El
tumulto no le dejaba casi ni respirar. Estaba rodeado de hombres más altos y
fornidos que él y eso le impedía sacar la cabeza para ver qué ocurría sobre el
entarimado. Dando empujones y codazos consiguió acercarse hasta un árbol de la
plaza. Venancio sabía trepar a la copa de los árboles con mucha habilidad,
porque desde muy niño lo había hecho para buscar los huevos de los nidos. Sin
mucho esfuerzo se encaramó a éste. Se sentó en una de las ramas más resistentes
y así consiguió elevarse por encima de las cabezas de todos los que se
apretujaban alrededor del entablado.
Allí arriba había un solo hombre que, reclinado sobre un atril, se
dirigía al auditorio con voz vehemente. No sólo hablaba, sino que también
agitaba su mano derecha con unos papeles. El orador iba vestido con una chaqueta
y unos pantalones rayados raídos por el uso. De su cara destacaba la frente
amplia contrarrestada por unos bigotes y perilla. Venancio, sentado en su
improvisada atalaya, siguió el discurso cómodamente
-Y
en verdad os digo –atronó el orador como si de un predicador religioso se
tratase. –Que si los obreros no tomamos las riendas de nuestro futuro nunca
tendremos la oportunidad de derrotar a la clase dirigente. El poder nos
aplastará como a una nuez y cada día nos hundiremos más en la miseria. –Hizo
una pausa para observar los rostros de los que le escuchaba. –Nos quieren
toscos, analfabetos y por eso no les gusta que inauguremos nuevas escuelas.
Nuestras armas son el papel y la pluma. Educad a vuestros hijos. Son nuestro
mañana, por eso deben aprender a leer y escribir y sólo así podrán defenderse
del poder que nos aplasta. El analfabetismo, la incultura, esas son las
enfermedades que atacan con más virulencia al obrero. ¿De qué te sirve llenar
el estómago con la sopa boba que te da el amo si tienes la cabeza vacía y no
puedes decidir tu vida?
El
orador hizo un silencio dejando la pregunta en suspenso, aunque tampoco
esperaba una respuesta a su intervención, por eso, cuando retomó la palabra, le
sorprendió oír una voz, de entre la multitud, que se elevaba para replicarle:
-Con
el estómago vació no se puede hacer nada, compañero. Ellos nos tienen
atrapados. Lo controlan todo, desde los precios hasta nuestra hambre, por eso
no podemos dejar de obedecerles.
El
público se volvió hacia el nuevo orador que resultó ser un joven vestido con
blusa de albañil y alpargatas. Instintivamente, los que estaban a su alrededor
se separaron de él para dejarle espacio. Uno de los allí reunidos le acercó una
silla para que se subiese a ella como una improvisada tarima.
-Los
amos saben lo que hacen. Nos tienen contentos con un jornal y mantienen
nuestros estómagos llenos, pero sólo con lo justo para que no nos muramos de
hambre y podamos servirles. Creo que ya ha llegado el momento de actuar, pero
para ello debemos unirnos y derribar a los explotadores y sólo será posible con
la fuerza de las armas.
-Te
equivocas, joven inquieto –le replicó el orador del entarimado. –Al amo sólo se
le puede vencer con sus mismas armas y esas sólo se consiguen igualándole en
los conocimientos. La violencia nunca conduce a buen puerto. ¿De qué nos sirve
ser más fuertes si no conseguimos rebatirles en su propio campo? La educación y
el conocimiento es la única forma de recuperar lo que pertenece al pueblo.
Y
entre ambos, las réplicas y contrarréplicas de uno defensor de la educación y del
otro, que arengaba por la acción directa. Durante bastante tiempo discursearon
sobre sus posiciones hasta que los obreros reunidos a su alrededor mostraron
cierto cansancio de aquella situación que no parecía llevarles a ningún sitio. Poco
a poco, creció un cierto murmullo de descontento y, en ese instante, un tercer
orador, medió entre ambos.
-Os
recuerdo que estamos celebrando la fiesta del 1º de mayo y ésta se caracteriza
por la paz y la armonía entre los propios obreros. –Gritó vehemente el tercer
orador. – No es el momento apropiado para que nos peleemos entre nosotros, sino
que debemos disfrutar del único día festivo que disponemos el gremio de los
albañiles.
Con
aquella intervención se dio por zanjada la discusión que no parecía llevar a
ningún lado. El murmullo de todos los asistentes en la plaza se vio amainado
cuando se anunció la actuación de una compañía amateur de teatro que
representaría el Juan José de Joaquín Dicenta.
