miércoles, 11 de diciembre de 2019

RELATOS CORTOS: NO SIGAS HUYENDO



-¡Rata! ¡No sigas huyendo! -Le gritó el inspector Anyel·lo.
El fugitivo se detuvo. Un hilillo de sangre le resbalaba por la mano izquierda hasta el agua sucia de la alcantarilla. Con la otra mano empuñaba un mechero para alumbrarse por el oscuro vericueto. Soltó una carcajada.
-Me alcanzaste, inspector.
-Sabes que no abandono ningún caso. -Le contestó Anyel·lo.
-Pero también conocerás mi fama ¿no?
-¡Por supuesto! Tu nombre, Rata, lo has ganado a pulso por tus tretas a la hora de escabullirte de la justicia. Sin embargo, aquí dentro de esta cloaca, herido y desarmado pocas puedes tener escondidas.
El fugitivo se ladeó y el diente de oro relució iluminado por el mechero todavía encendido.
-Nunca te fíes de una rata acorralada. 
-No hagas nada extraño. No vacilaré en disparar. -Afirmó Anyel·lo. -Ya sabes que por matar a ratas asquerosas como tú dan buenas recompensas.
-No lo harás y ¿sabes por qué? Porque no quieres morir todavía. -Hizo una pausa. -El agua que fluye bajo nuestros pies se encuentra mezclada con gasolina. Inspector, ¿has perdido el olfato?
Bajó la mano para alumbrar las manchas negruzcas que flotaban sobre la turbia mixtura.
-Si lanzo este mechero no se apagará, al contrario, habrá una gran explosión y ambos moriremos quemados por el agua.
El inspector Anyel·lo tuvo que admitirlo:
-Has ganado la partida. Este as que guardabas confieso que me sorprende. -Bajó el arma. Puedes irte, pero recuerda que ésta será tu última oportunidad.
-Nunca se sabe, querido inspector. 
Rata inició, con un lento caminar, por uno de los sinuosos pasillos. Anyel·lo contempló cómo se alejaba. Lo siguió con la mirada hasta que la oscuridad ya no se lo permitió. Al instante, se escuchó un extraño estruendo que le sacó del mutismo. Con toda la agilidad que sus piernas le permitieron corrió hacia el primer hueco que encontró para protegerse de las llamas que se expandían por la superficie de la cloaca. Rata lo había vuelto a conseguir. Se escapaba otra vez.


viernes, 29 de noviembre de 2019

RELATOS CORTOS: DE MÁS A MENOS 2.0



-Siéntese, por favor. –Le indicó el director. –Parece noto inquieta.
-Es lógico que lo esté ¿no cree?–Contestó ella con una sonrisa forzada. –Llevo trabajando aquí más de treinta años y nunca me había llamado a su despacho.
-Para ser exactos lleva con nosotros, 34 años y cinco meses. –Le puntualizó el director.
-Sí.
-¿Recuerda su primer día de trabajo en esta empresa?
-Por supuesto.
-¿Y bien? ¿Ha notado algún cambio desde entonces hasta ahora?
-¿Con franqueza?
-¡Por supuesto! –Respondió el director. –Nuestro mayor deseo es que el personal de esta empresa se encuentre feliz y nos diga lo que piensa.
-No puedo ser categórica. Hay matices como en cada hecho de nuestra vida.
El director movió la cabeza en señal de aprobación por sus palabras. Tras unos segundos le siguió interrogando.
-Hábleme de usted.
-¿De mí? –Sonrió.
-Sí, ¿cómo se describiría?
-Nunca se me ha dado bien hablar de mí y menos tomar decisiones, sin embargo, todo lo que he hecho hasta ahora lo he controlado yo. Dos veces he cambiado de oficio y las dos, creo que valió la pena hacerlo. He dejado que las ilusiones sean los principales motores de mi vida y así me ha ido.
-¿Se considera meticulosa y amante de los pequeños detalles?
-Nuestra existencia se conforma de ellos.
-¿Qué espera de la vida?
La empleada 1.954 dudó un instante antes de responder a la pregunta.
-La que me queda me gustaría poder vivirla con tranquilidad y terminarla mirando la mar.
El director dudó ante la respuesta de la replicante, pero al fin la despidió con unas escuetas palabras de cortesía.
-Puede continuar con su trabajo. Gracias por su tiempo.
La replicante se dirigió hacia el ascensor, pero no lo esperó. Al final del pasillo había una ventana. La abrió y se sentó en el borde. Amanecía.

