viernes, 30 de noviembre de 2018

EMIGRAR : EN LA SALA DE ESPERA




«Señores. Se ha producido una avería y el tren saldrá con unos minutos de retraso. Disculpen las molestias.»
En la sala de espera hubo un murmullo entre los viajeros que creció por segundos.
-¡Eso no puede ser! –Gritó una chica. –Debo de estar a las siete en el puerto, sino perderé el barco.
El murmullo cesó a la espera de la respuesta que diese el interventor a la muchacha que había protestado.
-No, no te preocupes que no lo perderás. –Le dijo el interventor. –Todos los pasajeros de este tren se dirigen a tu mismo destino. El barco no zarpará sin que su pasaje se encuentre completo.
-¿Está seguro de lo que dice? –Insistió la chica. 
-Sí, así es. –Corroboró una mujer que se encontraba sentada junto a ella. –Yo también voy a tomar ese barco y te aseguro que no zarpará sin mí. –Frunció los labios a modo de una sonrisa y, al hacerlo, en su rostro se estrecharon unas arrugas alrededor de sus pequeños ojos que parecían también sonreírle.
El interventor se alejó de la joven para atender a las preguntas de los otros pasajeros que se arremolinaban a su alrededor.
-Debo tomar ese barco. –Susurró la chica sin mirar a nadie.
-Los barcos son mágicos ¿Lo sabías? –Le dijo la anciana. La joven sonrió ante tal afirmación.
-Hace cincuenta años, yo tomé uno que me llevó hasta mi destino y lo hizo con tal magia que nunca supe si el resultado de mi vida se debió al viaje o a mi decisión de emprenderlo.
La anciana hizo un gesto para captar la atención de la joven. Con un tono claro y suave, que incitaba a continuar escuchándole, prosiguió su relato.
-Tendría tu edad cuando realicé mi primer viaje al continente americano. 
-¿Fue sola? –Le preguntó la joven que comenzó a interesarse por la historia que la anciana pretendía narrarle.
-Completamente sola. Fue en 1952.
-¡Qué valiente! –Exclamó la chica.
-¡Al contrario! Sentía miedo de todo y por todo, pero el amor es el mejor estímulo y el más poderoso que puede existir para sacar valentía de la cobardía. Yo habría recorrido medio mundo con tal de poder pasar toda la vida con él.
La anciana miró a la joven y vio que ésta se sentía atraída por sus palabras. Tras una pausa continuó su relato.
-Me había prometido una vida mejor y para ello decidió buscar un lugar donde poder vivir sin estrecheces ni miedo. En aquel momento, en España, se continuaba conviviendo con la agonía del hambre y el rencor de la tan reciente guerra fratricida y, a más de uno, se nos hacía imposible conseguir hasta lo más imprescindible para subsistir. 
-¿Cuántos años tenía cuando emigró? –Preguntó la joven.
-Veintidós años. La cabeza llena de sueños y nada en los bolsillos. –La anciana sonrió al decir esta última frase.
-Fue muy atrevida al embarcarse sola porque… ¿a qué país emigró? –Le interrumpió la joven.
-Al Brasil. Ahora regreso allí para morir.
Bastaron unos segundos de silencio para desconcertar a la chica que pensó que la anciana no proseguiría con el relato, sin embargo, ésta volvió a retomar la palabra.
-Todo se debió a que en el pueblo había un gran comerciante de ajos. En aquel momento ese era el cultivo más importante que existía en la huerta del pueblo valenciano donde nací. El amo no tenía miedo a nada ni a nadie, por eso tampoco tuvo ningún escrúpulo ni moral para hacer todo lo que hizo. –A la anciana le brillaron los ojos cuando pronunció estas palabras. –Aquel hombre nos mintió y engañó sin ningún rubor, ni pestañeó cuando le reclamamos nuestro dinero y se negó a devolvérnoslo, pero será mejor que te lo explique todo desde el principio. 
La anciana hizo una pausa para beber un sorbo de agua de una botella que extrajo de su bolso. Pasados unos segundos retomó su relato.
