viernes, 10 de abril de 2015

EL PRECIO POR QUERER INVESTIGAR o LA AVENTURA DE LA TASA

Muchas veces me preguntan por qué investigo. La respuesta es sencilla: forma parte de mi formación, a la que tantos años he dedicado. Creo que debo continuar buceando en los documentos inéditos que se esconden en bibliotecas, archivos y museos. No sé si soy la persona adecuada pero pienso que sí es necesario que se haga. Algunos investigan, en el campo de las humanidades, para conseguir un reconocimiento pero, es que yo, en el fondo, no lo busco.
Me han pasado muchas aventuras en esta tarea, os aseguro que tanto divertidas como desagradables, de todo tipo, pero esta última os la relato porque tiene relación directa con  esa supuesta crisis que nos venden los actuales gobernantes.
En uno de los archivos que suelo frecuentar  ofrecen la posibilidad de poder comprar una copia digitalizada del documento que necesitas consultar. Es uno de los mayores avances, pues eso te ahorra mucho tiempo en lo que respecta a desplazamiento y, además, te permite la comodidad de consultarlo, siempre que lo necesites, en tu casa. El procedimiento es sencillo, seleccionas el documento y el personal te lo proporciona cuando pagas el importe del trabajo. El último encargo que hice ascendía a la cantidad de
0,73 céntimos, a la que se le había aplicado el impuesto del IVA cultural, por supuesto. El único trámite que me separaba del documento era que tenía que ingresar, dicho importe, en una sucursal bancaria donde el archivo tenía su cuenta abierta. En principio parecía sencillo el trámite. Una entidad bancaria, una sucursal, esa era la próxima meta para avanzar. Busqué la más cercana y era a dos manzanas de allí. No era mucha la distancia. Andar dicen que es bueno. Cuando llegué a la oficina, me encontré con una nueva idea de sucursal de banco, ahora han eliminado el típico mostrador para darle un aire más de oficina de negocios. Cerca de la entrada había dos mesas, en una estaba sentada una mujer de mediana edad que, aparentemente, hablaba por teléfono y en la otra había un hombre delgado, ya mayor, muy correctamente vestido, que, en ese instante, estaba haciendo fotocopias en la máquina que estaba situada detrás de su silla. Al verme en actitud de dirigirme a la mujer dejó, rápidamente, su tarea y se acercó hacia a mí con una forzada sonrisa.
-¿Qué deseaba? – me preguntó mientras miraba, de reojo, a su compañera de mesa.
-Quería ingresar esta cantidad a ésta cuenta.- Le dije mostrándole la nota que me habían dado en el archivo.
El hombre tomó la nota y la leyó con calma durante unos interminables segundos. Por fin, levantó la mirada, volvió a mirar a su compañera que seguía en actitud de estar hablando por teléfono sin pronunciar ninguna sílaba, para luego mirarme a mí y preguntarme.
-¿Tiene usted cuenta en nuestro banco?
A lo que le contesté rápidamente.
-No, sólo vengo a pagar esta tasa.
Devolviéndome el papel, casi de manera maquinal, me dijo:
-Pues tendré que cobrarle gastos de operaciones por un importe de dos euros.
-¡Dos euros! –repetí incrédula. -¿Usted ha visto el importe de la tasa? Son 0,73 céntimos de euro.
Antes de que el enjuto hombre pudiese contestarme, la, hasta entonces observadora de la mesa colindante, colgó el teléfono e intervino.
-Son los costes que se han aprobado ahora por cada operación. Sólo son gratis, el primer año, si abre una cuenta en nuestro banco.
Dejó sin palabras al perplejo hombre y a mí también.
Tomé la nota y dije:
-No pienso pagar ese precio por tan poca cantidad. Lo diré para que tengan en cuenta el abuso que se hace.
Cuando ya me estaba abriendo el bolso para volver a introducir la nota en él, ella se dirigió a mí con celeridad.
-Bueno, hoy podemos hacer una excepción con usted, pero sepa que la próxima vez tendrá que abonar esa cantidad.
En pocos segundos en mi mente se cruzaron varios pensamientos, si accedía a esa supuesta rebaja sucumbía a un chantaje, pero si no lo hacía no podía acceder al preciado documento que necesitaba. Opté por pagar los 0,73 céntimos de euro e irme lo antes posible de esa pequeña leonera de despropósitos, por si cambiaban las normas otra vez.
En fin, todo sea por mi empeño por investigar.

domingo, 5 de abril de 2015

BORGEN: DE LOS TONOS GRISÁCEOS DEL GOBIERNO.