lunes, 25 de noviembre de 2019

CARTA DE UNA EMIGRANTE


Colonia, 27 de septiembre de 1977

Estimado Didi:
Estoy segura que te extrañará que te escriba esta carta. La verdad sea dicha que aún tengo mis dudas si debo escribirte ahora, aunque, algo interior, me impulsa a continuarla. Poco importa ya la distancia espacio temporal que nos separa, porque, de alguna manera, esta misiva creo que te llegará.
En primer lugar, quiero decirte algo que te alegrará saber y es que, al final, lo conseguiste. Tu influencia fue tan importante en el rumbo de mi vida que ésta cambió desde el primer momento en el que te conocí. No te negaré que eran tiempos distintos y complicados, no sólo para mí, una emigrante pobre, sino que también lo eran para todos, incluido tú. Durante aquellos años, sólo pensaba en el futuro. Por fortuna, he cambiado y ahora sólo pienso en el día a día. Después de pensarlo mucho, me atrevo a asegurar que nuestras vidas se cruzaron por algún motivo en particular y no por un capricho del destino.
Cuando llegué a Alemania no tenía nada salvo la voluntad de conseguir una vida mejor para mí y para mi hijo. El día que fui a la fábrica a pedir trabajo tú no estabas. Quizá por eso me lo dieron. Mal vestida y con el pelo desaliñado les di lástima y accedieron a concederme un puesto en el almacén. Estaba tan desesperada que hubiese aceptado cualquier mendrugo con tal de poder dar un poco de pan a mi niño.
La primera mirada que me dedicaste fue una mezcla entre desprecio y burla. Confieso que me heriste, aunque ya no tenía ningún orgullo, pues otros se habían encargado de pisoteármelo hasta destruirlo. Desde el primer momento, fuiste muy duro conmigo. Me obligaste a salir de la línea de montaje para hacer el trabajo más humillante. No me importó recoger las inmundicias de todos. Lo asumí sin rechistar. Querías vejarme por el mero hecho de no hablar ni una palabra de alemán, pero ya sabes que la necesidad mueve las voluntades, por eso, cuando pude disponer de un poco de dinero y un techo donde cobijarnos mi pequeño y yo, me puse a buscar la forma de poder aprender, no sólo la lengua, sino las costumbres de vuestra sociedad.
Me imagino que recordarás aquellos domingos por la tarde, cuando me pasaba por la taberna donde sabía que te encontraría. No lo hacía porque sí, pretendía ganarme tu voluntad y así más horas de trabajo extra. En más de una ocasión me vi obligada a participar de tus interminables rondas de cervezas para ganarme tu simpatía. Mi meta era lograr que la miseria, que tanto tiempo arrastraba, se desvaneciese con un soplo de prosperidad.
Ya sabes que el tiempo todo lo marchita, incluso el odio. Al principio me resultaba muy complicado contenerlo ante tus desprecios y burlas. Notabas que me dolía cuando, delante de todos, criticabas mi trabajo y te burlabas de mi ignorancia. De niña no tuve oportunidad de ir a la escuela. Bastante logro fue para mí conseguir sobrevivir a la posguerra que tan dura resultó para los perdedores. Se nos negó todo. Nos derrotaron, pero no por ello nos destrozaron. Trabajé desde los nueve años y me gané el jornal de cualquier forma. No me importó. Sin embargo, el tiempo es una buena medicina. Al cabo de unos años, ya no me despreciabas tanto, ni yo te llegué a odiar tanto. Parecía como si existiese un pacto entre nosotros. Tú me dabas el trabajo que tanto necesitaba y yo te ayudaba a cubrir tus continuas escapadas a la taberna. En el fondo, te agradecía tanto que fueses un borracho. En más de una ocasión te alentaba a que continuases bebiendo. Mi propósito era el de poder asistir a tu entierro. Calculé que eso ocurriría dentro de dos o tres años cuando tu hígado ya no soportase más tus continuos embates contra él, pero ha sido más rápido de lo que pensaba.
Hoy es el día de tu entierro y aquí estoy. Te despido como lo haría cualquier compañero tuyo de trabajo y de vida.  No puedo evitarlo y una sonrisa se me escapa al pensar que te molestará mi presencia, aunque no quiero ser tan dura contigo. No es el momento adecuado para rencillas pasadas. Voy a depositar unas rosas sobre tu féretro. Te las prometí. El ramo de flores con mi nombre te acompañará en tu último viaje. Me marcho de este país que tan fríamente me recibió. Mi hijo quiere regresar para construir un futuro español para mi nieto. Lo hará con mi ayuda y será en mi tierra esa que despreciabas tanto sin haberlo conocido. Es una lástima que te hayas muerto antes de que pudiese invitarte a mi casa. Me hubiese gustado mostrarte el resultado de mi esfuerzo.
Qué la tierra te sea leve, querido Didi. Me amargaste la existencia mientras estabas con vida, pero no dejaré que lo hagas en el futuro que me espera. Con esta carta también entierro todos los recuerdos que tienen que ver contigo. Abandono los rencores y sufrimientos pasados en busca de un descanso lejos de los reproches y desconsuelos del pasado. Nos volveremos a encontrar, pero, entonces, querido Didi, tú ya habrás aprendido la lección y para mí aún será demasiado pronto.



