sábado, 28 de febrero de 2015

BASILIO: UNO MÁS DEL BARRIO

Cerca de donde trabajo vive Basilio. No tendría ninguna característica particular si no fuese porque Basilio vive en su pequeño coche de marca indefinida. Llegó a la vecindad buscando poderse ganar unas monedas como aparcacoches, la cercanía del campo de fútbol así lo favorece. Tiene, su cochecito-casa, estacionado en la zona de sombra de la calle adyacente a la facultad. Todas las mañanas, cuando nos dirigimos al trabajo todos los que tenemos un horario fijo e inflexible de continuidad, lo vemos salir ya de otro de los edificios que hay en la avenida. Aseado a su manera, viene tomándose el primer café del día. Se queda plantado en el semáforo, se enciende un cigarrillo y fingiendo que no te mira aunque observándote de reojo, no pierde detalle de todos los que estamos esperando a que cambie la luz. Presta atención a nuestras conversaciones matinales como quien quiere saberlo todo para estar al día. Qué tiempo hace, cual fue el resultado del partido, si habrá pronto elecciones. Basilio, a pesar de su edad indefinida, no afloja el paso cuando la luz se pone en verde. Su negocio consiste en pasar muchas horas, le dijo una vez a uno de los vecinos con el que acostumbra a intercambiar alguna que otra parrafada. Nunca lo he visto cruzar una palabra con ninguno de los otros aparcacoches ocasionales que, durante los días de más movimiento, se apostan en las calles para ganarse unas monedas. La verdad es que yo tampoco he cruzado ninguna palabra con él, ni tan siquiera un 'Buenos días' ¿Por qué? muy sencillo, no soy del barrio y, además, no aparco mi coche allí, luego no tengo ningún interés. Entonces os preguntaréis cómo es que sé su nombre. Sencillo porque él saluda a todos los vecinos de la calle. 
-Hola doña Carmen ¿ ha pasado buena noche?
-No creas, Basilio, debí comer algo que me ha dado dolor de tripa toda la noche. -Tómese una infusión y verá como se encuentra mejor - le contesta Basilio con una mueca que asemeja una sonrisa.
- Don Servando ¿quiere que le suba la bolsa de la comida? pesa demasiado para usted.
-Bien, Basilio. Los años van pesando aunque no lo queramos asumir.
 Y así ha ido Basilio, como él mismo se autodenomina contactando con gente de su edad, gente mayor a la que le hace algún que otro servicio que le permite ganarse unas cuantas monedas.

El empleado de la farmacia charla todos los días con él mientras espera que llegue su jefe. Un día le pregunté a Pedro, que así se llama el ayudante de botica, qué de dónde procedía el tal Basilio que tan integrado parecía estar en el barrio. Pedro, que siempre habla con media sonrisa me dijo:
-De ningún sitio y de todos, es un hombre de mundo que adopta el nombre y la lengua que le conviene en ese momento.
Creo que tiene toda la razón del mundo. Nunca se sabrá su verdadera identidad. Puede que su nombre: Basilio, sea una mera invención para ocultar otro con más consonantes y más sonoro o, por el contrario sea el verdadero. Al menos, ese sí tiene un origen: Basilio el Grande, uno de los cuatro padres de la iglesia griega.

martes, 17 de febrero de 2015

LA VERDULERÍA DE LA ESQUINA


Esta mañana os he comentado que no me gustaría, por nada del mundo, ir a Marte como colono, explorador, o lo que sea. ¿Conocer nuevos mundos? No, gracias, todos los mundos, mi mundo, están en éste. Os he completado el comentario, con tono jocoso, como a mí me gusta comenzar el día, que de qué serviría encontrar las cosas más sorprendentes y bellas, fuera de este mundo, si no puedo contarlas a nadie. Lo hermoso de la belleza es poder compartirla.


Creo que es más interesante que os cuente cosas de la vida cotidiana, del día a día, como, por ejemplo, que en la esquina de la calle adyacente a la mía, hace unos meses, se mudaron unos paquistaníes. Han abierto una verdulería. Es el típico comercio que suelen regentar y os aseguro que no tendría nada de particular si no ocurriese algo tan increíble como que venden las mejores hortalizas biológicas de la zona. Los productos que venden proceden de la cercana huerta de Alboraia. Para los que no conocéis la zona os cuento un poco, es una población muy próxima a Valencia que, tradicionalmente, ha tenido su riqueza económica en la agricultura hortícola. Los cultivos que se explotaban en sus ricas tierras eran, fundamentalmente, patatas, zanahorias, lechugas y alcachofas pero, en especial, la joya de su economía era el tubérculo llamado chufa del que se obtiene la magnífica horchata.


