-¡Lo
tengo! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
Fausto
agitaba un papel en la mano y gritaba con potente voz. Lo movía con tal ímpetu
que semejaba que el trozo de papel fuese un ente vivo.
-Enrique…
¡Lo tengo! ¡Lo tengo! –Vociferaba emocionado.
Corría
por el pasillo con toda la potencia que sus cortas piernas le permitían. Cuando llegó junto al director que se
encontraba en uno de los laterales del teatro supervisando unas cajas de
utillaje, tuvo dificultades para pararse y casi se cayó en sus brazos.
-Serénate,
Faustito. ¿Qué es lo que tienes?
-El
permiso. –Jadeó. –Tengo el permiso para poder estrenar mi obra.
-Pero
eso ya lo teníamos. –Le contestó Darqués sonriéndole.
-No,
no me refiero al del ayuntamiento, sino al de la sociedad de autores. Me
faltaba pagar el impuesto de butacas y ya ésta todo en orden. ¡Podemos estrenar
ya!
Mientras
hablaba se movía dando saltitos alrededor del director. Su estado de euforia le
impedía permanecer quieto. En uno de esos inquietos movimientos saltó sobre uno
de los peldaños de la escalerita que comunica el escenario con el patio. Perdió
el equilibrio y se desplomó sobre una de las primeras butacas. Todos corrimos a
socorrerle. Al caerse se quedó encajado dentro del hueco de uno de los
asientos. Asomaban sus manos y sus zapatos como si se lo hubiese tragado la
propia butaca. Para poderlo sacar de allí los maquinistas se vieron obligados a
desmontar el asiento. El pobre Fausto se quedó lleno de magulladuras. Lo
trasladaron a los camerinos donde, Carlota Planes, le reconfortó y calmó con
una copita de coñac.
A
pesar de que el permiso solucionaba gran parte de los impedimentos que tenían
para estrenar, entre los planes del director no se encontraba la posibilidad de
embarcarse en un costoso proyecto. El texto que Fausto había escrito estaba
lleno de trucos muy caros a la hora de efectuarlos en la escena. La fuerte
apuesta económica que suponía el hacerlo resultaba impensable en ese momento,
la compañía, había acumulado muchas deudas durante la epidemia de gripe.
-Ahora
no va a poder ser. Vamos a seguir con lo programado. –Ordenó el director.
–Bartha necesitamos llenar el teatro durante todas las noches.
El
director, siempre obsesionado con la idea de vender todas las entradas, decía
que sin el público no tenía sentido realizar el espectáculo porque, aunque las
recaudaciones no eran muy elevadas, al menos, si se llenaba todo el patio de
butacas, a la compañía le alcanzaba para poder pagar el alquiler del teatro y
sobrevivir con lo que sobrase.
-No
sé si lo conseguiremos. Has elegido una obra muy corta. –Le indicó Bartha al
ver el texto que el director le mostraba. –Sólo dura tres cuartos de hora y los
espectadores protestarán, nos abuchearán.
-No
te preocupes que eso nunca nos va a ocurrir. Tengo preparada una sorpresa que
dejará a todos con la boca abierta y con ganas de volver a la siguiente
función.
Tanto
Bartha como Darqués solían discutir acaloradamente en los ensayos previos de
los espectáculos, y estos enfrentamientos siempre terminaban con la imposición
del criterio del director.
-Sabes
que tengo mucha experiencia teatral. He trabajado en otras compañías y sé que
al público le gusta que las obras tengan una duración como mínimo de hora y
media. –Insistió enérgicamente Edelmiro Bartha.
Y
continuó refunfuñando durante un buen rato hasta que tuvo que darse por vencido
y acatar la decisión del director.
-Venga,
a trabajar que andamos retrasados en los ensayos.
Y cuando ya todos se disponían a obedecer su
orden un torrente de luz, procedente de la puerta principal del teatro, dibujó
la silueta de un hombre que lentamente avanzó hacia nosotros. Arrastraba un
gran maletín en una mano y en la otra sujetaba una caja de madera. Caminaba ladeado
y con grandes esfuerzos para levantar tan sólo unos centímetros del suelo aquella
enorme maleta. Llegó hasta el escenario. Con sumo cuidado depositó la caja de
madera sobre el escenario, a continuación, le tendió la mano al director a modo
de saludo. Éste se la estrechó.