En tiempos de blanco y negro, cuando nuestro presente se encuentra marcado por el trazo del negro sobre el blanco o el color sepia, símbolo de lo rancio, sobre la luz nítida del blanco, el color, los colores, son la única alternativa a esta vaciedad que nos invade sin sentido. 
Dinamarca es un pequeño país de poco más de seis millones de habitantes. No destacaría mucho salvo por la popularidad que ha ido ganando con su estilo de sociedad. Sus gobernantes han ido granjeándose en esta Europa de mercaderes en la que estamos inmersos, una popularidad casi desmesurada. 
Nunca he viajado a Dinamarca, aunque, hace años, tuve ocasión de conocer a un danés que estaba de paso en mi cuidad.  Me confesó, que amaba España. Decía que nuestra cultura era muy valiosa y que tenía la sensación de que nosotros casi la despreciábamos. Miguel, como me dijo que le llamase, hablaba un correcto español aprendido en la ciudad de Salamanca. Me contó que conocía muchos rincones de nuestro país y que ninguno se podía comparar con la  brumosa y oscura ciudad de Copenhague, donde el sol resulta un preciado valor. Un día se despidió de mí y me dijo que volvería aunque nunca más lo he vuelto a ver. Confieso que lo había olvidado por completo pero, estos días, mientras veo una de las célebres series danesas que tanto éxito tienen en toda Europa: Borgen, he recordado sus comentarios comparativos de nuestros países.
En la mencionada serie se desgranan los entresijos de un gobierno que se balancea, entre las voluntades de los extremistas y las argucias de una primera ministra que dice ser moderada. La importancia de la feminidad, como directriz de esa inestabilidad, no es una casualidad. Ella gobierna entre pacto y pacto hasta conseguir su voluntad. Esa sensación de inestabilidad se transmite en su familia y en sus hijos que la necesitan más de lo que ella piensa y que no la encuentran en los momentos claves de su vida. La danesa frialdad de las relaciones personales se transmite, a través del relato, con los escasos besos y abrazos que entre padres e hijos se propinan. Esa distancia, ese miedo a retroceder en sus parcelas de individualidad, les hace que se alejen tanto entre ellos que no consigan mantener una vida normal, es decir, llena de roces, tanto para lo bueno como para lo malo. Desde mi punto de vista, deberían darse cuenta de que él triunfo de la convivencia no es sólo tener la mejor sociedad del bienestar, que  ellos mismos reconocen que retrocede  con los recortes que le aplican. Hay pequeños matices, ínfimos detalles cotidianos que nos hace ser personas y que no siempre se consiguen con normas o reglas. 
No sé si consciente o inconscientemente, los guionistas muestran, en cada uno de los capítulos de la magnífica serie, los problemas que genera la  adicción al trabajo, en definitiva, la desesperación que viven sus personajes por conseguir el éxito, el poder. En este instante podría evocar el cuento que me contaban de niña Del hombre de la camisa feliz, pero creo que ya no es necesario. No se encuentra mejor el que más consigue, sea poder o sean riquezas.
Y mientras, los españoles dejamos que decidan por nosotros y nos sometemos, con docilidad, a esos tonos grises que imperan en la mediocridad común europea, uniformizada por los mercados y los medios de comunicación. Todos nos creemos dignos de dogmatizar, yo me pongo la primera. La ignorancia es tan osada que se cree maestra de todo, en especial de lo desconocido.