El beneficio de una tierra arenosa, cercana a la playa y a la ciudad, facilitó su auge, pero ahora… ahora corren otros tiempos.

Hace mucho que los campos se han abandonado por los oriundos o si no lo han hecho son ya pocos los que persisten. Su población ha envejecido. Entre su juventud son pocos los que aspiran a continuar con una tradición de trabajo y amor a la tierra que es dura y mal pagada.

Os preguntaréis que qué relación tiene esta decadencia local con los productos del verdulero paquistaní, ahora os saco de dudas. Hace un par de días fui a comprarle patatas. Tenía de varios precios, las más caras, eran en las que rezaba el cartel de: “patatas de Alboraia”. Le pregunté que si eran de allí de verdad.

-Sí, claro –me dijo- Son mías.

-¿Tuyas? –Le pregunté un poco incrédula- ¿Las cultivas tú?

-Sí, claro, el campo es mío. Yo tengo una huerta en Alboraia. Planto alcachofas, patatas, zanahorias, todo lo que ves en mi tienda. Es muy bueno todo. Tiene un sabor más dulce porque ese campo era de chufa y ahora lo cultivo yo.

Compré los productos y pensé, seguro que me engaña, pero no, me equivoqué. La comida tenía un sabor exquisito, los sabores de siempre que tanto echaba de menos.

Hoy he vuelto a la tienda y he vuelto a comprar las patatas de la huerta paquistaní.

-¿En serio que tú las cultivas? –Le he preguntado mientras le pagaba. - Si es así, trabajarás mucho y duro.

El paquistaní me ha sonreído y me ha contestado.

-Yo no las recojo, lo hace mi 'chico' [el asalariado], lo podrás ver todas las mañanas en el campo recogiendo la cosecha para que yo la venda.

Cuando he salido de la tienda he pensado: En todos los sitios hay niveles.

viernes, 13 de febrero de 2015

SÍMBOLOS QUE NUNCA SE VAN Y MIS RECUERDOS INFANTILES





Podría contar muchas cosas buenas y malas de mi etapa de colegiala, pero hoy, cuando he escuchado, en las noticias radiofónicas, que se ha denunciado a la alcaldesa de Madrid y a treinta y siete alcaldes más por mantener los símbolos franquistas en edificios públicos, me han hecho recordar el día que por fin vi a Franco. 
En aquellos años, era corriente que, al menos, una vez al mes, se nos llevaba a toda la clase, junto a otros grupos del colegio, a escuchar una misa en la parroquia cercana. El desplazamiento era rápido, la parroquia estaba colindante al patio donde salíamos a jugar. Esos días eran un fastidio. No supe jamás porque nos tocaba, a nuestra clase, colocarnos al final de la parroquia, desde donde no se podía ver ni escuchar nada. Nunca pude oír el sermón de aquel cura que parecía tan, tan vetusto, ni tampoco pude ver el altar de la parroquia por completo. En realidad no era así del todo, pues sí que alcanzaba a ver una fracción del altar que a mí me impresionaba bastante. Era un fresco, en la parte superior, donde se había representado la curación o resurrección, no sé exactamente, de una mujer ante la visita de Jesús. Se le representaba postrada en la cama. Extendía los brazos bajo un velo, como si, en ese instante, superase todos los males que le aquejaban. Como siempre he sido muy imaginativa, no podía de dejar de mirarla hasta el punto de que absorbía toda mi atención durante aquellos interminables minutos que duraba la misa.


