domingo, 30 de octubre de 2016

DON JUAN EN SEVILLA


-¿Los tienes todos?
-¿ Para qué quieres tantos?
-Los necesitamos todos.
Aquel Don Juan Tenorio debía de ser el único.
* * *
El miedo nos impulsó a salir de la ciudad con lo puesto. Nuestras pocas pertenencias se quedaron en el teatro de la Marina del Cabañal. Siempre hemos tenido suerte. Cuando salimos por una de las ventanas del teatro el marido de la primera actriz nos perseguía pistola en mano. Corrimos hacia la estación. No sabíamos muy bien qué hacer, pero el azar nos sonrió. Sin saber su destino nos montamos en el último vagón de aquel tren. Enrique era un incorregible, seducía a todas las mujeres que se cruzaban a su paso, por eso siempre terminábamos con problemas. Afirmaba  que amaba a todas las mujeres y que no había ninguna ante sus ojos que no fuese bella. En más de una ocasión le repliqué diciéndole que se equivocaba pues, a algunas a las que decía amar, con sólo mirarlas, me espantaban. No obstante, según él, que se tenía por muy experto, la belleza no siempre se encontraba a la vista y aseguraba que debía bucear, en cada una de ellas, para encontrar y saborear, con las lides del amor, la hermosura de todas las mujeres que se cruzasen en su vida.
Nos acomodamos en el vagón sin hacer mucho ruido. El movimiento del convoy era muy lento tanto que daba la sensación de que no se desplazaba. Me dormí casi en seguida. No sé cuántas horas estuve tumbado en la misma posición dentro de aquel vagón de tercera. Mis costillas estaban molidas por el traqueteo de tantas horas. Creo que el viaje duró casi un día entero hasta la estación de San Bernardo de Sevilla donde por fin paró.
El frío, de finales de octubre, nos envolvió al bajar del tren. El cansancio, el hambre y la desorientación, propios de un viaje hacia una ciudad desconocida, nos dominó por unos segundos. Fue, Enrique, el que tomó la primera decisión de encaminar nuestros pasos hacia el teatro Cervantes. Era uno de los más importantes de la capital hispalense. Entró y preguntó por el empresario, pero aunque desplegó todas sus artimañas de seductor no consiguió que nos diese un trabajo en su compañía. A partir de ese instante nos dimos cuenta de que nos resultaría muy difícil conseguir trabajo. Con el estómago vacío y con pocas esperanzas entramos en cada uno de los teatros y salones sevillanos que nos salían al paso hasta que, por fin, en el teatro Imperial tuvimos la suerte  de encontrarnos con nuestra paisana: la Graciosa Consuelín. Aquella chica, que decía saber hacer de todo, era la estrella de aquel teatro como bailaora y cantaora. Enrique y ella se reconocieron al instante. Nos presentó al empresario del teatro que se llamaba Tomás Angulo, lo había conocido en Valencia cuando éste estuvo de paso por la ciudad. La bailaora, dijo con tono orgulloso, que quedó prendado cuando la vio bailar en el salón Ba-ta-clán y encaprichado con ella se la llevó a Sevilla.
Son fills de la meua terra! -Exclamó Consuelín- Anda, Tomás, Tomasín, contrata a estos chicos que seguro que ganas un dineral con ellos.
-Señor Angulo, no se arrepentirá. Somos dos actores valencianos dispuestos a darlo todo por el teatro.
En menos que canta un gallo, Enrique, tomó las riendas del teatro.
-Creo que debes cambiar el cartel, Tomás. Debemos reponer Don Juan Tenorio y haremos la función nunca vista en Sevilla. Tengo unas cuantas ideas y ya verás como conseguimos ganar mucho público y estar en boca de toda la prensa.
-¡Yo quiero un papel en esa obra! –Gritaba la Graciosa Consuelín, como si fuese una niña dando palmaditas y saltitos alrededor del empresario y de Enrique.
-¡Por supuesto que lo tendrás, Consuelín! aunque te advierto que aquí sólo podrás salir vestida de monja y no tendrás ninguna ocasión de poder mostrar tus encantos.
