Batiste Sistella no podía dejar de tiritar a pesar de
estar sentado frente a la hoguera. Salvador Masobrer lo envolvió con un trozo
de manta y le animó a que se terminase la ración de sopa que le había servido
para calentarle el estómago. Sentada a su lado se encontraba Librada. Se
acurrucó mientras contemplaba el crepitar de las llamas. De vez en cuando
levantaba los ojos del resplandor para mirarnos con una media sonrisa que
parecía expresar algo de alegría en su siempre serio semblante.
-¡Venga! Quítate las alpargatas que debes de tener
fríos los pies. –Me indicó mi hermano con una caricia en la mejilla. –Y ahora
me contaréis todo lo que os ha ocurrido desde que tuve que irme con Aurelio
Retall.
Ninguno de los tres se decidía a ser el primero en
hablar así que intenté recordar todo lo que nos había sucedido desde que nos
separamos. No quise comenzar con el reproche a su inesperada desaparición junto
a aquel malvado individuo, ni tampoco le conté que estuve rondando la puerta del
sindicato de albañiles buscándole durante varios días, así que inicié mi relato
por el día en el que nos reunimos en el teatro con la Compañía.
A pesar de que Darqués aún estaba convaleciente de las
quemaduras sufridas en su pierna regresó al trabajo con toda su vitalidad. Lo
primero que hizo fue intentar gestionar, con el empresario del teatro Ruzafa,
lo que debería ser la nueva temporada. El señor Martí no era muy diestro para
la contabilidad, por eso, Gumersindo Plácido, el discreto contable, se dedicaba
a llevar las cuentas escrupulosamente. Este hombrecito, de sonrisa bobalicona y
pocas palabras, poseía la habilidad de hacer que el dinero presupuestado
creciese hasta cubrir las necesidades de cualquier espectáculo a pesar de los
momentos aciagos de aquel año de crisis.
Todo parecía sonreírles desde el momento en el que
Edelmiro Bartha y el director escaparon ilesos de la explosión del cartucho de
dinamita que les lanzaron a su paso por la calle del Mar. Los cristales de los
edificios de alrededor de ellos estallaron en mil pedazos, sin embargo, no
sufrieron ni un rasguño. Ambos pensaron que era un buen presagio para la nueva
temporada que pretendían comenzar. A pesar de que el director, Enrique Darqués,
se había precipitado dando una primicia a los periodistas sobre una obra de
teatro que no existía sobre el papel y que sólo estaba en su cabeza, todo
parecía transcurrir como si hubiese un guion premeditado. Sin pensarlo dos
veces, Fausto Casajuana y Darqués, mano a mano, se encerraron en un camerino
para escribir los diálogos y trazar la escenografía de lo que debía de ser el
primer melodrama de la temporada con el inusual título de: Los niños del
hospicio.
Mientras tanto, Rodolfo, el escenógrafo argentino, no
dejaba de gimotear por el futuro de su artefacto escenográfico, aquella gran y
hermosa mano que había construido con tanta dificultad y que hacía tiempo que
permanecía escondida en uno de los rincones del almacén del teatro Ruzafa sin
aparente utilidad. Costó convencerle de que ya llegaría la oportunidad de
exponerla como colofón de la obra musical de aventuras y que, en un principio,
se pensó estrenar como inicio de la temporada, sin embargo, y a pesar de la
conocida elocuencia del director, no convenció al argentino quien dirigió sus
protestas al paciente Bartha y que a su vez intentaba disimular la congoja que
sentía al encontrarse lejos de su amada Natasha Ivanoff. Aquella inquieta mujer
y tal como tenía por costumbre, casi de improviso, se ausentó de la ciudad,
junto con un recién llegado que dijo llamarse Sasha y que afirmaba ser su
hermano. Su precipitada marcha se vio envuelta en su siempre habitual
misterioso comportamiento, por lo que a casi nadie le extrañó su desaparición
salvo al apesadumbrado Edelmiro que temía no volver a verla nunca más.
Salvador me animó a que continuase contándole los
entresijos del teatro así que proseguí con mi relato además de querer
demostrarle que, tanto Batiste como yo, sabíamos tomar decisiones acertadas,
por eso le conté que ambos nos entregamos enteramente a nuestros cometidos
dentro de la compañía y bajo las órdenes de los maquinistas comenzamos a
trasladar y mover todo aquello que nos indicaban como si fuésemos mozos de
carga. Librada, siempre tan reservada y callada, se unió a la modista como
aprendiza. Todo se hacía por y para el estreno de una incierta obra de teatro
que había sido anunciada para dentro de dos días y que, en realidad, sólo
procedía de una bravuconería verbalizada a los periodistas por Darqués.