Cuando dejé de ir a ese colegio no volví a entrar en esa parroquia. Hace un par de años andaba por el  barrio y pasé por delante de su puerta. Recordé mi infancia y aquellas visitas casi furtivas que había hecho hacia su interior. Sin quererlo acudió a mi memoria la enferma o muerta que resucitaba en el altar mayor. Casi sin pensarlo, ya estaba entrando en la iglesia, quizá, pensé, cabía la posibilidad de que la extraña mujer estuviese restablecida y puede que se hubiese levantado de su lecho y estuviese paseando, como si tal cosa, por las capillas. Estaba bastante oscura pero tuve suerte pues, en ese instante, se encendieron las luces. Para mi desilusión, la moribunda continuaba resucitando ante el Cristo viviente, pero tuve una sorpresa mayor cuando, por fin, pude ver la parte inferior del altar que hasta ese momento siempre había quedado oculta por la gente y las flores que adornaban el altar. En una de las imágenes pintadas, se representaba a Franco arrodillado, junto a más figuras célebres de la historia española. Sí, como lo oís, se trataba del mismo dictador que continuaba presidiendo la plegaria hacia Dios. Hasta ese momento no lo había visto nunca, ni tenía noticia de su presencia, pero allí estaba, como si de un caballero templario se tratase, por la cruzada que había protagonizado.


Salí de la parroquia perpleja. Mi ánimo se debatía entre la carcajada y la incredulidad de saber que aquel símbolo franquista permanecía, ajeno a los casi treinta años de la llamada Democracia, pero lo más chocante era que nada ni nadie había hecho lo posible por remediar su presencia ostentosa hasta el momento, febrero de 2015.

*http://cadenaser.com/ser/2015/02/10/tribunales/1423591342_207299.html

lunes, 9 de febrero de 2015

DE LIMPIAS A SANTO DOMINGO DE LA CALZADA


En mi anterior narración de mi viaje a Limpias, os dije que me ocurrieron aventuras de todo tipo y así fue. Cada rincón visitado era una nueva historia que contar. Cada playa un lugar insospechado. Ampuero, Somo, Noja, Laredo, Santoña, Castro Urdiales… en definitiva un trozo de vida cántabra mirada desde la perspectiva de unos ojos acostumbrados al Mediterráneo. Pero no todo era perfecto, pues en cada playa se desgastaba un interior acompañado de algún que otro desastre urbanístico. Cascos antiguos de las poblaciones olvidados y las costas sobrepobladas de casas vacías y pensadas para explotar una belleza que se ensucia con su presencia.
Cada noche, cuando volvíamos al Parador, donde nos hospedamos, un lugar tranquilo y bello rodeado de jardines interminables, había una aventura que comentar, una idea preconcebida que cambiar y una nueva alternativa para reafirmar que los mitos, aunque sean del pasado infantil, también ayudan a descubrir paisajes que parecían inexistentes.


Santo Domingo de la Calzada


Tras disfrutar de esa agradable estancia, teníamos que volver ya a nuestra casa. Convenimos que el cansancio había hecho mella en las tres así que decidimos que haríamos una parada para pernoctar una noche en Santo Domingo de la Calzada. No era la primera vez que habíamos estado en esa ciudad riojana, paso obligado de los peregrinos. Mientras nos acercábamos a ella evocamos la aventura del milagro del santo y reímos con ganas sobre la sorpresa que nos llevamos, la primera vez que estuvimos, puede que en otro momento os la relate.


Cuando llegamos, el tiempo cambió y nos mostró su verdadera cara otoñal. Los colores de los árboles se matizaron con el filtro de la humedad que tomó las calles. Una vez hospedadas en uno de los paradores, mi hermana y yo decidimos dar una vuelta por las calles del casco antiguo. Lo recordábamos limpio y lleno de vida por los comercios, siempre en función de los caminantes. Sólo habían pasado unos pocos años de nuestra primera visita y el cambio era descomunal. La primera vez que llegamos a la ciudad destacaba un cartel incrustado en la fachada de la catedral, que anunciaba su inminente restauración, pues mostraba su mal estado por estar afectada del mal de la piedra. Ahora ya había desaparecido, al igual que la intención de la recuperación del monumento que seguía aquejado del abandono a su suerte. Los comercios de la calle principal del casco antiguo se traspasaban o habían cerrado por completo. Las monumentales casonas solariegas yacían abandonadas con un cartel de la inmobiliaria que pregonaba su venta o alquiler. Otras, sin embargo, sí estaban habitadas pero troceadas en pequeñas viviendas alquiladas a emigrantes que habían venido atraídos por las promesas de trabajo en la campaña de la vendimia que se avecinaba. El olor a fuertes condimentos  que se escapaba de las ventanas amartilladas, como consecuencia del frescor otoñal, así lo reafirmaba. Seguimos, algo desanimadas, callejeando hasta encontrarnos una carnicería que en su puerta rezaba el siguiente cartel: Carnicería Noines, especialista en embutidos riojanos. Nuestra experiencia viajera nos dice que son los olores, sabores y colores los primeros que acuden a tu memoria cuando recuerdas un lugar y recordamos el sabor y aroma de la anterior estancia, así que pensamos que un buen recuerdo era comprar algo de embutido riojano.