Venancio
observó, desde su lugar privilegiado, todas las operaciones de retirada del
atril usado por el orador. Se colocó un sencillo telón, junto con unas mesas y
sillas, como únicos elementos de decorado. Y al poco tiempo comenzó la
representación. En aquella obra se narraban los amoríos entre un peón de obra y
una obrera de una fábrica. A pesar de que los actores ponían mucho empeño en
dramatizar los diálogos, a Venancio, pronto le cansó aquella trágica
historia que no le aportaba nada que no conociese de antemano, por lo que,
desde su árbol atalaya, se dedicó a contemplar a los espectadores. Miró sus
rostros a la espera de encontrar gestos de hastío ante semejante redundancia, sin
embargo, se sorprendió al escrutar las caras de los albañiles, curtidas por el
sol, que derramaban alguna que otra lágrima. Atendían, las lamentaciones de los
protagonistas del archiconocido melodrama obrero, como si fuese la primera vez
que lo escuchasen.
Venancio,
pensó que ya había visto suficiente de la obra. Dio un salto para bajarse del
árbol y se encaminó hacia la calle adyacente a la plaza. Con paso rápido bordeó la fachada del edificio
consistorial cuando se fijó en dos niños, de aspecto famélico, que rebuscaban
entre unas basuras amontonadas junto a uno de los portales. Venancio sintió
lástima por ellos. A su mente acudieron las palabras que infinidad de veces le
había dicho su padre cuando se quejaba por su condición de obrero pobre.
“Antes
de llorar tu suerte echa un vistazo a tu alrededor y seguro que encontrarás a
otro en peores condiciones que tú.”
Venancio, instintivamente, se llevó la mano al
bolsillo y apretó las monedas que aún le quedaban de su última paga. Volvió a
mirar a los niños y tomó la decisión de acercarse hasta ellos, pero se detuvo
al escuchar unas carcajadas. Retrocedió y se colocó en la penumbra de uno de
los ángulos de la fachada del ayuntamiento. Las carcajadas se aproximaban hacia
él. Se trataba de dos tunantes vestidos con chaqueta y pantalón de pernera
estrecha. Se cubrían la cabeza con sendos sombreros de pequeña ala. Completaban
su atuendo de golfos con un bastón de abedul en la mano. Los miró detenidamente
y, a pesar de su actitud chulesca, propia de unos señoritos, sus prendas
estaban deslustradas por el uso continuado lo que delataba su baja condición. Venancio continuó guarecido en la penumbra de
la esquina del edificio y evitar el contacto con aquellos dos que, seguramente,
le habrían dirigido algún que otro insulto por su vestimenta de peón de
albañilería. Sin embargo, no hizo falta tal precaución por su parte ya que
estos dos rufianes se dirigieron hacia los dos niños mendigos que rebuscaban
entre los andrajos.
-¡Eh!
ladronzuelos ¿qué estáis robando? –Les gritó uno de los dos tipos con tono
desagradable.
Los
dos niños se quedaron inmóviles sin saber muy bien qué hacer. El que parecía
algo más avispado intentó tomar al otro de la mano e escapar de un posible
problema, pero el bribón que les había interrogado fue más ágil que él y, con
el bastón, le impidió el paso.
-No
huyas, raterito. –Le gritó. –Cuando te hablo quiero que me prestes atención.
El
otro tunante no dejaba de reír como si aquella situación resultase ser lo más
cómico del mundo. Su colega, al escuchar sus risas, aún se envalentonó más ante
los pobres niños.
-A
ver, sacad lo que tengáis en vuestros bolsillos sino os denunciaré.
El
niño más pequeño de tan asustado como estaba se puso a gimotear y se agarró al
otro como queriendo que éste le protegiese de aquellos dos bellacos.
-No
te pongas a llorar, ratita inmunda. –Lo insultó. –Tú, lo que tienes que hacer,
es besarme los pies. ¡Eh!, tú, el que se cree más valiente de los dos –le dijo
al otro niño colocándole el bastón en el pecho. –Agáchate para que pueda
ponerte el botín encima y este llorón me lo limpiará.
El
otro rufián, entre grandes carcajadas, aplaudió la ocurrencia de la
vejación que su amigo proponía.
-Y
ahora me limpias el zapato con la lengua. –Colocó su pie sobre la espalda del
niño para que el otro pudiese realizar la operación. –Los quiero bien
lustrados.
El
niño rompió a llorar y el rufián lo cogió, por el pescuezo, para inclinarlo
sobre el zapato, pero, en ese instante, se escuchó una voz que le ordenó que se
detuviese.
-Deja
a esos niños en paz, ¡mal nacido!
Venancio
todavía permanecía expectante en la penumbra a todo. Al oír aquella voz sacó
un poco la cabeza para ver quién defendía a los niños mendigos. Se sorprendió
al comprobar que se trataba de uno de los oradores que replicó al ponente de la
tarima.
-¿Y
tú quién eres para ordenarme nada a mí, sucio albañil? –Le contestó el truhan
con tono de superioridad.
El
albañil orador no le contestó, pero le propinó un golpe con un bastón que
llevaba en las manos. El rufián perdió el equilibrio y cayó al suelo. A
continuación, con gran destreza, se dirigió hacia el otro perillán que
arrinconó, con gran facilidad, con el extremo del cayado. A ambos se les
heló la risa de inmediato.