-¿Dónde
tenéis la cabina de proyección? –Su voz aflautada discordaba con su rostro
tosco y apergaminado.
Sin
esperar la respuesta de Darqués abrió la enorme maleta y aparecieron unos
artefactos que nunca habíamos visto hasta entonces. El más grande de todos
consistía en un armazón de madera con tres palos. Lo extrajo y con gran habilidad
estiró cada una de las patas. El aparato se quedó a una altura de más de medio
metro del suelo.
-Aquí
no hay cabina, pero puedes colocarte en el palco central donde proyectarás sin
la menor dificultad. –Le indicó el director.
Tomó
la caja de madera que había depositado sobre el escenario y la transportó con
sumo cuidado como si se tratase de una pieza de porcelana. Batiste y yo fuimos
los encargados de trasladar aquel artefacto que el proyeccionista había montado
y que denominó como trípode. Los maquinistas cargaron su maleta en una
carretilla para poderla subir al primer piso con mayor facilidad. En su
interior se hacinaban varias cajas metálicas redondas, bobinas y lentes de
distintos tamaños que, con una agilidad pasmosa, el recién llegado, ensambló a
la caja de madera. Como nos veía tan inquietos a su alrededor, el hombre de la
voz aflautada, con una sonrisa, que afeaba su arrugado y apergaminado rostro,
nos explicó que la máquina que guardaba en la caja de madera era un proyector
de cine. Sin dejar de hablar abrió dos de las cajas metálicas, que guardaba en
el interior de la maleta, y de ellas extrajo lo que semejaban ser unas canillas
como las que se usan en las máquinas de coser, pero éstas mucho más grandes.
Una
estaba vacía y la otra la movió y de su interior salió un trozo de material que
engarzó dentro de la máquina con los dedos; lo hizo rodar hasta que quedó
enhebrado con la otra canilla vacía.
-Esto
se llama celuloide. –Adelantándose a responder a nuestra posible pregunta.
–Este material guarda muchos secretos en su interior, pero no os preocupéis
porque pronto os los descubriré.
Una
vez montada la máquina extendió un gran cable y lo conectó a una de las
clavijas de los generadores del teatro. Al instante apareció un chorro de luz.
El hombre sacó una manivela de la maleta y la montó en uno de los laterales de
la caja de madera. Con la mano la hizo girar a un ritmo constante lo que
provocó que las dos grandes canillas se movieran acompasadas. Sobre el
escenario apareció la imagen de un hombrecito vestido con unos pantalones muy
grandes, una chaqueta raquítica y un sombrero de hongo en la cabeza que apenas
cubría su abundante cabellera negra y rizada. Andaba con los pies abiertos y
apoyándose con un bastón muy delgado y curvado. Lo hacía rápido y acompasado. Aquella
forma tan peculiar me moverse resultaba muy graciosa.
-¡Bien!
El ángulo de proyección es perfecto. –Dijo el hombre de la voz aflautada.
-Ya
verás cómo todo sale de maravilla. –Respondió el director frotándose las manos.
–Venga, Andreu y Batiste, a vuestro trabajo de repartir la publicidad por la
ciudad. Esta noche estrenamos un espectáculo mixto. Decid a todos que en el
teatro Ruzafa hay una sesión doble con cine y una obra de teatro.
Estábamos
tan impresionados por lo que habíamos visto que nos costó reaccionar ante el
requerimiento del director. Batiste se rezagó atándose la alpargata para poder
ver un poco más de aquello. El personaje proyectado era tan gracioso que nos
cautivaba con sus gestos y su forma de moverse, sin embargo, no tuvimos más
remedio que atender a la orden del director y salir a recorrer las calles.
-Andreu,
¿tú habías visto algo así alguna vez? –Me preguntó Batiste cuando ya estábamos
fuera del teatro.