-A finales de los años cuarenta, ese audaz comerciante probó fortuna enviando un cargamento de ajos hasta la ciudad de Sao Pablo. Tuvo un golpe de suerte y de la carga pudo vender tres partes, pues, la restante se le fue entre los intermediarios y aranceles que tuvo que pagar. A pesar de todo, le fue muy bien y por eso decidió montarse su un control propio en el mismo puerto de Santos, el que corresponde a la populosa ciudad, pero para lograrlo debía ampliar su negocio y con ello debía de tener gente de su confianza en dicho puerto. Le ofreció el trabajo al que entonces era mi novio y que más tarde se convertiría en mi esposo. Esto ahora, contado con la distancia del tiempo, semeja algo simple y fácil de llevar a la práctica, pero no lo era si observamos que, hace cincuenta años, las cosas no resultaban tan sencillas como podemos imaginar. El amo, antes de hablar con mi novio, buscó a otros obreros sin trabajo, pero ninguno se encontraba dispuesto a salir del pueblo. Preferían morirse de hambre antes que perder de vista la sombra del Micalet[1]
La anciana esbozó una sonrisa como si un recuerdo fugaz hubiese cruzado por su mente. 
-Mi madre no dejaba de repetirme esa frase para intentar convencerme de que no emprendiese esa aventura sola, pero no lo consiguió. El amor es uno de los principales motores para empujar a una persona a tomar decisiones, aunque en aquel momento también existían otros factores tan importantes o más que influyeron en mi partida, como era la carestía de todo lo esencial, así como el miedo al poder de los que mandaban en nuestro pueblo. Sí, puede sonar muy extraño lo que cuento, pero el cacique podía tomar todo lo que desease sin pedir permiso a nadie. Más de una familia se había marchado del pueblo por alguno de esos motivos, no obstante, emigrar no resultaba tan sencillo como se podría pensar a priori. Sobre las fronteras españolas se aplicaba un estricto control y no todos podían salir del país con facilidad. A pesar de todo, debido a la escasez de lo más básico, muchos españoles, nos vimos obligados a emigrar.
-Pero la mayoría de la gente lo hacía a otros países más cercanos como Francia, Alemania o Suiza. –Le interrumpió la joven.
-Puede, pero durante un tiempo el punto de mira de la emigración se centró en el continente americano. Aquellas tierras eran una aventura para las inversiones, por eso hubo más de uno que se marchó allí en busca de todo lo que carecíamos aquí. Mi novio fue uno de los primeros en embarcarse en esa aventura. Partió en 1950. Toda la familia lloró pensando que no volveríamos a verlo, pero felizmente nos equivocamos. La primera carta que recibimos fue al cabo de un mes y medio. Las conservo todas las que escribió. Te puedes imaginar la alegría que sentimos al tener las primeras noticias suyas. En su carta nos contaba lo maravillosa que había sido la travesía, que el océano Atlántico era lo más azul que había visto en toda su vida. También nos relataba sobre la bondad de la gente que lo había acogido en sus humildes casas. Casi media carta la dedicó a contarnos los manjares exóticos que había comido, pero, sobre todo, habló de la luz especial que brillaba en aquel país. Mientras leíamos su carta nos sentíamos ilusionados. Aquella tierra debía ser el paraíso prometido. También nos contó que había ganado mucho dinero, pero, el amo le dijo que se lo guardaría porque allí no había bancos donde depositarlo. ¡Qué inocente! Él pensaba que se lo estaba custodiando y se vio obligado a pedir prestado el dinero que necesitaba para poder pagarse su manutención y eso que trabajaba de sol a sol.
En la carta también decía que ese año no regresaría a Valencia porque los pasajes eran muy caros. Además, no le compensaba perder días del trabajo por hacer el viaje. En aquella primera carta, se despedía de todos nosotros diciéndonos que nos volvería a escribir lo más pronto posible.
¡Es curioso! –Exclamó la anciana. –Debido al funcionamiento del correo recibimos una nueva carta más pronto de lo que esperábamos. En ésta el tono que utilizaba era distinto. Narraba los largos que se le hacían los días allí y que el cansancio lo vencía apenas se recostaba en su camastro debido a las largas jornadas. En sus palabras se sobrentendía la tristeza que sentía por la soledad a la que se veía condenado en la emigración. En cada una de las cartas que recibimos se notaba el desánimo que sentía por sentirse alejado de su pueblo y de todos nosotros. 
La anciana hizo una pausa. Miró la cara de la joven y al ver que en ella continuaba el interés por conocer toda su historia prosiguió en su relato.
