domingo, 21 de febrero de 2016

UNA PIEDRA EN EL ESTANQUE



Lanzó una piedra al estanque y contempló las ondas que el agua formaba con la violencia del choque. Las miró como si fuesen fáciles de tocar con sus dedos. El movimiento se había convertido en el propio espectáculo de sí mismo. Cansado de perseguir a la imaginación buscó una salida hacia lo que parecía real, pero se deshacía con lo imaginable. Lloró. Se levantó del borde del estanque y sus pasos le encaminaron hacia el pueblo. Quería pensar quería saber por qué sentía esa amargura que le quemaba en el interior de su cabeza, pero mientras lo meditaba escuchó unas risas. Estaban muy cercanas a él. Eran tan frescas como las mismas cascadas del agua limpia que había dejado a sus espaldas. Sigiloso, como un ladroncillo en busca de algún tesoro, husmeó los alrededores para ver si alguien le estaba observando. Estaba solo. Se dirigió a uno de los árboles del camino para esconderse y poder observar de dónde venía aquella risa emanada como un torrente. Las risas eran de varias gargantas como un coro de ilusión.  El pillete agudizó la mirada y  comprobó que eran unos niños y unas niñas que, acompañados de su madre, miraban a un hombre que actuaba para ellos. Era de avanzada edad y casi no podía moverse mucho, pero no por ello dejaba de provocar la risa de los pequeños y la que parecía ser su madre. Llevaba una nariz de payaso y hacía unos juegos de magia. Escondía cartas en sus bolsillos que aparecían en los lugares más insospechados de su ajada chaqueta. De pronto, sacó una nuez de uno de sus bolsillos y la mostró a todos como si de un tesoro se tratase la introdujo en su puño y al poco lo abrió para mostrar que ahora eran dos. Los niños reían y aplaudían con el truco y el hombre, a pesar de que le costaba mantenerse erguido, disfrutaba con la alegría de los pequeños. En un instante dado levantó la mirada y observó al pequeño fisgón que les observaba desde el árbol del camino. Levantó el brazo y con la mano le hizo un gesto indicándole que se acercase para estar con ellos.

El muchachito se sintió azorado al haber sido descubierto desde su improvisado observatorio, pero cuando vio que todos se volvían a mirarle y que la mujer le sonreía y también le indicaba que se acercase al grupo tomó confianza y avanzó.

Y así estuvieron un buen rato todos riendo las ocurrencias de aquel viejo payaso que le costaba mantenerse en pie, pero que no dejaba de hacerles reír con sus bufonadas.

Circus, 1918
Comenzó a oscurecer. La madre recogió a sus pequeños como si se tratase de una gallina que reúne a sus polluelos y el viejo payaso se despidió dándole las gracias por las frutas y huevos que le regaló. El muchacho se despidió de ellos y emprendió el camino contrario al del payaso. Regresó a su casa. Por el camino recordó en todo lo que le había ocurrido esa tarde. Había visto las ondas del agua como se alejaban del centro y, sin embargo, él había hecho lo contrario que era acercarse a un grupo desconocido atraído por su alegría.

Caía la noche cuando llegó a su casa. Allí todo parecía tener el mismo aspecto que cuando salió por la mañana, pero, sin embargo, notaba que algo había cambiado. Se miró en el espejo de la entrada y vio que ya no era exactamente como se había mirado en el reflejo del estanque donde las ondas se habían movido alejándose. Escuchó a su madre que lo llamaba para la cena. Tenía hambre así que pensó que si algo había cambiado en él ya lo averiguaría mañana.

