sábado, 29 de enero de 2022

01 LA HUÍDA


-Dame la mano.

-No puedo.

-Da un salto y coge mi mano. Tú puedes hacerlo, Batiste.

Andreu se encontraba sobre la tapia, ligero, como si fuese un gorrión.

-No mires abajo. Da un salto con los brazos extendidos. Yo te cogeré.

Batiste estaba muy asustado. Se sentía inseguro. Él no era tan decidido y valiente como su amigo Andreu. Pero tampoco era un cobarde. Le había dado su palabra de que le seguiría allá donde fuese. No podía perder la confianza de la única persona que lo trataba como si fuese su familia, su hermano. Subió las manos por encima de su cabeza, se dio impulso y saltó. Cerró los ojos para no ver la oscuridad que le rodeaba. Tenía pánico a caerse desde tan alto. Lo más probable es que se pudiese romper un brazo o una pierna, en el mejor de los casos. Con los ojos cerrados sintió más confianza en lo que su amigo Andreu le pedía que hiciese. Fue un instante. Cuando los abrió su amigo tiraba de sus manos. Lo sostenía con fuerza.

-Sube una pierna que ya estás casi arriba.

Siguió sus indicaciones y, tal como le había dicho, se encontró encima de aquella tapia.

-¡Lo he conseguido!

Gritó Batiste alborotado.

-Baja la voz -Le indicó Andreu. - No andan muy lejos y nos pueden oír.

En ese instante Batiste volvió a la realidad. Se había fugado del hospicio junto a su amigo Andreu. Era la segunda vez que lo intentaban. La primera fue un auténtico desastre porque los atraparon por su culpa.

-¡Venga! Salta y no te despegues de mí. -Le gritó Andreu.

Batiste, esta vez, no lo pensó. Tomó impulso y se lanzó al vacío.

Los cuerpos de ambos golpearon la mojada hierba por el rocío. Por un momento, se quedaron quietos escuchando el susurro del viento gélido de enero.

-No se oye a nada. Vamos. El río está cerca.

Andreu le tendió la mano para ayudarle a levantarse. Batiste ya no quiso soltarse.

-Si no me falla la memoria, en esa ocasión, tampoco conseguisteis escaparos.

-No, no pudimos conseguir nuestra meta, pero la aventura duró más tiempo que en el primer intento.  Pero veo que te aburren mis historietas. Será mejor que no siga contándote nada.

-No, no, por favor, sigue con tu narración. Quiero saber a dónde os llevó aquella desesperada huida.

Andreu, con una media sonrisa en los labios secos por los años, miró a su hijo. Metió la mano en el bolsillo de su chaleco y extrajo de éste una colilla de caliqueño. La contempló como si estuviese dudando en volverla a guardar de donde la había sacado, pero no lo hizo hasta no haber jugueteado con ella durante unos segundos y, a continuación, la escondió en el pequeño bolsillo.

-Batiste era más niño que yo. -Prosiguió. -Había permanecido pegado a las faldas de su madre hasta que ella lo había llevado al hospicio. Tenía miedo de todo y por todo. No sabía defenderse de nada, por eso, cuando se vio solo y desamparado, buscó mi protección.

-Pero si era tan niño, ¿por qué te seguía en todas tus locuras por huir del hospicio?

-No eran locuras. Debíamos irnos de allí. Nos habían abandonado como si fuésemos dos cachorros que estorbasen a los mayores.

-No creo que fuese ese el motivo por el que lo hiciesen. -Le interrumpió su hijo.

-Puede que sí o puede que no, pero, en nuestra cabeza, de niños de siete y nueve años, no entraba otra explicación. Aquella noche corrimos y corrimos hasta que nos flaquearon las piernas. No sabíamos muy bien en qué dirección íbamos. Queríamos volver a nuestras casas. Regresar a esas barracas que, aunque pequeñas y pobres, eran las únicas que habíamos conocido como hogar. Deseábamos volver con nuestras madres. En el hospicio estaban los niños que habían perdido a sus padres, pero nosotros teníamos algo en común, tanto Batiste como yo teníamos una madre que nos había abandonado a nuestra suerte.