-No importa, no importa -palmoteó- saldré al escenario y en una función de verdad ¡Viva! ¡Viva!
El entusiasmo de la ingenua corista se nos contagió. El nuevo proyecto resultaba arriesgado, debía contratar más personal que llenase el escenario y, sobre todo, algo primordial y era un buen vestuario.
-Esta ciudad no es la nuestra, Enrique, aquí no nos conoce nadie. No vamos a conseguir nada que nos haga hacer la representación tan brillante que le has prometido al empresario.
-Eso no es ningún problema, Edelmiro. –Me contestó con rotundidad mientras colocaba su poderosa mano sobre mi hombro. -En Sevilla hay muchas tiendas de vestuario y sastrerías. Esta mañana me he dado una vuelta por la ciudad y he contado hasta catorce.
-¡Catorce!
-Edelmiro, esta ciudad vive el nuevo siglo. Hay que tener una mentalidad abierta y tú aún sigues anclado en el siglo pasado. ¡Entérate! Ya estamos en 1915 y las cosas pueden solucionarse sólo con un poco de imaginación. Ve a todas las tiendas y alquila los vestuarios necesarios para la obra y si no los tienen que los cosan. Los quiero todos, absolutamente todos para las próximas funciones.

Ese mandato resonó en los oídos de todos los trabajadores del teatro. Su forma de ordenar era tan rotunda que nadie dudó de su palabra incluido el empresario Angulo.
Llegaron las vísperas de la festividad de Todos los Santos y, en el teatro Imperial de Sevilla se llevó a cabo la representación más esplendorosa que se puedo imaginar de la inmortal obra de Zorrilla.  Enrique interpretó a un don Juan gallardo y altanero seguro de sí mismo y dispuesto a sorprender a toda la ciudad. El éxito de taquilla fue una realidad. La gran astucia empresarial provocó que, en tan emblemático día, el resto de las compañías se viesen obligadas a suspender las funciones por la falta de un vestuario adecuado.
Al día siguiente, tal como Enrique había vaticinado, toda la prensa de la ciudad dedicaba varias columnas a este acontecimiento. Entre las opiniones escritas se destacaba el despliegue hecho de vestuario. Los críticos lo calificaron de una magistral operación comercial llevada a cabo por el teatro Imperial. Tomás Angulo, el empresario, estaba tan satisfecho que pidió una botella de manzanilla para brindar por el éxito. Aquello era un acontecimiento para rememorar en muchos años, dijo. Teníamos las copitas ya llenas y a punto de beberlas cuando la puerta, que comunicaba los almacenes con los camerinos, se abrió como si la fuerza de un vendaval intentase derribarla. Atónitos esperamos la aparición de algún espectro que estuviese enfadado con nosotros, pero quien cruzó el umbral, como una auténtica furia, fue la primera actriz de la Compañía Matarí, que estaba actuando en el teatro Cervantes.
Dirigiéndose a mí con tono alto y enojado dijo:
-¡Quiero ver al responsable de ES-TO! Soy María Eulalia De la Verité De la Verité. Dígale a su jefe que alguien con dignidad le exige que salga a dar explicaciones.
Ante esta agresiva actitud Enrique salió a hacerle frente.
-Mi querida amiga qué bella te veo esta mañana...
-Déjate de pamplinas, Enrique ¿Crees que no sé cómo te las gastas? Que no consigas trabajar en el teatro que quieres no es motivo para que  nos robes el pan a los otros.
Aquella conversación tomaba visos de convertirse en un combate casi cuerpo a cuerpo. Enrique invitó a la diva a que entrase en uno de los camerinos, donde estarían más tranquilos y sin las miradas ajenas que coartasen sus cambios de impresiones, para discutir sobre el asunto que les concernía.  La actriz accedió, pero con la expresión de disgusto reflejada en su cara ajada. Entró en aquel camerino y, en menos de cinco minutos, sorprendentemente reapareció con la expresión cambiada. Mostraba una agradable sonrisa que nos desconcertó a todos los que estábamos fuera esperándoles. Cogida del brazo de Enrique mostraba una complicidad que se podía contar como un nuevo éxito con aquella mujer. Me convencí de que su forma de persuadir, en especial a las mujeres, era un verdadero arte. Mientras dirigía los pasos, de la diva, hacia la salida le susurró palabras al oído que desencadenaron más risas en aquella áspera mujer. Se despidió de ella con una caricia en su rostro y dijo:
-Querida María Eulalia será un tremendo placer compartir el utillaje, que poseo y del que tú careces, a cambio de un escenario como el que ahora disfrutas y nosotros deseamos.