sábado, 20 de febrero de 2016

UN TOQUE DE MAGIA INESPERADO

Sintió unos segundos de indecisión, de duda, antes de pulsar el timbre de la puerta, no obstante, lo hizo y con tanta energía que ella misma se sorprendió del intenso y largo toque. Al otro lado de la puerta se escucharon unos pasitos ágiles que, con sigilo, se aupaban hacia la mirilla e inmediatamente cedieron los cerrojos y, por fin, la puerta se abrió. Se trataba de una mujer de escasa estatura de aspecto muy cuidado. Era la señora. Le invitó a pasar hacia el interior de la casa. Con gestos muy estudiados y con una suave sonrisa, sólo por cortesía, fue quien inició la conversación.
-Así que usted es la joven de la que me hablo el portero, Vicente. Dice que es universitaria ¿me equivoco?
-Sí, señora, Vicente, el portero, me dijo que necesitaba una persona que le ayudase y por eso me he venido a entrevistarme con usted.
-Sí, quiero que alguien me ayude, porque la casa es demasiado para mí, pero no creo que tú puedas hacerlo. Creo que nuestro portero se ha confundido cuando le dije que necesitaba una profesional.
Con unas pocas frases había pasado de la cordialidad impuesta, al tuteo como símbolo del distanciamiento social; a pesar de todo, mientras le indicó que pasase al salón. Con un gesto de su pequeña mano, le mostró que se sentase en una silla alejada del sofá. La señora se mantuvo de pie con el propósito de mantener las distancias durante la conversación. Usó un tono firme, estaba en su casa y era la dueña de la situación.
-Creo que ha habido un mal entendido por parte de todos. Lo cierto es que cuando le comenté, al portero, que quería a alguien para ayudarme en casa, no debió de comprender para qué era.
-Le entendió muy bien, me consta.
La joven tragó saliva y pensó las palabras que debía de decir antes de retomar la palabra.
-Es que... verá, no estoy en uno de mis mejores momentos económicos, sabe y…
-Pero no necesito una universitaria, sólo quiero una chica para que me haga la limpieza, me ponga lavadoras o me prepare la comida, además tienes que limpiar los inodoros. 
Lo dijo con tono de triunfo, casi disfrutando con querer humillar a su interlocutora.
Por un momento la conversación se rompió con un silencio que abrumó más a la que intentaba dominar la situación que a la que pretendía humillar.
-No me importa hacer todos esos trabajos y no creo que sea un obstáculo el hecho de mi formación para trabajar en las domésticas. Mire, señora, la actual situación económica, a veces, nos lleva a tener que aceptar trabajos que, hace unos años, nos habrían parecido impensables pero, no creo que sea un deshonor. Vicente me lo propuso con total y absoluta confianza porque me conoce y también sabe cómo es usted. Si le parece bien, puedo venir cuando me lo pida. Somos vecinas y eso evita que me tenga que pagar un desplazamiento extra.
-Es curioso, eso me dijo Vicente, que somos vecinas y no te he visto nunca.

Bueno, todos tenemos, en algún momento de nuestras vidas, malos momentos económicos ¿verdad? Por supuesto que no me importa que tengas estudios universitarios. Yo fui una mala estudiante. No conseguí terminar el bachiller, sin embargo, mi marido es un algo ejecutivo. Él sí que sabe de todo. ¡Es tan brillante en su trabajo! ¡El pobre trabaja tanto! Cuando regresa tan cansado, sólo quiero que se encuentre contento en casa. 
-El descanso del guerrero.
- Ah! ¿Se dice así? Yo no sabría usar esas expresiones.
-Es una forma de definir las cosas. 
-Sí, puede ser. Bueno, creo que te aceptaré, pero te pongo una condición y es que mi marido no se entere de que trabajas para mí. No quiero que piense que soy una inútil que no sé hacer nada.
-No se preocupe. Nunca lo sabrá.
Contestó con tanta firmeza que la señora se sorprendió, un poco,  por el tono.
Fue la joven la que tomó el impulso de levantarse y dirigirse hacia el pasillo, en dirección a la puerta de la calle.
-¿Cuándo puedo venir?
-Mi marido suele salir de casa alrededor de las nueve y media de la mañana, si quieres puedes venir a las diez y así comienzas con todo lo que queda de la noche anterior.
-Perfecto, mañana vendré. Gracias por su confianza y por el trabajo. Se lo agradezco mucho. El dinero me hace bastante falta.
-Sobre eso también debo decirte que tendré que pagarte por las horas. No puedo darte de alta en la Seguridad Social porque si no mi marido se enteraría de todo.
La joven ya estaba cerca de la puerta y de espaldas a la señora de la casa cuando se giró, bruscamente y provocó que su interlocutora se tuviese que retirar a un ángulo del pasillo  casi contra la pared; la superioridad en altura de la joven comenzó a intimidarle.
-Creo que entonces tendremos que sellar nuestro contrato con un apretón de manos ¿no cree?
Le tendió la mano con una sonrisa en la boca pero con la mirada fija en sus ojos. La señora vaciló unos instantes pero, al fin, sonrió y le tendió, también, la mano para estrechársela. El apretón de manos fue tan enérgico que la señora soltó un grito.
-¡Ay! ¡Cuánta energía tienes! 
A pesar de la queja, la joven no le soltó la mano, sino que le obligó a regresar hacia el salón. Sin decirle nada, hizo que se sentase en la silla, donde unos minutos antes, había estado sentada ella. Ninguna de las dos hablaron y, al fin, la joven volvió a tomar la iniciativa.
-¿Desde cuándo te está maltratando?
La señora no le contestó pero bajó la mirada, visiblemente humillada.
-¿Desde cuándo tu marido te grita, te insulta, te anula?
La señora seguía sin hablar, tampoco negaba nada de lo que le preguntaba. Comenzó a llorar. La joven no le soltó la mano.
Durante unos minutos dejó salir toda la amargura que había escondido durante años. Por fin habló:
-No puedo hacer nada. Él es el que manda.
La joven se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció.
-Mírame, contéstame ¿sólo te insulta o también te pega?
Le costó un poco pero había algo, en la mirada de aquella joven, que le impulsaba a decir la verdad.
-Me dice que no sirvo para nada, que le da vergüenza presentarme a sus amigos y a las mujeres de ellos porque yo no estoy a su altura. 
Tomó aire para continuar hablando; y siguió narrándole todos los insultos que le dedicaba. Casi como si fuese un acto reflejo, se subió, un poco el suéter para dejarle ver los cardenales que tenía en la espalda.
Pareció sentirse mejor una vez que se lo había contado. Ya no podría estar aparentando una vida feliz en aquella casa. Algo superior a sus fuerzas le hacía desear que todo saliese a la luz.
Después de un buen rato y tras tomar una taza de té, la señora se encontró más reconfortada, con las palabras de aquella joven.
Ya estaban junto a la puerta despidiéndose cuando, en ese instante, se abrió. Era su marido. La señora se quedó pálida ante él, sin saber qué decir ni qué hacer. Fue la joven quien tomó la palabra.
-Buenas tardes, señor, soy su vecina. He estado esta tarde charlando con su encantadora esposa.
-¿Nos conocemos?- dijo el hombre mirándole de arriba abajo con cierto descaro.
-No, no nos hemos cruzado ni en el ascensor y tampoco creo que tengamos muchas oportunidades.
-Eso quiere decir que se marcha. 
La joven le sonrió y le miró fijamente intentando atraer su atención al máximo.
-No, se equivoca, el que se va es usted.
Pronunciada esta aseveración, estiró el brazo y con los dedos le tocó por detrás de la oreja derecha. El señor no hizo ningún movimiento para esquivarle el contacto, al contrario, aceptó el gesto. Fueron unos segundos largos y tensos, pues la señora lo contemplaba con estupor. Por unos instantes los tres quedaron unidos por el contacto. 
Poco después, el hombre se dirigió a la habitación. Tomó una maleta y comenzó a introducir su ropa en ella. No pronunció ni una palabra. Sus movimientos eran casi reflejos, propios de un autómata. El hombre se fue.