-Claro
que sí. –Le contesté con rotundidad. –Es cine. Una vez, cuando acompañé a mi
madre a su trabajo en el teatro Olympia, pude ver una película entera.
-¿Película?
–Me preguntó.
-Sí,
esa cinta que se desenrollaba se llama así.
Intenté
hacerme el importante ante Batiste, sin embargo, yo tampoco sabía mucho de ello
y lo disimulé diciéndole que no era el momento de hablar tanto, pues teníamos
que hacer el trabajo que Darqués nos había encargado. Corrimos un poco para
cruzar la calle y llegamos a la plaza donde había una gran muchedumbre.
Comenzamos
a repartir la publicidad entre las mujeres que vendían flores y sus clientes,
cuando divisamos a Fausto que agitaba la mano. Al principio pensé que era a
nosotros a los que saludaba, pero luego me di cuenta de que no era así, sino
que su saludo iba dirigido a dos hombres que vestían traje de chaqueta y
corbata. Ellos también se acercaron hasta él. Un presentimiento cruzó mi
cabeza. Tomé a Batiste por el brazo. Le indiqué que no hablase poniéndome el
dedo sobre los labios. Nos escondimos entre los puestos de las flores para poderles
observar con más calma.
-Disculpad
que os haya citado aquí entre tanta gente, pero es que en la pensión nos pueden
escuchar y eso sería un gran problema para mí. –Fausto hablaba
precipitadamente.
-No
te preocupes. Será mejor que nos vayamos a un sitio más tranquilo. –Le contestó
uno de los hombres.
-¿Qué
tal el Ideal room? –les propuso Fausto.
-Ni
pensarlo –Contestó el otro hombre que hasta entonces no había dicho nada. –Ese
bar está lleno de espías y de traidores. Lo mejor es que vayamos al que hay en
la calle del Mar ese es más discreto.
Tanto
Batiste como yo nos quedamos sobrecogidos. Aquella misteriosa reunión tenía
visos de ser algo serio y Fausto pretendía mantenerla al margen de la compañía
y, en cierta manera, también de nosotros.
Les
seguimos hasta la puerta del bar. No podíamos entrar porque de haberlo hecho
nos habrían descubierto. Desde la calle, a través de una ventana, pudimos ver cómo
se sentaban en una mesa. Fausto hablaba muy acalorado. Movía mucho las manos
como solía hacerlo cuando se ponía nervioso. Los otros hombres le escuchaban y
asentían sin pronunciar palabras. En un momento dado, el hombre, que parecía
ser el jefe, extrajo de su chaqueta unos papeles que tendió a Fausto. Éste los
leyó. Los miró a la espera de algún comentario más, pero, ninguno de los dos,
dijeron nada. El otro hombre le ofreció una estilográfica. Tras unos segundos
de vacilación, Fausto, se decidió a firmar aquellos papeles. Se los devolvió y,
a continuación, él sacó de su chaqueta otros que reconocí al instante, se
trataba del texto de la obra de teatro que tanto deseaba estrenar. El hombre se
guardó todo en el interior de la chaqueta. El otro hombre le entregó un sobre
que Fausto abrió y del que asomaron unos billetes. Cuando salieron de aquel bar
aún pudimos escuchar las últimas palabras.
-No
estés preocupado, Fausto. Has hecho lo correcto. Nos vemos en el Principal.
Se
separaron. Vimos como Fausto, con su peculiar pasito corto, corría en dirección
a la plaza. Decidimos seguirle hasta la puerta de la Casa del Chavo, pero no
pudimos entrar porque el portero nos lo impidió.
Tanto
Batiste como yo decidimos no contar nada a nadie de la compañía, pero no por
eso dejó de preocuparnos aquel misterioso acto que había terminado con un pago.
Cuando
regresamos al teatro oímos unas carcajadas estruendosas que provenían del patio
de butacas. Corrimos a ver qué ocurría y allí estaba toda la compañía,
incluidos los tramoyistas y ayudantes, viendo la película de aquel personaje de
anchos pantalones.
