio temporal que nos separa, porque, de alguna manera, esta misiva creo que te llegará.
En primer lugar, quiero decirte algo que te alegrará saber y es que, al final, lo conseguiste. Tu influencia ha sido tan importante en el rumbo de mi vida que ésta cambió desde el primer momento en el que te conocí. No te negaré que eran tiempos distintos y complicados, no sólo para mí, una emigrante pobre, sino que también lo eran para todos, incluido tú. Durante aquellos años, sólo vivía pensando en el futuro. Afortunadamente he cambiado y ahora sólo pienso en el día a día. Después de pensarlo mucho, me atrevo a asegurar que nuestras vidas se cruzaron por algún motivo en particular y no por un capricho del destino.
Cuando llegué a Alemania no tenía nada salvo la voluntad. Quería conseguir una vida mejor para mí y para mi hijo.
El día que fui a la fábrica a pedir trabajo tú no estabas. Quizá por eso me lo dieron. Mal vestida y con el pelo desaliñado le di lástima a Andreas y por eso accedió a concederme un puesto en el almacén. Estaba tan desesperada que hubiese aceptado cualquier mendrugo con tal de poder dar un poco de pan a mi niño. Cuando volviste, tu mirada, una mezcla de desprecio y de burla, me hirió, aunque, en esos momentos, ya no tenía orgullo, pues ya me lo habían pisoteado hasta destruirlo.
Desde el primer momento, fuiste muy duro conmigo. Me obligaste a salir de la línea de montaje para hacer el trabajo que nadie quería hacer. No me importó recoger las inmundicias de todos. Lo asumí sin rechistar. Querías humillarme por el mero hecho de no hablar ni una palabra de alemán, pero ya sabes que la necesidad mueve las voluntades, por eso, cuando pude disponer de un poco de dinero y un techo donde cobijarnos mi pequeño y yo, me puse a buscar la forma de poder aprender, no sólo la lengua, sino las costumbres de vuestra sociedad.
Me imagino que recordarás cuando, los domingos por la tarde, me pasaba por aquella taberna que sabía que frecuentabas. No lo hacía porque sí, claro estaba, pretendía ganarme tu voluntad y así conseguir que me dieses alguna hora extra más para trabajar en el taller. No pretendía que me regalases nada. Tus interminables rondas de cervezas me obligaban a tener que invitarte a alguna para ganarme tu simpatía. Sólo tenía una meta y era hacer que la miseria, que tanto tiempo arrastraba, se desvaneciese con un soplo de prosperidad.
Ya sabes que el tiempo todo lo marchita, incluso el odio. Al principio me resultaba muy complicado contenerlo ante tus desprecios y burlas. Sabías que me dolía cuando, delante de todos, criticabas mi trabajo y te burlabas de mi ignorancia. En mi país no había tenido oportunidad de ir a la escuela. Bastante logro fue, para mí, conseguir sobrevivir a la posguerra que tan dura fue para los perdedores. Se nos negó todo. Nos derrotaron, pero no por ello nos destrozaron. Trabajé desde los nueve años y me gané el jornal de la manera más sencilla o más complicada posible. No me importó. Sin embargo, el tiempo es una buena medicina. Al cabo de unos años, ya no me despreciabas tanto, ni yo te llegué a odiar como lo hacía al principio. Parecía como si existiese un pacto entre tú y yo. Tú me dabas aquello que tanto necesitaba y que era el trabajo y yo te ayudaba a mantener, en secreto, tus continuas escapadas a la taberna. En el fondo, te agradecía tanto que fueses un borracho pues, en más de una ocasión, te alentaba a que continuases bebiendo de esa manera, conseguiría mi propósito de poder ir a tu entierro antes de lo que suponías. No me equivoqué. En realidad, calculé que sería dentro de dos o tres años, cuando tu hígado ya no soportaría más tus continuos embates hacia él, pero ha sido más rápido de lo que pensaba.
Hoy es el día de tu entierro y aquí estoy. Te despido como lo haría cualquier compañero tuyo de trabajo y de vida.  No puedo evitarlo y una sonrisa se me escapa al pensar que te molestará mi presencia, aunque, ya no quiero ser tan dura contigo. Ya no es el momento adecuado para rencillas pasadas. He venido a despedirte. Voy a depositar unas rosas sobre tu féretro. Te las prometí y te reíste de mí.  Con mi nombre, sobre tu caja, te acompañarán en tu último viaje. Esta será mi despedida de ti y de este país que tan fríamente me recibió. Me marcho. Vuelvo a mi tierra. Mi hijo quiere volver y construir un futuro para mi nieto. Lo hará con mi ayuda y será en mi país ese que despreciabas tanto sin haberlo conocido. Es una lástima que te hayas muerto antes de que pudiese invitarte a que me visitases. Me hubiese gustado tanto poder hacerlo y tomar un café en mi terraza, tomando el sol, delante de tu cara incrédula.
Qué la tierra te sea leve, querido Didi. Me amargaste la existencia mientras estabas con vida, pero no dejaré que lo hagas en el futuro que me espera. Con esta carta también entierro todos los recuerdos que tengan que ver contigo. Abandono los rencores y sufrimientos pasados en busca de un descanso lejos de los reproches y desconsuelos del pasado. Nos volveremos a encontrar, pero, entonces, querido Didi, tú ya habrás aprendido la lección y para mí aún será demasiado pronto.


domingo, 24 de enero de 2016

LUZ SOBRE LA SINUOSIDAD



Me dolían los pies. Era inevitable, tras un día de largas caminatas por la ciudad. Al entrar en la sala del museo, busqué, con la mirada, el primer banco donde sentarme y recuperar el aliento. Sólo miré el cuadro cuando estuve frente a él. Por unos segundos me desconcertó aquel ángulo de la habitación que el pintor había elegido. La luz que penetraba por aquella puerta incierta y abierta de par en par hacia un mar azul intenso, contrastaba con la pared que parecía alejar la entrada del salón.
Edward Hopper, Habitaciones junto al mar, 1951

Dejé que los colores, las líneas y los ángulos de cada una de las figuras geométricas me envolviesen. El efecto fue tal que consiguieron que sólo pensara en ellas. Por unos minutos, comencé a formar parte de ese escenario lleno de sol y de alegría por la claridad que penetraba a través de la puerta. Esa luz me transmitió tanta serenidad, hasta que vi aquella pequeña sombra que se adivinaba entre el marco del cuadro y el reflejo del sol. Sólo era un pequeño detalle sin importancia, una sombra, pero las incesantes líneas rectas se rompían en aquel pequeño punto como queriendo reprimir una curvatura que no estaba premeditada en la recreación del espacio pintado. Desde mi asiento agudicé la mirada, busqué la explicación a esa sinuosidad cuando, de repente, noté una leve ráfaga de viento que rozó mi rostro y a continuación o casi al mismo tiempo, la salpicadura de agua en mi mejilla. La risita pícara infantil se escuchó por entre los resquicios del marco del cuadro. Me llevé la mano a la cara y noté la frescura de las partículas del agua del mar. ¡No era posible. ! Estaba dentro de un museo. Estaba sola. Volví a mirar el cuadro de Hopper y el pequeño recodo de la sombra del cuadro, parecía haberse desvanecido.