Durante esos dos días de trabajo creo que tuvo lugar
la tan nombrada magia del teatro, pues, la noche del estreno la sensación de
que algo mágico estaba sucediendo permaneció en el ambiente. Durante los
precipitados ensayos a todos se nos olvidaban los diálogos y hasta los telones
que Rodolfo pintó, con parte de sus lágrimas de disgusto, se resquebrajaban al
ser colgados, sin embargo, el estreno resultó fabuloso. El público aplaudió a
rabiar cada uno de los actos y, en especial, aquellos cuadros donde Batiste y
yo interveníamos, pues prueba de ello fue que en los aplausos finales nos
vitorearon varias veces. Sin pretenderlo, aquella obra fantasmagórica, se
convirtió en nuestro gran debut en la escena. A pesar de que ya había visto que
los aplausos emocionaban a los actores me sorprendió que a mí también se me
formase un nudo en la garganta mientras saludaba como si formase parte de la
profesión. Darqués ingenió el texto para hacernos aparecer como los
protagonistas de aquella rocambolesca obra, basada en el melodrama de Las
Huerfanitas de París, pero, esta vez, convertido en una versión a la
valenciana, es decir, llena de tics que incitasen al público a identificarse
con los pobres niños abandonados de la calle. En realidad, nuestra apariencia
no desentonaba con lo narrado pues, parte del éxito de aquella noche, se debió
a nuestro aspecto de niños desamparados.
El éxito de dos noches seguidas o la alegría de
sentirnos importantes fue lo que aminoró mi amargura de no poder lograr
encontrar a mi familia así como reconsiderar la repentina desaparición de mi
hermano. Cuando llegué a este punto de la narración, Salvador no me contestó,
aunque con la mano me hizo un gesto para que continuase narrándole nuestras
peripecias escénicas. Proseguí.
A partir de aquel apoteósico arranque que tuvo la
temporada, la actividad de la Compañía volvió con toda su pujanza y regresó el
brio a Darqués que ya olvidaba el bastón y decía sentir menos dolores, aunque
su maquillado rostro no podía ocultarlos. Con el regreso del matrimonio de
cómicos Miguel Báñez y Carlota Planes la agrupación casi estaba al completo.
Carlota, tan estrafalaria como siempre, reía y lloraba como si estuviese
interpretando un melodrama. Soltó una sonora carcajada cuando le contaron la
aventura teatral de aquel estreno precipitado y, a continuación, lloró
abundantemente cuando contó que había tenido que tomar la decisión de dejar a
Carlotita, su única hija, interna en un colegio de monjas para que estudiase y
no fuese una analfabeta. Terminó su relato mirándonos como si Librada, Batiste
y yo fuésemos el ejemplo de la miseria que pretendía evitar a su hija. Me dolió
su desprecio y estuve a punto de gritarle que no éramos unos analfabetos, que
yo sabía escribir mi nombre y que Librada leía y escribía con gran soltura,
pero fue Bartha el que, con su tremenda bondad, se adelantó a mi protesta para
explicar, a aquella grotesca mujer, que nuestras circunstancias no habían sido
las mismas que las de su hija, sin embargo, estaba seguro de que con el teatro
cambiaría nuestra suerte. Miguel Báñez, que observó mi especial disgusto por
las ofensivas palabras de su ridícula mujer, quitó importancia a sus
comentarios con un ofrecimiento dirigido hacia nosotros y que era el propósito
de ayudarnos a aprender a leer y contar durante las horas libres que el trabajo
le dejase y siempre en la medida de sus propios conocimientos así se lo
permitiesen. Me gustó aquel hombre que, sin conocer nuestra procedencia ni
nombre, se prestaba a ayudarnos sin esperar nada a cambio.
A pesar de todos los incidentes que en las calles
valencianas de 1934 se daban, dentro del teatro existía un microclima propicio
para que todos nos sintiésemos optimistas. El director decidió que la Compañía
debía retomar algunos de los melodramas de su consagrado repertorio y así ganar
un poco más de tiempo para llevar al verdadero estreno absoluto que, con tanto
celo, guardaban con él, Fausto y Roberto, el escenógrafo argentino.