Batiste
y yo nos sentamos a contemplar los movimientos de aquel hombrecito delgadito y
divertido. En la película encarnaba a un mozo de tramoyista que, a pesar de su
aspecto enclenque, se encargaba de todos los trabajos porque su jefe, un gordo
haragán, dormitaba sentado en una silla sin hacer nada. La risa es contagiosa y
pronto nos reímos también. En la película, el hombrecito de los pantalones
anchos corría de un lado a otro. En un momento dado entró en lo que parecía ser
un plató de cine donde se filmaba una película cómica. Dos actores se lanzaban
tartas intentando esquivarlas. El gordo haragán de su jefe que le había seguido
y mientras le gritaba que saliese de allí también recibió una tarta en toda la
cara. Enfadado tomó una de la mesa y se la lanzó al hombrecito, pero éste la
esquivó. Comenzó una guerra de tartas entre ellos. La película terminó con el
hombrecito que besaba a una muchacha. Todos aplaudimos. Se encendieron las
luces del teatro. En las butacas delanteras se encontraba Bartha y la duquesa
Ivanoff y junto a ellos el director acompañado por un señor que nunca había
visto hasta entonces.
-Es
muy divertida. Seguro que a tu público le gusta. –Le dijo ese hombre a Darqués.
–A ver si el cine gusta más que tu función. –Bromeó.
-¡Imposible!
–Le respondió el director con ímpetu. –Nunca ganará una película a una
representación en vivo.
-Yo
no lo afirmaría con tanta rotundidad. –Insistió aquel hombre vetusto. –Tengo
muchos años y he visto muy cosas extrañas que nunca hubiese imaginado.
Darqués
parecía molesto por los comentarios de su invitado. Me sorprendió verle así y
fue la duquesa la que medió entre ambos con unas palabras de halago para evitar
una discusión.
-El
teatro tiene su espacio asegurado. El cine deberá ganárselo. –Afirmó la rusa.
–Mientras tanto, nosotros nos serviremos tanto de uno como del otro para
realizar nuestro trabajo.
Aquellas
aseveraciones, hechas con tanta contundencia por Natasha, debieron de contentar
a ambos dado que no hubo réplica por parte de ninguno de los dos.
En
la taquilla se logró colgar el cartel de: ‘No quedan localidades’. El director
estaba contento, pero nosotros aún lo estábamos más porque eso significaba que
nuestro trabajo publicitario había funcionado.
Entre
el público se encontraba mi hermano Salvador. Me sorprendió verle porque nunca había
venido al teatro, pero más tarde comprendí el motivo que le había arrastrado
hasta allí. Me saludó con una caricia en la mejilla y, a continuación, se
dirigió hacia el segundo piso. Había comprado las entradas más baratas. Ese
lugar era conocido popularmente como el gallinero. Allí se colocaban los más
pobres porque las entradas sólo costaban unos pocos céntimos. Aquella noche el
teatro se llenó por varios motivos y uno de ellos fue porque se habían bajado
mucho los precios y, además, se encontraba el aliciente de que se proyectaban
películas junto con la representación.
-Esto
que has hecho no está bien. –le advirtió el hombre enjuto al director. –Los
demás protestarán y tendrán razón.
-Lo
sé, Luis –Le respondió el director. –Pero me he visto obligado a hacerlo. Si no
conseguía vender todas las localidades me habría visto en un gran problema
económico. Mi compañía ha sufrido mucho y ellos dependen de mí.
-La
Hermandad te habría ayudado como lo ha hecho en otras ocasiones. –Le respondió
el hombre anciano.
-Les
estoy muy agradecido, pero prefiero solucionar esos problemas por mí mismo.
Ambos
conversaban cerca del escenario sin reparar en nuestra presencia. Darqués
indicó, a aquel hombre, que le acompañase hasta el palco situado junto al
proyector de cine. Vi cómo se acomodaban y pensé que era el mejor momento para
contarle al director lo sucedido entre Fausto y aquellos hombres, sin embargo,
la presencia del anciano me detuvo.
-¿Qué
hacemos? ¿Se lo contamos o qué? –Me preguntó Batiste que parecía leer mis
pensamientos.
Pero
en ese instante no pude contestarle porque se apagaron las luces del patio de
butacas y Bartha salió a escena.
