sábado, 19 de diciembre de 2015

VIAJE HACIA LA ESTACIÓN AMISTAD




 Para Inma que me narró el suceso.
Para mi querida Patricia que tanto echamos de menos.

Afirma I.C. que aquel día era el típico día en el que todo salía al revés. Asegura que, a esas horas, las nueve y media de la noche, ya llevaba recorridos, a pie, por la ciudad, más de cuatro kilómetros sin sentido. No obstante, tampoco era una buena excusa, confesó I.C., para no continuar andando hasta su casa no tan lejana de donde se encontraba en ese instante, pues ya se sabe que los médicos de hoy en día aconsejan que se debe romper más suela de zapato de lo que se hace habitualmente.
Mantiene I.C. que no pensó en las posibles sentencias sabias de su médico y buscó, con la mirada, la estación de metro más cercana sin pensar en otra cosa que no fuese llegar lo antes posible a su casa y poder cambiarse de ropa y, sobre todo, descalzarse las botas que le pesaban como el plomo a esas horas de la noche. Alega que no reparó en nada, ni tan siquiera en el detalle de que todo estaba solitario y que nadie bajaba los escalones para introducirse en aquella boca del metro. Asevera I.C. que tampoco sintió ninguna curiosidad por comprobar si la cabina del interventor de la estación estaba ocupada o vacía cuando cruzó por delante de ella. Nos asegura que sólo lo pensó cuando ya había pasado el billete por el lector automático y dentro del propio andén comprobó que no había nadie allí. En ese instante, afirma I.C., se percató de su soledad y eso le hizo olvidarse de su actitud, un tanto egoísta, al pensar sólo en sus cosas y no prestar más atención a su entorno.
Manifiesta I.C. que en el tablero de avisos indicaba que el próximo metro tardaría unos diez minutos. Le pareció demasiado tiempo, pero también pensó que, a esas horas, baja la frecuencia de los transportes porque no hay tantos pasajeros, prueba de ello, reafirma I.C., que la soledad del apeadero donde se encontraba así lo constataba. Aunque I.C. lo niega no puede esconder, en el relato que nos ha hecho, que le impresionó ver a aparecer a aquel hombre, con poco pelo y vestido de manera tan peculiar. Asegura que nunca ha sentido prejuicios sobre el aspecto de los demás, pero sí que admite que le pareció curioso que, dado la poca cantidad de pelo que tenía en la parte superior de su cabeza, se hubiese hecho incrustar aquellas rastras de pelo apelmazado que tiraban de su cogote hasta perderse en los pliegues de su cazadora. Manifiesta I.C. que le sorprendieron menos las luengas barbas que asomaban casi escondidas en el pañuelo de dibujos palestinos que rodeaba su cuello. Dice que pensó, en ese instante, que la explicación más razonable era que aquel hombre pretendía compensar la escasez de la parte superior de su nula cabellera con su lánguida barba y que aquellos postizos de la parte posterior parecían reclamar su independencia. Afirma I.C. que tampoco quiso mirarle mucho para que él no se sintiese molesto por su natural curiosidad así que se dedicó a pasear por el andén contando las baldosas, de color amarillento, que pisaba a cada paso que daba. Fueron unos segundos, pues casi al instante, entró aquella mujer de edad indefinida.
Constata I.C. que esa fue la impresión que le causó pues, le pareció que pretendía esconder su juventud con aquellos colores vivos de su ropa. Con una mirada rápida, nos asegura I.C. que nada indiscreta, comprobó que el maquillaje de su cara parecía haber sido realizado por una persona experta con la intención de avejentarle las facciones.
Tanto el hombre de la luenga barba como la mujer de ropas coloridas se cruzaron miradas que, certifica I.C., no demostraban ninguna relación entre ellos, no obstante, se atreve a opinar, que a tenor de lo que aconteció después, quizá se equivocó al pensar que no se conocían de nada.
El cartel luminoso de avisos de las llegadas se puso intermitente y, verifica I.C., que se sintió aliviada pues, al estar parada su cuerpo comenzó a acusar el cansancio de aquel día que, desde hacía varias horas, pensaba que había sido desafortunado.
Los tres se dispusieron a subir al metro que paró ruidosamente en el andén. Confirma I.C. que se quedó perpleja porque en el interior del mismo no había ningún pasajero puesto que la hora punta del trabajo hacía bastante que había transcurrido, pero tampoco tuvo la menor relevancia. Ratifica que no mediaron ninguna palabra entre ellos y que la disposición en la que se sentaron no fue premeditada, sólo le resultaba curioso que los tres hubiesen decidido sentarse en el mismo vagón del metro y de manera que los tres se podían mirar sin tener que hacer ningún esfuerzo de volver la cabeza ni tener que adoptar una postura incómoda para poder observarse.
Manifiesta I.C. que fue, en ese instante, cuando el hombre del pañuelo palestino sacó aquel folio y que fue el momento en el que más intrigada estuvo, pues imaginó que se pondría a leerlo o a escribir alguna nota en él o a hacer algún dibujo, pues no era la primera vez que veía que algún que otro pasajero aprovechaba el momento para realizar algún boceto. Lo cierto es que resultaba sorprendente y a la vez agradable comprobar que seccionaba el folio para comenzar a trazar una figurita con la técnica de la papiroflexia. Comprobó I.C. que, al igual que ella le miraba, la mujer de la ropa con colores vivos también lo hacía, al menos así lo cree haber notado mientras le observaba con cierta cautela de no resultar demasiado indiscreta.
Sólo fue después de constatar que el metro se había detenido cuando I.C. comprendió que todo tenía sentido. El hombre de las rastras trabajó con ligereza y terminó, a gran velocidad, un dragón volador con el que aún tuvo un poco de tiempo para juguetear con él. Fue en el instante en el que se paró cuando se incorporó del asiento y dejó aquel alado sin plumas sobre el quicio de la ventanilla que se encontraba junto a su asiento en el metro.
Afirma I.C. que sintió la tentación de levantarse de su asiento y, una vez en marcha el metro, adueñarse de aquel bonito objeto como si de un trofeo se tratase, pero, la maldita prudencia, de la que I.C. siempre suele hacer alarde, dice que también le impidió sacar su teléfono y haber lanzado una fotografía al artista anónimo que había resultado ser aquel hombre de escaso pelo y luenga barba. 
Constató que ya estaba en la siguiente parada, la cual, había tomado el nombre de la calle más cercana y que resultaba ser la más próxima a su casa. I.C. miró el rótulo que aparecía intermitente y leyó: “Pròxima parada: Amistat”. Se paró el metro y tanto la mujer de la ropa de colores vivos como I.C. se levantaron al unísono para salir por la puerta más cercana a la ventana donde, en el alféizar, se encontraba depositado el dragón volador hecho por el hombre de luenga barba. I.C. reconoce que fue más lenta y que también se detuvo cuando comprendió que la mujer, que parecía ocultar su edad, también pretendía tomar la figurita de papel.
Manifiesta I.C. que no se arrepiente de haberse rezagado, pues, después de meditar el asunto y consultarlo con quien lo está contando ahora mismo, asegura y cree que podría afirmar que el hecho de que aquel hombre de escaso pelo y luenga barba hiciese un dragón alado de papel, era sólo con la única intención de que la mujer lo tomase.
Y para que conste, afirma I.C. que no fue un hecho aislado, sino que se atrevería a constatar que se trataba de algo decidido desde el primer instante en el que ambos se montaron en el metro con destino a la estación Amistad.