¡Lo había conseguido otra vez! Quedé maravillado.
-Amigos tengo que comunicaros que hemos llegado a un acuerdo con la Compañía Matarí y mañana, víspera de la festividad de Todos los Santos, nuestra actuación se trasladará al mayor escenario que tiene esta hermosa ciudad.
-¡Por el amor de Dios! ¿Qué dices Enrique? –Gritó, el empresario, Tomás Angulo. –Me vas arruinar si hacemos eso.
-Al contrario, Tomasín, te haré rico. En tu teatro se quedará La Graciosa Consuelín y Edelmiro y efectuarán algunos números de baile y acrobacias, entre otras cosas. Una vez terminados sus números anunciarán que la función se traslada al Cervantes donde tendremos todo preparado y la ciudad de Sevilla a nuestros pies.
Y así fue. El éxito resultó fabuloso. Las autoridades se interesaron por los artífices de aquella espectacular puesta en escena así que, terminada la función, se personaron en los camerinos para conocer, de cerca, al responsable de aquel acierto escenográfico, pero la suerte no siempre trae buenos compañeros. Hacía pocas semanas que la ciudad de Sevilla tenía un nuevo gobernador. Lo que nadie sabía, ni yo mismo que soy el que os estoy narrando este acontecimiento, que  Enrique y él se conocían y no disfrutaban de las mejores relaciones.
-¡Tú! Era de esperar que fueses tú el que organizase todo este revuelo. –Le dijo el gobernador al ver a Enrique que mudó su semblante sonriente por la seriedad de un peligro inminente.
Procuramos confundirnos con el resto de los espectadores para evitar la pareja de guardias que pretendía detenernos. A hurtadillas, escondidos en un carro, salimos de la ciudad de Sevilla, con un destino incierto.
-Dime la verdad ¿también tenía encantos ocultos la esposa del gobernador? –Amargamente le pregunté cuando ya estábamos a salvo.
-Su esposa y su cuñada, querido Edelmiro. Ya sabes cuál es mi opinión sobre las mujeres: hay que descubrir su belleza interior.







martes, 11 de octubre de 2016

EL CRISTAL DEL TEATRO




-¡Llovía tanto! ¡Estaba calado hasta los huesos! Tuve que romper el cristal de la ventana para saltar al interior. No he robado nada, señor. ¡Se lo juro!
Mientras decía estas palabras el muchacho no dejaba de temblar.
El maquinista lo sujetaba por el brazo con firmeza.
-Ramón, suelta al niño. –Dijo el que parecía ser el jefe. –No te escaparás ¿verdad? –Le preguntó con tono amable.
El muchacho movió la cabeza afirmativamente. En el suelo se había formado un charquito con el agua de lluvia de su ropa. Estaba empapado y tiritando. Lo soltó.
-Anda, Ramón, primero haz que se cambie y luego le das algo de comida caliente. Oigo sus tripas desde aquí.
El chico se quedó sorprendido por la amabilidad que le demostró aquel caballero vestido de traje de chaqueta y pajarita moteada.
El calor del vasito de vino caliente, que le ofreció el maquinista, se deslizó por su garganta tonificándole. Tenía tanta hambre atrasada que la comida que engullía parecía ser depositaba en el pozo vacío de su estómago. Casi en el último bocado regresó el hombre trajeado.
-Ya tienes mejor aspecto, chaval. ¿Cómo te llamas?
-Juan Bautista –Titubeó azorado.
-Bonito nombre. ¿Dónde está tu familia?
-No tengo, señor.
-Todos tenemos una aunque no nos guste admitirlo.
-No recuerdo si la he tenido. –Dijo con tono triste.