La carnicería estaba desierta cuando entramos. Fueron unos largos minutos de espera a una contestación desde un interior desconocido del que salió un fuerte ‘ya va’. Más tarde, comentaríamos mi hermana y yo, que la espera fue lo mejor de la permanencia en aquel local. Salió el carnicero anudándose el mandil y mirándonos con cara de pocos amigos.
-Ustedes dirán –nos inquirió señalando el mostrador que tenía delante.
Le indicamos que estábamos de paso y que queríamos comprarle unos embutidos de la tierra.
Nos miró con recelo y nos preguntó.
-¿De dónde sois?
-De Valencia.
Su cara cambió. Una gran sonrisa asomó en su indefinida cara.
-Una gran ciudad, tengo familia allí y dicen que está preciosa desde que su alcaldesa la gobierna.
Creo que en ese momento debíamos haber salido de la tienda y huir de la tormenta que asomaba, pero el amor propio a veces nos traiciona. Fui la primera en contestarle que se equivocaba o le habían informado mal pues, la ciudad, al igual que la comunidad, iba a la deriva, saqueada por unos insaciables destructores de lo público. Le insinué que cómo se atrevía a decir que nuestra ciudad gozaba de buena salud sin conocerla.
Fue en ese arranque de amor propio cuando, el tal Noines, se quitó la máscara, aunque bien pensado debería decir la camisa, para mostrar el yugo y las flechas que llevaba insertados en el corazón.
Entre los muchos improperios que pronunció, recuerdo que dijo que si nuestra comunidad no funcionaba bien era por culpa del poder comunista oculto aunque, gracias a la derecha, había sido contenido. Que si los campos de naranjas se abandonaban era porque somos demasiado ricos y no nos hacen falta y así podría repetiros la letanía de estupideces tópicas que soltó a lo largo de más de un interminable cuarto de hora.
Tras tanta mendacidad mi hermana no pudo contenerse más y le dijo:
-Mire, no es la primera vez que venimos a Santo Domingo y le aseguro que está bastante depauperado como para presumir de su gobierno. Las casas están abandonadas, la catedral derruyéndose y los comercios cerrados, ¿es eso lo que prefieren?
Le miró, mientras empuñaba uno de los cuchillos, y le contestó:
-Tal vez esté todo viejo pero las cuentas de la ciudad están limpias, no tenemos ninguna deuda.
A lo que mi hermana le contestó:
-Pues habrían acertado más en sacar algún dinero para salvar lo poco que les queda.
La conversación subía de tono por cada momento y ya dispuestas a irnos sin tomar la compra que nos preparaba, pues se enrarecía en ambiente, por momentos, en ese preciso instante, entró un señor que saludó con efusividad:
-Hola Noines y compañía ¿os apetece comprar un número para la Lotería de Navidad?
Noines dijo con gran celeridad:
-Sí.
Caparrones (plato riojano)
Pensé y actué rápido. Le pedí el mismo número de lotería que compraba el recalcitrante carnicero. Aprovechamos la coyuntura del recién llegado para pagar la compra y salir, casi corriendo, del negocio del reaccionario pues no teníamos la certeza de su posterior arranque cuando el lotero se marchase.
Durante la cena le contamos a nuestra madre, entre risas y alborozo, el encuentro con ese personaje, ella, tan pragmática como siempre, me dijo:
-¿Pero qué número de lotería has comprado?
A lo que le contesté que el mismo que había comprado el carnicero.
-Quisiera equivocarme, pero creo que has tirado el dinero.
Como siempre, las madres nunca se equivocan. El embutido lo regalamos, por si acaso, claro.