-Respetable
público, esta noche, en el teatro Ruzafa, se va producir un espectáculo
insólito y lleno de sorpresas. La compañía que dirige Enrique Darqués quiere
ofrecerles una combinación de cine y teatro y, para ello, se proyectarán unas
cuantas películas del más rabioso cine moderno y les prometemos que, después de
un breve descanso, habrá una escalofriante representación de la obra de terror:
¡Al teléfono! –Carraspeó un poco
antes de proseguir. –Toda la compañía y la empresa del teatro espera que
disfruten del espectáculo que les vamos a ofrecer.
El
público aplaudió a las palabras de Bartha que se escondió con rapidez.
Se
descorrieron las cortinas y un telón completamente blanco sirvió para proyectar
las películas. Las carcajadas del público no se hicieron esperar y con ellas
los aplausos. Batiste y yo nos colocamos en el primer piso, junto al proyector,
para poder verlas. Desde allí no sólo podíamos ver la película, sino que
también había una buena perspectiva del patio de butacas. La gente se reía
tanto que casi era más divertido verles a ellos riendo que contemplar las locas
aventuras de aquel hombrecito de ropa estrafalaria.
Llegó
el descanso y se encendieron las luces. El proyeccionista nos dijo que
vigilásemos su material que iba a descansar un poco. Batiste y yo nos colocamos
en el pasillo para vigilar la puerta de acceso al palco y evitar que nadie
pudiese entrar. Darqués salió del palco contiguo y se dirigió hacia las
escaleras donde se cruzó con Natasha Ivanoff. La duquesa vestía toda de blanco
con un sombrero de media ala sobre la cabeza. Estaba radiante. Aquella mujer
aparecía en los momentos más insospechados. El director le dirigió unas
palabras que no pudimos escuchar. Ella asintió y se encaminó hacia el palco que
había abandonado Darqués. Nos sonrió, aunque en su cara se notaba una sombra de
tristeza.
-Mi
querido Luis, vengo a hacerle compañía, si no le molesta mi presencia. Espero
que haya disfrutado de las películas, pero ya sabe que…
No
alcanzamos a escuchar más porque cerró la puerta tras de sí.
Se
escuchó a uno de los tramoyistas que anunciaba el comienzo de la función. El
público comenzó a regresar a sus asientos. El proyeccionista tardaba.
Comenzamos a impacientarnos.
-Batiste,
ve a buscar a este hombre a ver si le ha pasado algo. –Le pedí a mi amigo.
Me
obedeció. Corrió hacia las escaleras. No tardó mucho en regresar jadeante y
bastante alterado, aunque no me extrañó porque era muy habitual verle así.
-¿Lo
has encontrado? –Le pregunté antes de que pudiese hablar.
-Sí,
lo he visto. Está fumando en el callejón en compañía de…
No
pudo terminar de decir la frase porque se escuchó un estruendo impresionante
procedente de la calle.
Cesó
el murmullo del público que se acomodaba en las butacas. En ese instante,
alguien entró y gritó.
-La
policía ha detenido a Aurelio Retalls y su banda.
Como
si todos se hubiesen puesto de acuerdo, salieron a la calle para ver qué
ocurría. El teatro se quedó vacío en unos minutos. Yo no sabía muy bien qué
hacer. No podía moverme de allí porque me habían encargado custodiar el
material del proyeccionista, pero la curiosidad me animaba a abandonar mi
puesto. Casi lo iba a hacer cuando se abrió la puerta del palco contiguo y
salió la duquesa que hablaba con el caballero enjuto:
-Algún
día lo atraparán, pero no creo que la Hermandad lo permita en este momento.
Gracias Selena. Un saludo
ResponderEliminarMuy buena historia, me he quedado pensando que va a pasar ahora. Muy buena, como siempre tu forma de narrar.
ResponderEliminarSaludos.
mariarosa
Hola Maria Rosa
EliminarCelebro que te haya gustado. Mi intención era atraer vuestra atención hacia el próximo relato. A ver si consigo que también te guste. Muchas gracias por la lectura y comentario. Un abrazo.