Durante los siguientes días, se trabajó duro e
intensamente hasta el punto de que, en más de una ocasión, se unía el día con
la noche entre los preparativos y los ensayos, sin embargo, algo especial
ocurría cuando la Compañía se enfrentaba al público pues, las posibles
deficiencias, se solucionaban con los monólogos que el director siempre
recitaba seguro de captar el aplauso y el vitoreo de los espectadores.
El entusiasmo fue tal que pareció embriagarles la inconsciencia
hasta el punto de hacerles creer que la censura permitiría cualquier cosa que
deseasen representar. Fausto Casajuana, en un arranque de idealismo muy propio
de su carácter, propuso estrenar un texto que había escrito hacía un par de
años y que mantenía guardado a la espera de una buena oportunidad. En una de
las reuniones de la Compañía sacó, de uno de los bolsillos de su arrugada
chaqueta, una libreta que entregó al director con un gesto de respeto y con
cierto temor también. La obra se titulaba Casanova, el galante aventurero
y, como indicaba su título, se trataba de una versión melodramática de las
andanzas de Giacomo Casanova que, ya mayor y retirado de la vida mundana,
narraba su turbulenta vida de seductor. El melodrama no sólo se atrevía con una
acción situada en Venecia, sino que en su recreación incluía algunos números
musicales con bailes y canciones con abundantes poemas ripiosos escritos por el
propio Fausto.
Lejos de una lógica negativa justificada ante aquel
alocado libreto, el proyecto entusiasmó a Darqués. El director perdió la noción
de la situación crítica que se vivía en las calles de Valencia y confió en el
éxito rotundo de una nueva puesta en escena. Inmediatamente, habló con el
empresario Martí, que, aturdido con la euforia del actor, le remitió a su
contable Plácido para convenir un presupuesto donde debía de contratar a más
actores y actrices, así como a un ballet que pudiese ejecutar, con garbo,
aquellas piezas que también precisaban de una orquesta.
Y todo salió a la perfección a pesar de todo y eso
que, en más de una ocasión, hubo cortes de luz que entorpecían los ensayos
junto a algunas visitas inoportunas de los guardias de asalto que, atraídos por
los repiqueteos de martillo junto con los gritos de los maquinistas, entraban
preocupados por si estábamos preparando algún atentado. Como si de algo
contagioso se tratase, a todos nos envolvió el entusiasmo que Darqués y
Casajuana compartían y, a pesar de los gimoteos de Rodolfo por su olvidada
obra, su colaboración también facilitó el éxito. Tanto Bartha como Casajuana
corrían de un lado a otro comprobando que todo estaba en su sitio y evitar
equivocaciones en los complicados cambios de cuadros que componían los cinco
actos de aquel melódico melodrama.
Las calles andaban revueltas y, aunque se habían
cursado varias invitaciones a las autoridades, sólo confirmó su asistencia el
gobernador y su esposa, pues, el alcalde y los concejales del consistorio
declinaron su asistencia quizá influenciados por un posible temor a ser
abucheados por los espectadores. La noche del estreno, todos estábamos muy
inquietos. Para la Compañía no era la primera vez que se estrenaba en aquellas
circunstancias tan especiales, sin embargo, parecían sentirse alterados por ser
uno de los mayores retos escénicos del momento.