-¿De dónde vienes? Porque eso sí que lo recordarás ¿verdad?
El muchacho agachó la cabeza antes de contestar.
-Me he escapado de la Inclusa.
Fotografía de Sebastian Luczywo.
-¡Me lo imaginaba! –Exclamó Ramón, el maquinista. –Un expósito.
El muchacho levantó la cabeza y miró, con odio, a aquel hombre.
-No importa de dónde vengas ¿Quieres quedarte con nosotros en el teatro? –Dijo el director con tono firme. –Si lo haces, tendrás que trabajar para ganarte la comida.
-Por supuesto que sí, señor. Haré lo que sea.
-Ramón, ya tienes un ayudante. Aquí te llamaremos Juan. Y ahora menos cháchara que mañana estrenamos. Debe de estar todo listo cuánto antes. –Y dirigiéndose a todos, el hombre trajeado voceó – Compañía vamos a representar el melodrama policial: El guante rojo. ¡Vamos! Queda mucho por hacer. ¡Ah! Juan recuerda que tendrás que pagar el cristal que has roto. El teatro no es nuestro.
Al instante la actividad comenzó. Telones, cestos con vestuarios, baúles y cajas, todo debía de ser trasladado. Había tanto trabajo que casi, sin darse cuenta, llegó la hora de la comida.
En el sótano del teatro había preparada una gran mesa. Toda la compañía, tanto los maquinistas como los actores y las actrices, se sentaron alrededor. Una mujer repartió platos de sopa caliente y humeante que Juan tomó con sumo gusto.
-¿Dónde está Enrique? –Preguntó una de las actrices.
-Está hablando con los sindicalistas y con don Vicente Such, el empresario. –Contestó Ramón. –Me temo que mañana no estrenaremos.
-Tú siempre tan positivo, Ramonito. –Le dijo una de las actrices más mayores. –No tienes ni idea de lo que es capaz de conseguir Enrique.
-La huelga de los linotipistas lo ha paralizado todo.
-¡Hombre! Sólo pararán las rotativas de los periódicos. La ciudad no puede detenerse por la huelga de unos impresores.
El malhumorado maquinista le replicó:
-¡Te equivocas! Hay piquetes que no permiten descargar los suministros en el puerto y las principales vías de acceso han sido cortadas. Sólo entra y sale lo que ellos quieren.
-¿Quién te ha dicho eso? –Preguntó, con tono incrédulo, la actriz.
-Esta madrugada he estado en el Mercado Central y no se hablaba de otra cosa. Los labradores, que intentaban vender sus mercancías, decían que los tranvías y el trenet, tampoco circulaban.  Así nadie acudirá al teatro. No podremos estrenar. Ya lo verás.
-¡Siempre tan pesimista, Ramón! Por supuesto que estrenaremos –El hombre trajeado estaba escuchándole desde el ángulo oscuro de la escalera. –Enrique Rambal siempre consigue lo que se propone.
Se hizo el silencio. El director y primer actor de la compañía se acercó a la mesa.
-Los huelguistas han cedido. Mañana se estrenará. Os aseguro que su aforo, de mil ciento setenta y ocho localidades, se llenará. El director de La Compañía de teatro de Dramas policiales siempre consigue lo que se propone.
Nadie le contestó ante su rotunda afirmación. Juan se estremeció. Comprendió que el rumbo de su vida había cambiado por completo.
Ramón le enseñó las máquinas de trucos, las luces, las trampillas y escotillones y los telones. Todo debía funcionar a la perfección.
-¿Qué clase de obra es? –Al fin, se atrevió Juan a preguntarle.
El operario le miró y le sonrió por primera vez.
- Nuestra compañía representa obras de misterio, de asesinatos, de intrigas siempre ambientadas en la actualidad.
La curiosidad del muchacho fue en aumento. Ramón pareció adivinarlo porque continuó explicándole:
- Ésta transcurre entre la Gran Guerra y la Revolución Rusa, es decir, en 1918, el año en el que estamos. Comienza con la aparición del cadáver de una mujer dentro de una habitación vacía. Ha sido envenenada. Nadie la conoce ni sabe cómo ha llegado hasta allí. Ya verás cómo el público disfruta y se asusta con las apariciones y desapariciones en escena.