-Y
ahora soy yo el que os digo que os vaciéis los bolsillos. Sacad todo lo que
lleváis en ellos.
Tanto
los niños como Venancio se quedaron inmóviles sin saber qué hacer ante tal
sorprendente alarde de caballerosidad del anónimo obrero.
El
albañil, con una increíble agilidad, le tendió la mano al niño que se había
agachado y le ayudó a incorporase. Con un gesto, le indicó que se
quedase junto al otro niño que ya no lloraba, pero continuaba temblando.
El
rufián, que permanecía tumbado en el suelo, intentó incorporarse, sin embargo,
el albañil orador le colocó sobre la garganta su pie calzado con
alpargatas de esparto. Le obligó a permanecer donde tumbado donde lo había
tirado. Su acompañante sacó unas pocas monedas de sus bolsillos y se las
entregó.
-¿Y
tú te burlabas de nosotros? –le dijo con desprecio mientras contaba la
calderilla que le entregó. –Eres más pobre que nosotros, aunque te des esos
aires de señorito. –Entregó las monedas a los niños que ya lo observaban con
admiración. –Voy a darte una paliza por haber maltratado a los pobres.
Y
elevó el bastón con la intención de descargarlo sobre el bribón, sin embargo,
se detuvo con el grito que dio Venancio desde la penumbra:
-¡No
lo haga, señor! ¡No merece la pena ponerse a su altura!
Todos
se sobresaltaron con aquella misteriosa aparición. Venancio cruzó la calle y
dirigiéndose al albañil, que blandía el bastón contra el pusilánime, le
argumentó:
-Señor,
si le golpea la noble defensa que ha efectuado por estos niños
perderá todo su valor.
Hubo
unos segundos de duda por parte de todos, hasta que el albañil bajó el bastón y
le quitó el pie de la garganta al que mantenía tumbado. Hizo un gesto con la
cabeza para indicarles que se marchasen. Ambos se dieron mucha prisa por salir
corriendo antes de que el albañil se arrepintiese de su decisión y les
propinase el pospuesto golpe.
En
la calle quedaron ya solos los niños, Venancio y el albañil. Los cuatro se
miraron y fue éste último el que rompió el silencio:
-¿Por
qué me has impedido que les diese su merecido?
-No
valía la pena perder ni un segundo de su tiempo con ese par de haraganes.
El
albañil lo miró fijamente a los ojos antes de continuar hablando:
-Tú
estabas escondido en la penumbra y, si no me equivoco, no has hecho nada por
ayudar a los niños.
Venancio
le aguantó la mirada.
-Quizá
lo hubiese hecho si hubiese dispuesto de un bastón para poderles hacer frente.
Ambos
continuaron sosteniéndose la mirada durante unos largos segundos hasta que el
albañil le tendió la mano a Venancio amigablemente:
-Me
llamo Salvador Masobrer.
-Yo
soy Venancio.
Compañeros de mi escuela, de chica, se subian a los árboles para ver los nidos...yo era una cobardica y me quedaba abajo...
ResponderEliminar¡Cuántos recuerdo de los muchos 1º de Mayo que ya cosecho!
Muy buena entrada, Francisca, es un placer siempre venir por tu casa.
Besitos.
Hola Mari Carmen,
ResponderEliminarA mí me encantaba subirme a los árboles, pero ya hace mucho tiempo que no lo hago.
Celebro que te haya gustado el relato.
Esta es tu casa. Me encanta que la visites.
Un abrazo
hola!que placer visitarte y viajar a otros momentos en otros tiempos, belleza....gracias y sigue deleitándonos con tus relatos! saludosbuhos
ResponderEliminarMuchas gracias amigas,
EliminarSus visitas son siempre el gran placer de continuar practicando la escritura. Un abrazo para ambas.
gracias por visitarnos y comentarnos! es todo un placer recibir visitas, nosotras siempre tratamos de recorrer los blog amigos y saludar, aparte de considerarlo de buenas maneras es agradable para ambos, gracias! saludosbuhos
ResponderEliminarGracias a vosotras por su magnífico blog donde reseñan libros tan interesantes, así como las series de televisión que complementan sus lecturas. Gracia a ustedes por leer y comentar así como recomendar mis relatos. Es un placer contar con su opinión. Un abrazo.
EliminarUna historia que parece lejana, pero que se ve hoy día con otros protagonistas. El poder y el que no puede defenderse, siempre están allí en cualquier esquina en cualquier ciudad.
ResponderEliminarMe llama la atención que vosotros los españoles hablan del "Amo" en mi país es el "patrón" el dueño y señor.
Muy buena historia, con su mensaje de enseñanza.
mariarosa
Hola Mari Rosa
EliminarPasa el tiempo y, por desgracia, las situaciones se repiten.
Respecto al término 'amo' es sinónimo de patrón. Puede que el uso obedezca al aspecto local.
Muchas gracias por leer y comentar mi relato. Un abrazo