lunes, 18 de noviembre de 2019

UNA NUEVA LECTURA




Leía un libro de la biblioteca pública. En una página, en el margen había una anotación: «Guárdame un secreto»

Seguramente algún desaprensivo lo había ensuciado. Intentó seguir, pero no pudo. Sólo veía esa frase.
Dejó el libro sobre la mesilla. Esa noche tuvo pesadillas. Sonó el despertador. Maquinalmente lo apagó. Le embargaba el desánimo. Quemó sus dudas. Salió a la calle. En el autobús logró sentarse. Le regresaron los malos sueños. Navegaba en un pequeño barco de papel dentro de un mar de letras de todos los tamaños y caligrafías. Se asustó. Dio un respingo. Su compañero de asiento le preguntó. 
«¿Se encuentra bien? Está muy pálido.»
Intentó disimular. Balbuceó una falsa excusa. Bajó un par de paradas antes. Pensó que el aire fresco le aclararía las ideas. En el trabajo el día le resultó eterno. Regresó a casa. Se acostó muy pronto. Sobre la mesilla continuaba estando el libro. Lo abrió. Maquinalmente buscó la página con la anotación, pero ya no la encontró. Había otra:
«¡No, hombre, por favor!»
Leyó:
«Te pedí que me guardases un secreto, pero se lo has contado a todo el mundo. No, el escritor no lo esperaba de ti.»

Un frío intenso recorrió su espalda. Soltó el libro y éste cayó al suelo. Era imposible que el texto le hablase. Miró a su alrededor. No había nadie. Pensó que todo sería producto del cansancio. Intentó dormir. Las pesadillas regresaron. Soñó con las páginas de un gran libro que lo atrapaba. Unos brazos salían de las páginas y lo rodeaban. Se despertó bañado en un sudor helado. De soslayo miró el libro sobre la mesilla. Éste emanaba una luz. Se incorporó. Leyó.
«No es una fantasía. Te esperamos. Ven.»
 Sonrió. Al día siguiente no madrugó. No fue al trabajo. Perdió la noción del tiempo. Tomó el libro. Lo leyó hasta terminarlo. Salió a la calle. Fue a la biblioteca. Se acercó al mostrador de préstamo y le susurró a la bibliotecaria:
«Guardaré el secreto. Seguiré leyendo.»
Y sacó otro libro en préstamo.