Rendidos e incapaces de dar un paso más, nos dejamos caer bajo un olivo. Necesitábamos descansar y serenarnos. Aunque prometimos hacer guardia y estar atentos, el cansancio nos venció a los dos. Nos dormimos profundamente.

-Eh, chavales ¿estáis vivos o muertos?

-Esa fue la frase que nos sacó del profundo sueño en el que nos habíamos sumergido en nuestra desesperada huida. El que nos hacía esa pregunta era el hombre más extraño que he conocido en toda mi vida.

Andreu, dejó de hablar unos instantes. Fijó la mirada en un punto indefinido y, por un momento, volvió a revivir aquella escena que ocurrió en el invierno de 1934.

-¡Espabila! Tú y el pequeñajo lleváis un buen rato durmiendo. Creí que estabais muertos.

Batiste se pegó a mí. Notaba cómo temblaba ante aquel hombre que no parecía tener alma.

-Tú, pequeñajo, deja de temblar como si hubieses visto al mismísimo diablo, aunque, bien pensado, para algunos lo soy de verdad.

El hombre soltó una risotada tan estruendosa que nos convenció de que sí era lo que había dicho ser.

-No nos haga daño. -Me atreví a suplicarle- No hemos hecho nada.

-¿Nada? ¿Y por qué huías? ¿Sois unos ladrones? Dime la verdad si no quieres que te parta la espalda en dos.

Batiste no puedo evitarlo y comenzó a sollozar.

-Tú, mocoso, deja de llorar que no te he hecho nada. -Le gritó el hombre. -Me pone nervioso escuchar gemidos y lloros. No los soporto. No me deja pensar. A ver, tú que pareces ser más espabilado, habla, me estáis haciendo perder la paciencia.

-Somos Andreu y Batiste, nos hemos fugado del hospicio de Sant Vicent. Vamos a buscar a nuestras madres.

-Dos huérfanos que buscan a su madre. Eso tiene gracia.

El hombre nos miró durante unos segundos y, al poco, como si hubiésemos dejado de tener ningún interés para él, se dio la vuelta y comenzó a andar junto a unas vías de tren que se dibujaban como un camino hacia lo desconocido. Por un instante, tuvimos el impulso de salir corriendo en dirección contraria, sin embargo, algo nos empujó a seguirle. Batiste se agazapó a mí y caminamos detrás de aquel malvado hombre. Llevaba un buen paso, pero lo hacía de tal manera que nos permitía seguirle sin mucha dificultad. Los raíles, solitarios, serpenteaban caprichosos como si se dirigiesen hacia ningún lugar. De repente a aquellas vías se desdoblaron en otras vías que parecían conducir a otras y otras. El hombre apretó el paso de manera que ni Batiste ni yo podíamos seguir el acelerado ritmo. Nos detuvimos para recuperar la respiración y es cuando vimos al resto de la banda.

Las vías terminaban en los tinglados del puerto de la ciudad de Valencia.

-Aurelio, ¿dónde te habías metido?

Un hombre más rudo y grande que el que nos había increpado y al que habíamos seguido por inercia, había salido de uno de los vagones que se encontraban parados en una de las vías muertas.

-He estado de excursión por los alrededores y mira lo que he encontrado.

De repente, se dio la vuelta y nos señaló con un objeto que nunca habíamos visto hasta ahora. Se trataba de un revólver de grandes dimensiones.

-¿Vas a practicar puntería con esos dos? -Dijo, entre risas, el bruto que le había interpelado.

-No, no voy a desperdiciar ni una bala. Nada de eso. Dales algo de comer que luego los vamos a necesitar.

Por muy ágiles que fuésemos nos vimos incapaces de huir de allí. Los hombres de Aurelio, alias Tamallet, nos rodearon como si fuésemos unos conejillos acorralados en medio de una cacería.