-La medida temporal de un año es distinta según en el lugar del mundo en el que te encuentres. A él le pareció que un año en Sao Pablo equivalía a diez en Valencia. Al cabo de dos años regresó. En su mirada ya no estaba el joven ilusionado que todos habíamos visto partir, ahora se había convertido en un hombre curtido por el duro trabajo y, sobre todo, por la soledad.
«Quiero que vengas conmigo.» –No era una orden, más bien yo diría que se trataba de una súplica. Habría ido con él hasta el fin del mundo si me lo hubiese pedido, pero no resultaba tan sencillo. Las fronteras españolas todavía estaban cerradas para el libre tránsito y, además, necesitaba el consentimiento de mi padre porque todavía era menor de edad.
-En aquel momento, la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años ¿verdad? –Le interrumpió la chica.
-Sí, pero así y todo no podía embarcarme en una aventura transatlántica sin más. Debía estar casada y él, el entonces ya marido, me reclamaría para poder ser aceptada en el país.
-Entonces ¿se casó en seguida? –le interrumpió la muchacha que cada vez estaba más interesada en la narración.
-No, no, ¡Qué va! Necesitábamos muchos certificados: de buena conducta, de consentimiento, de renuncia, etc., etc., y mi novio se vio obligado a regresar al Brasil mucho antes de que todo estuviese en regla y preparado para nuestra boda. Él partió con la idea de que yo le seguiría en muy poco tiempo, sin embargo, todos los trámites legales tardaron más de diez meses.
-¡Diez meses! –Exclamó la chica.
-Sí, fueron unos días largos y llenos de incertidumbre, sin embargo, ahora con el paso del tiempo, los recuerdo con mucha ternura. Mi madre se afanó en hacerme un ajuar que pagó a plazos. Mi padre tuvo que vender una cosecha entera para costear los gastos que ocasionaban los certificados, pero, así y todo, ellos consintieron que me pudiese embarcar hacia mi destino.
-¿Y la boda? 
-Fue por poderes. –Le contestó orgullosa la anciana. –Un matrimonio por poderes es una boda en la que uno de los contrayentes no se encuentra físicamente presente, y por ello debe de ser personificado por otra persona. En mi caso, fue un tío mío el que representó a mi novio que, en ese momento, se convirtió en mi marido.
-¡Qué emocionante! –Exclamó la joven.
-Sí, todo lo era. –Respondió la anciana. –Y al día siguiente tomé el barco, ese bajel mágico que me transportó hacia mi verdadero destino. –Un suspiro se escapó de su boca. –Creo que me temblaban las piernas cuando subí por la pasarela, pero intenté disimularlo para que mi madre dejase de llorar. Mi padre se ocultó tras mis hermanos para que no lo viese llorar también. Fue el último recuerdo que tengo de él, porque ya no volví a verle vivo.
-¡Oh! ¡Qué triste recuerdo! –Dijo la chica consternada.
-Son cosas que asumes con el paso del tiempo.
-¿Y en el barco? ¿Con quién se encontró? –Le preguntó nerviosa la muchacha.
La anciana sonrió y con tono suave le respondió:
-Con la magia. Sí, allí estaba la magia.
La voz estridente del interventor interrumpió el relato que con tanta ansia esperaba escuchar la joven.
«Señores pasajeros, el tren ya se encuentra en el andén de salida. Les ruego que tomen todas sus pertenencias y suban a sus respectivos coches.» 
La anciana se incorporó y tomó su maleta para acercarse hasta el andén indicado.
-Déjeme que le ayude. –Se ofreció la muchacha.
-Muchas gracias. –Le respondió la anciana. –Me imagino que quieres que te cuente qué ocurrió en ese viaje ¿verdad?
-¡Claro que sí! –Contestó atolondradamente la joven. –Bueno, si no le importa a usted, por supuesto.
-Te lo contaré con mucho gusto, pero para eso tenemos que subir a ese tren que nos llevará a nuestro nuevo destino.
La anciana y la muchacha arrastraron sus equipajes en dirección al tren.





[1]La torre del Micalet es el campanario de la catedral de Valencia. La expresión: ‘No perdre de vista l’ombra del Micalet’se usa para referirse al miedo que les da a los valencianos alejarse de su tierra.