sábado, 28 de noviembre de 2015

LOS SEGUNDOS SEMPITERNOS







LOS SEGUNDOS SEMPITERNOS
Con disimulo miraba el reloj de la pared. Contaba los minutos. Era sábado. Su padre sonreía al verle tan ansioso. Pensaba que eran cosas propias de la edad, del momento, de su juventud. Nunca le riñó por dejarse las cosas a medio hacer, al contrario, le animaba a que saliese para ir a ver a su novia. Al fin y al cabo, pensaba su padre, él también había hecho lo mismo a su edad. Entre padre e hijo los gestos eran el mejor medio para comunicarse. Ambos eran igual de reservados. Su novia terminaba su jornada más pronto que él en la fábrica de sacos. Miraba a su padre y, sin preguntarle, comprendía la media sonrisa cómplice que le dedicaba. 

Una última mirada al reloj. Ya era la hora convenida. Salía como un rayo hacia la casa. Subía de dos en dos los escalones hasta su habitación. Tenía que arreglarse y correr para no perder el próximo trenet. Todos los sábados eran iguales. ¡Qué nervios! Era imposible no sentirlos mariposeando en su estómago. Siempre tenía la sensación de que llegaba más tarde que nunca. Los segundos se le hacían interminables, los minutos como si fuesen horas. No podía dejar de pasear de una parte a otra del andén. Una vez, ya montado en el vagón, durante el trayecto, que duraba unos escasos diez minutos, el tiempo se le eternizaba. Miraba por las ventanillas con la esperanza de que el trenet tomase más impulso y fuese más rápido. Quería que arañase unos segundos más al tiempo, pero era una ilusión pasajera. La velocidad del convoy era pesada y lenta, como todos los días.
Cuando llegaba ya estaba a punto de comenzar la sesión de cine. Muchas veces, se había quedado sin poder entrar. Ahora eso ya no le ocurría, pues se había hecho amigo del taquillero. Le guardaba la entrada. Aunque llegase tarde y estuviese la sala llena, podía entrar. Su novia ya estaba allí, con sus amigas. 
La película de ese sábado era de amor, de esas que tanto les gustaban a las muchachas. Le divertía ver como todas lloraban cuando el chico se quedaba con la chica. Su novia, ya no derramaba ni una lágrima, quizá tenía pudor de mostrar su sensibilidad delante de él.
Cuando salían del cine siempre hacían lo mismo: daban unas vueltas por el centro del pueblo y saludaban a todos los amigos y amigas. A su vez, intentaban hablar casi a voces. Ese día, su novia intentó decirle algo más privado. Se acercó a él. Le susurró al oído que quizá podían ir a otra calle más tranquila. No quería hablarles a gritos. Cruzaron el paseo, pero en las calles adyacentes al cine ocurría lo mismo. Resultaba imposible mantener una conversación discreta.

-¿Por qué no te acompaño? –Le preguntó solícito. –Si quieres, podemos ir dando un paseo por la huerta. Hoy hace una tarde muy bonita. Podemos hablar por el camino. 
Los senderos, entre los campos, se convirtieron en sus cómplices. Conversaron. Planearon. El tiempo pasó más rápido de lo que deseaban ambos. Él se deleitó mirando como el sol del atardecer de octubre jugueteaba con los cabellos castaños de su novia. Llegaron a la entrada del pueblo. Esta vez le acompañaría hasta su casa. Nunca lo había hecho.
-Alguna vez tenía que ser la primera, ¿No crees? –Le tomó la mano.
Se adentraron en el pueblo. Cogidos de la mano. Había unas mujeres sentadas en la calle. Jugaban a las cartas. Cuando los vieron acercarse pararon un momento. Les miraron con curiosidad.
-Debe de ser su novio. –Susurró una a las otras indiscretas. –Es un chico muy apuesto. Contestó una en voz más alta.
Se rieron los dos novios. Una de las jugadoras, en ese instante, estaba limpiándose las gafas y al escuchar el comentario, se dio tanta prisa por colocarse los anteojos que se incrustó el pañuelo en las lentes. Quedó cegada momentáneamente. Todas las demás rieron por su falta de pericia. Los novios no pudieron reprimir una sonrisa. Ahora ya todo el pueblo sabía que su noviazgo era formal.
No quedaba mucho trayecto para llegar a su calle. Él guardó las formas. Se despidió de su novia antes. Le prometió que volvería al día siguiente, el domingo, después de la misa. La despedida fue sencilla. Ella le acarició la mejilla. Él regresó feliz por el camino que había andado. Las jugadoras ya se retiraban hacia el interior de la casa, cuando pasó por delante de ellas. Lo saludaron risueñas mientras guardaban las sillas.
Había oscurecido tan rápido que el sendero se ennegrecía a cada paso. Se adentró por los campos. Las penumbras se posaron sobre él. La sombra de los naranjos se cernía por el sendero. Sus pasos eran ahora más rápidos y ansiosos por llegar al camino abierto. Al fondo se adivinaba una luz. Semejaba ser la señal de la ruta. Ya casi había llegado al límite del sendero cuando se quedó paralizado. En la oscuridad, unos ojos brillantes le miraban con gran interés. Escuchó el gruñido. Sin tiempo para reaccionar notó el aliento del perro que se abalanzó sobre él. El miedo le paralizó. Se quedó quieto, clavado en el suelo. Aquel perro había encaramado sus patas delanteras sobre sus hombros. Ladraba, con fuerza, moviendo la cabeza a cada lado de su cara. Le mostraba sus dientes amenazantes. Durante esos eternos segundos sintió pánico. Se angustiaba al imaginar el daño que le causaría al morderle en la cara. Oyó un reclamo que salía de entre los naranjos. Era una voz aguardentosa y hueca que llamó al animal una sola vez. El can obedeció. Bajó sus patas y se mantuvo delante de él vigilante, a la espera de otra orden de su amo.
-No tengas miedo. No hace nada.
La voz tuvo cara. Un hombre, vestido con el uniforme de la Guardia Civil, se le acercó calmosamente. Era un rostro curtido por el sol. Detrás de él estaba el otro compañero. Éste no habló. Lo miraba. Llevaba un mosquetón colgado del hombro.
-¿Qué haces a estas horas por aquí?
Le costó bastante farfullar una respuesta. Había perdido el último trenet. Durante unos eternos y pesados segundos, ambos, estuvieron contemplándolo. Fueron unos segundos que se alargaron como minutos. Se convirtieron en verdaderas horas. Al fin apartaron el perro de su camino. Entre risas le dieron un empujón para que reaccionase.
-Anda, vete que llegas tarde.
No se detuvo. Aún pudo oír sus risas durante varios segundos. Tampoco volvió la cabeza para comprobar si el perro le seguía. No pensó en otra cosa que no fuese salir al camino y abandonar la senda donde tanto miedo había sentido.
Cuando llegó a su casa todavía estaba nervioso. Se lo contó a su padre. Le habló del pánico que había experimentado. Le confesó que se sentía dolido en su orgullo por la burla que le habían hecho aquellos hombres.  Su padre no dijo nada hasta que él terminó. Cuando por fin, habló le dijo dos frases que él jamás olvidó.
-Ellos mandan. Tú no puedes hacer nada.
A pesar del paso del tiempo, en su mente continuaban apareciendo las fauces del can; aquellos segundos de pánico se convirtieron en sempiternos.