-¡Qué emocionante! –Exclamó Juan contagiado por el entusiasmo.
-Rambal, como es el primer actor, interpreta al protagonista: el detective Stewesson. Lo descubrirá todo al final de la obra.
Al pronunciar su nombre, como por arte de magia, apareció entre los bultos colocados entre bambalinas. Le acompañaba un hombre bajito y regordete. Era el empresario Vicente Such.
-¿Estás seguro de que todo saldrá bien, Enrique? Tenemos muchas cosas en juego.
–Por supuesto que sí, Vicente, tranquilo y confía en mí.
Casi, al instante, por el otro lateral del escenario, entró corriendo un hombre alto y muy delgado; se trataba de Paco Martí el otro socio empresario.
-En la taquilla han colgado ya el cartel de: “NO QUEDAN LOCALIDADES”. Eso sólo nos ocurrió el 10 de noviembre de 1915, el día de la inauguración del teatro ¿Cómo lo has conseguido, Enrique?
-¡Hombres de poca fe! –Exclamó complacido Rambal estrechándole la mano que el empresario le ofrecía. –Os lo advertí, pero no me creísteis ninguno de los dos.
-Espero que no tengamos ningún problema con los huelguistas.
-Al contrario, Paco. Todo marchará a la perfección. Ellos serán los protagonistas de esta noche.
Aquella aseveración dejó intrigado a Juan.
Media hora antes de comenzar el espectáculo se abrieron las puertas. Juan y Ramón se colocaron en la entrada principal. El público, esta vez, no estaba compuesto por señoras con estolas y abrigos o caballeros con levita y sombreros de copa. Las localidades se ocuparon por hombres vestidos con trajes de pana y alpargatas. Las mujeres llevaban ropas sencillas con una única prenda de abrigo que era una toca de lana.
-¡Son los huelguistas! –Exclamó Ramón.
-Son nuestro público. –Le replicó Enrique Rambal. –El cual apareció inesperadamente del interior del teatro.
Todo transcurría con normalidad. Los obreros se colocaron en sus localidades. Mostraron su sorpresa por la belleza de las butacas rojas del patio y los palcos que relucían con sus hermosos motivos florales cincelados.
Antes de comenzar el espectáculo el director salió al escenario. Hizo una seña con la mano. Se hizo el silencio. Habló con un tono firme y alto:
-Estimado público, debo agradecerles su asistencia a la función a pesar de las circunstancias que nos rodean. El teatro debe de estar con todos y por eso les hemos invitado a que acudan a ver que nuestro trabajo es tan digno como el suyo. –Se oyó un murmullo casi sordo. –No quiero extenderme con discursos. Cedo mi palabra a su representante para que les lea un comunicado.
Junto a él estaba un hombre con un gran bigote castaño. Carraspeó antes de comenzar a leer un discurso que llevaba impreso en un panfleto. El silencio se podía cortar. Finalizó la lectura con el grito de:
-Nuestra es la palabra. Pidamos lo que se nos escuche. ¡Pan, trabajo y  libertad!
El público se levantó y aplaudió al mismo tiempo que daba vítores al orador que no dejaba de levantar el puño.
Calmado el exaltado ambiente reivindicativo se apagaron las luces. Se inició la representación. En esos breves instantes, en la oscuridad del teatro, Juan sintió la expectación del público que aguardaba descubrir y disfrutar de las sorpresas e intrigas rambalescas prometidas. Durante toda la representación sólo se oyó algún que otro grito ahogado provocado por la inquietud que provocaban los efectivos golpes de efecto. Al final, cuando el protagonista ya había resuelto el melodrama, bajó el telón y resonó un gran aplauso que hizo vibrar el teatro.
Juan sintió un escalofrío de muchas emociones encontradas. Comprendió que, todo había cambiado para él. Aquella noche lluviosa, al entrar en aquel teatro, había dejado de ser un vagabundo fugitivo de todo y de todos, incluso, de sí mismo. Su vida había cambiado cuando su desesperación le llevó a romper aquel cristal del teatro.