domingo, 26 de julio de 2015

OTRA POSIBILIDAD




Yo era feliz. Sí, en serio, lo era. Me gustaba la vida que llevaba. Muchos pensarán que estar encerrado en un corral, en un espacio tan acotado y lleno de lodo, no es el perfecto para la felicidad. Se equivocan. Mi mundo era aquel pequeño gallinero donde yo, el gallo más joven, era el jefe. Mi trabajo prioritario consistía en demostrar quien mandaba en esa pequeña parcela. Mis gallinas tenían que obedecerme porque si no lo hacían les picoteaba hasta hacer que cumpliesen mis normas. Alguna de las más jóvenes me llamaba tirano, pero lo hacía por lo bajo,  a mis espaldas. No me importaban sus quejas. Me enseñaron, los otros gallos anteriores a mí, que para ser un buen amo del corral hay que dejarle un poco de suelta a tus súbditas. Se les permite que se confíen y luego es cuando las convences de que deben hacer lo que desees. Todo es por el bien de la comunidad. Es así. Cumplen mi voluntad y, a su vez, siguen pensando que lo hacen libremente. 
 Yo era dueño de hacer o dejar de hacer lo que quisiera a mis gallinas, aunque no del todo, pues sobre mí estaba el poder del amo. Él era el que decidía a qué hora se comía, cuánto maíz nos tocaba a cada uno y, sobre todo, tenía el control del oro más preciado de nuestro corral: el agua.
Un día, cuando entró a dejárnosla en el recipiente habitual, decidí revelarme por su tardanza. Había hecho mucho calor y él no había venido a atendernos a la hora convenida. Me acerqué hasta él con las alas abiertas y en actitud amenazadora. Ni me prestó atención a pesar de mi advertencia. Me sentí ofendido por su indiferencia y eso provocó que le soltase un tremendo picotazo en la mano. El ataque le arrancó un profundo grito de dolor. Me alejé rápidamente para esquivar su reacción en forma de patada. Me sentí ufano, orgulloso de mi hazaña. El sería el amo, pero yo era el dueño de mi corral.  No calculé las consecuencias de mi bravuconearía. 
Al día siguiente, muy temprano, me sorprendió que el amo volviese al corral. No lo hacía nunca. Llevaba un saco de tela en la mano. Al principio creí que vendría a darnos una ración extra de comida, por eso, aparté a mis gallinas y me puse el primero. Me equivoqué. En menos de un segundo, el amo, lanzó el saco sobre mí. Grité, luché con mis alas y patas, picoteé con energía, pero todo fue en vano. Me había sumido en la profunda oscuridad del saco que parecía un pozo sin fondo. 
Noté un balanceo y en ese instante fui consciente de que me estaban trasladando lejos de mi gallinero.  Me temí lo peor. Pensé que mis días de jactancia llegaban a su fin. Cuando ya paró ese movimiento casi infinito, a partir de ese instante, todo ocurrió muy rápido. El amo abrió el saco. Actuó rápidamente, sin darme tiempo a reaccionar. Me tomó por las patas y comenzó a subir por una estrecha escalera. Fue vertiginoso sentir como toda la sangre de mi cuerpo se agolpaba en mi garganta. El pánico me impedía decir ni pío. Por fin me dio la vuelta y me introdujo dentro de una jaula. En ella había tres gallinas escuálidas, viejas, con el pico recortado. Tenían las plumas quebradas como consecuencia del espacio tan reducido donde casi no podían moverse. El amo me miró, con cara de sorna. Habló, a gritos, con una mujer que parecía estar algo sorda pues el tono de la conversación era muy alto. Él le enseñó la herida que yo le había hecho en la mano. Dijo algo más que no pude entender. Poco después se fue pero sin mí.
Ha pasado mucho tiempo. No sé exactamente cuánto. Mi nueva ama sólo sube una vez a la semana a darnos comida y agua fresca. Me siento abatido. He perdido mi gallinero. He perdido mi felicidad. Muchas veces lloro en silencio porque si lo hago en alto, alguna de mis nuevas y escuálidas compañeras, pues no puedo considerarme dueño de ellas, me dice:
"No llores. Piensa que siempre hay otra posibilidad peor. Desde aquí aún podemos ver el mar."

miércoles, 22 de julio de 2015

EL MEJOR MOMENTO DEL DÍA









Era el mejor momento del día. Me ponía cerca de la entrada y esperaba su llegada como si fuese un perrito que desea la llegada de su amo. Quería ver si venía de buen o mal humor. Todo dependía de ese breve instante.

Cuando los días eran largos, cuando ya comenzaba a hacer buen tiempo, era cuando mi padre tomaba la bicicleta y, después del trabajo, me montaba en la parte de atrás para dar una vuelta. Siempre me decía: «Cógete bien a mí. No te sueltes que te podrías caer.»

El paseo siempre era por los alrededores de mi casa. Los caminos más anchos de las huertas colindantes resultaban ser los más cómodos para pasear. Me gustaba que estuviesen los campos recién regados porque el olor de la tierra mojada hacía que la fragancia de las hortalizas se intensificase. Me sentía la niña más feliz del mundo. Algunas veces mi padre me preguntaba: « ¿Vas bien? ¿No te cansas?»

¡Claro que no me casaba! ¡Cómo me iba a cansar si estaba todo el día deseando que llegase ese momento!

Fotografía de Irina Shesterickowa, 2012.
Comenzaba a llegar el calor y los paseos eran más agradables y más largos, si cabe. Un día la lluvia primaveral imprevista dejó los campos mojados y con una fragancia especial. Fue en ese momento. Por uno de los caminos de la huerta un saltamontes se abalanzó, con un fuerte impulso, sobre mi cabeza y aterrizó sobre la espalda de mi padre. Nunca había visto un animal tan grande y tan oscuro. No sabía lo que era. Sentí miedo y grité asustada: ¡Un bicho! ¡Un bicho!

Mi padre paró en seco de pedalear. Puso un pie en el suelo y se volvió a mirarme. El saltamontes seguía agazapado a su espalda, ni se inmutó. « ¿Qué ocurre?» me preguntó. 

¿Cómo podía explicarle que un animal, que nunca había visto, estaba subido a su espalda? ¡Imposible!

A partir de ese momento, aquel incidente hizo que los paseos se espaciasen en el tiempo. Montar en la parte trasera de la bicicleta ya no dependía tanto del mal o buen humor de mi padre sino de mis miedos que, en ese momento, habían tomado forma de insecto.