Al cabo de unas semanas, Vicente, el portero, como de costumbre, ojeaba la prensa en su puesto de trabajo, antes de entregarla a los vecinos cuando le sorprendió el siguiente titular.

"Famoso alto ejecutivo, es detenido. Según fuentes informadas estaba acosado por las deudas y se preparaba su próxima detención por la mala praxis empresarial, sin embargo, el detonante fue la denuncia de su esposa, víctima de su maltrato. El denunciado intentó huir a uno de los paraísos fiscales pero fue detenido en el aeropuerto antes de conseguir subir al avión."

Al día siguiente de la noticia, Vicente colgó dos carteles en la portería: SE VENDE PISO  y otro que decía SE ALQUILA.



sábado, 13 de febrero de 2016

EN EL PASILLO DEL CINE


Me pongo el uniforme. Entro a trabajar. Vendo las entradas. Estoy segura de que nadie me mira a la cara cuando le doy las entradas con el cambio. Me gusta esa intimidad. Soy anónima para ellos por eso puedo mirarles a la cara directamente. Les conozco. Les he visto por las calles de nuestra ciudad, paseando, en el supermercado, en la consulta del médico, en la cafetería o tomando una copa con los amigos, pero, sin embargo, no son los mismos cuando vienen al cine.
New York Movie, Edward Hopper (1939)
Algunas veces, a mitad de la película, salgo de mi cabina y me quedo en el pasillo. Escucho. No puedo ver la pantalla aunque tampoco lo necesito. Presto atención a los diálogos. Me introduzco en la historia.  Me pierdo dentro de ella.
Es, en ese instante, cuando imagino que soy un personaje más del celuloide. Desaparecen los problemas cotidianos, esos que siempre se reducen a lo mismo: el dinero. Me gusta entrar en la pantalla porque allí dentro encontraré un final, puede que sea feliz o no, pero no será azaroso. Mientras imagino estas cosas, en el  pasillo del cine, apenas iluminado, es, en ese instante, cuando más acompañada me siento y deja de pesarme mi soledad. Ese instante es el que quiero que nunca termine, en la penumbra sonora de la proyección. Todo se desvanece con la sintonía de los títulos de crédito. Vuelvo a la realidad. Regreso a la taquilla. Vendo más entradas. Continuarán dándome el dinero sin mirarme a la cara. Volveré al pasillo. Serán caras nuevas con diálogos nuevos de una misma película desde la penumbra del pasillo del cine.


sábado, 6 de febrero de 2016

GUÁRDAME UN SECRETO

"Guárdame un secreto"
Esa era la anotación escrita en uno de los márgenes del libro de la biblioteca que estaba leyendo. Pensó que era la obra de un
desaprensivo que no sabía mantener el material público en buen estado. Siguió leyendo pero tuvo sus dudas cuando, al continuar leyendo la novela, descubrió que en el texto preguntaba, al lector, si alguna vez había sabido guardar un secreto.
¿Era aquello un truco del escritor?
Dejó la novela sobre la mesilla de noche y apagó la luz.
Durmió poco. Tuvo un sueño intranquilo, lleno de pesadillas que recordó más tarde. Sonó el despertador. Lo apagó maquinalmente. Sintió desánimo para enfrentarse a la jornada diaria. Quemó sus dudas y echó a andar. Debía hacerlo.
Subió al autobús. Logró sentarse. Allí y sin evocarlos, regresaron los malos sueños. Sintió que estaba dentro de un mar. Navegaba en un pequeño barco que semejaba ser de papel. El mar no era de agua sino de letras. Letras de todos los tamaños y caligrafías que se movían como si fuesen las olas del mar. Se asustó. Dio un respingo en el asiento al recordarlo. El hombre que estaba sentado junto a él le miró. 
"¿Se encuentra bien? Está muy pálido."
Intentó disimular. Balbuceó una falsa excusa. 
Le dijo que no le ocurría nada, que sólo había recordado algo que había olvidado y por eso se había sacudido en el asiento.
Bajó un par de paradas antes de lo que solía hacerlo todos los días. Necesitaba que el aire fresco le aclarase la ideas. Llegó al trabajo.
A lo largo de la mañana no volvió a pensar en las pesadillas de la pasada noche. Estaba más cansado de lo habitual. Se le hizo el día eterno.
Después de cenar, sintió tanto sueño que no se quedó a ver la televisión. Ya en la cama y cuando se disponía a apagar la luz vio el libro y decidió retomar la lectura. Abrió por la página donde había visto la anotación pero no la encontró. Estaba muy seguro de que la había visto y que, a continuación, el texto le había preguntado por ella. Continuó la lectura. Cuando ya llevaba unas cuantas páginas leídas, al volver la página se encontró con una nueva anotación manuscrita. Estaba casi al pie de página:
"No, hombre, por favor!"
 Pasó la página. En la siguiente, en el texto leyó:
"Te pedí que me guardases un secreto y se lo contaste a todo el mundo. No, hombre, por favor, eso no es lo que el escritor esperaba de ti."
Sintió miedo. Un frío intenso recorrió su espalda al leer esas palabras dichas al oído. Soltó el ejemplar. Lo hizo con tal impulso que éste cayó al suelo. Se quedó abierto por la página con la anotación. No era posible que estuviese leyendo un texto que le hablase. Miró a su alrededor. No había nadie. Nada estaba fuera de su sitio habitual. Pensó que era todo producto del cansancio. Apagó la luz. Intentó dormir. Las pesadillas volvieron. Era un duermevela. Soñó con las páginas de un gran libro que lo atrapaba. Unos grandes brazos salían de las páginas y lo rodeaban hasta introducirlo dentro del texto. Se despertó con un sudor helado que le mojaba la frente. No era posible aquello. ¿Por qué estaba soñando aquellas cosas tan raras? Fue en ese instante cuando de soslayo, vio el reflejo de la luz que salía del libro. Se incorporó en la cama. Encendió la lamparilla de noche. No estaba imaginando nada. El libro tenía su propia luz. Lo recogió del suelo. Leyó.
"No es una fantasía. Te esperamos. Ven."
Cerró el libro. Sonrió y apagó la luz.
Al día siguiente, ya no tomó el autobús. No volvió al trabajo. Se quedó en casa. Sentado junto al libro. Sin leerlo. Lo contemplaba sin moverse. Perdió la noción del tiempo hasta que, por fin, se levantó. Se arregló y con el libro en la mano, salió a la calle.
Fue a la biblioteca. Se acercó hacia el mostrador de préstamo y con un susurro le dijo a la bibliotecaria:
"Guardaré el secreto. Seguiré leyendo."
Fue en busca de una nueva lectura.