Tras el preludio interpretado por unos pocos músicos
que el teatro Ruzafa tenía contratados como orquesta permanente, arrancó el
primer acto con la intervención de Darqués que, maquillado con aspecto de
anciano, narró partes de la vida y andanzas de Giacomo Casanova. Entre los espectadores
el silencio fue absoluto y semejaba que aguantaban la respiración cuando el
actor se detenía en las pausas dramáticas del texto. Terminó su intervención y
nadie dijo nada a la espera de que algo trágico sucediese tras aquel extenso
monólogo y cuál fue la sorpresa cuando, con los primeros acordes de una
pegadiza melodía, surgieron, de entre las bambalinas, cinco hermosas muchachas
ataviadas con unas ropas vaporosas que, con sencillas danzas, dejaban ver las
ligas de sus medias, a los incrédulos espectadores. Todos los asistentes
prorrumpieron en fuertes aplausos. Cada uno de los bailes fue acompañado de un
unísono acompañamiento de palmas y risas. El espectáculo marchaba tal como se
había pautado en los ensayos y por el entusiasmo con el que los espectadores
seguían los bailables parecía haberse conseguido un éxito seguro, pero lo que
no esperábamos era el colofón que el escenógrafo Rodolfo preparó, pues, ansioso
por utilizar su preciada obra, cuando faltaban pocos minutos para que
terminarse el relato de la vida del anciano Casanova se apagaron las luces y,
por un lateral del escenario, asomaron los dedos de aquella mano de cartón, a
continuación, de acuerdo con uno de los maquinistas se iluminaron poco a poco
hasta crear un misterio inesperado. Darqués, que se encontraba en medio del
escenario, miró los dedos que se acercaban hacia él y con un alarde de
improvisación declamó con potente voz:
«La mano del destino divino me reclama por mis
pecados.» Se acercó hasta ella y se colocó como si una gran garra lo atrapase. El
siempre alerta Bartha ordenó a los maquinistas que bajasen el telón y que
encendiesen las luces lo que provocó unos segundos de desconcierto que
terminaron con el arranque de una unánime ovación.
El estreno fue un éxito, pero al día siguiente llegó
la orden de que los números musicales debían de ser revisados por la censura.
Entre una de las peticiones estaba que tuviesen más decoro del mostrado el día
del estreno. La orden sorprendió a todos, pero no hubo más remedio que alargar
las faldas de las bailarinas hasta donde indicó la ordenanza. En cuanto a la
sorpresa de la mano lejos de crear un conflicto entre Casajuana y el
escenógrafo Rodolfo les gustó a todos pues mejoró el final de aquella alocada
obra.
Llegado a este punto, di por terminado mi relato y
esperé a que mi hermano, que parecía estar muy interesado por seguir escuchando
más aventuras escénicas, me solicitase que continuase contándole más detalles
del teatro.
-Prosigue, Andreu -Me animó Salvador. -Por lo que
puedo entender os ha ido muy bien con la compañía de teatro, pero ahora os he
vuelto a encontrar solos, muertos de hambre y empapados como para contraer una
pulmonía. ¿Qué sucedió después?
Y en el momento en el que pretendía retomar la palabra
para explicarle cómo había virado nuestra buena suerte hacia ese estado, unos
fuertes golpes sobre la puerta del cuarto nos sorprendieron a todos. Salvador
nos hizo un gesto con el dedo de que guardásemos silencio y, a continuación, se
oyeron unas cuantas amenazas de derribarla si no se abría inmediatamente.
Enmudecí asustado.
Es una maravilla tu relato, pues además de ameno, es un documento sobre la época y el lugar en que se mueven los personajes, asi como un documento sobre los hechos historicos en tu ciudad. En primer plano siempre tu amado teatro. Te admiro y te felicito por tu excelente trabajo, Francisca! Un abrazo
ResponderEliminarQuerida María Ángeles, muchísimas gracias por leer mi relato. Muchas gracias por animarme a continuar escribiendo sobre mis temas favoritos que, como muy bien dices, son el teatro y su mundo desconocido, mi ciudad, que ha vivido momentos muy delicados y que parecen haber pasado de puntillas para muchos. Gracias de todo corazón. Un abrazo.
Eliminarestupendo tus relatos!!!!!!gracias, saludosbuhos encantadas de ir al teatro con tan buena amiga!!!!!!!!!!
ResponderEliminarPorque el teatro enamora a quien lo vive con entusiasmo. Gracias amigas por ser fieles lectoras de mis relatos. Un abrazo.
EliminarGracias por llevarnos a esa época en tu ciudad y a la vida del teatro. Un abrazo
ResponderEliminarGracias a ti Maria del Carmen por leer mi relato. El teatro merece un espacio y en mis relatos siempre lo tendrá. Un abrazo.
Eliminarhola! nos harias muy felices si nos visitas y comentas que te parece una lectura que hicimos y si no es mucho atrevimiento, tal vez tengas alguna de ese estilo o similar para recomendarnos. Como cuentas cosas tan bonitas de tu tierra, nos gustaria saber que hay para leer...
ResponderEliminarHola Sabri y Pitu:
ResponderEliminarAlgunas lecturas les puedo recomendar de Vicente Blasco Ibáñez, aunque éstas son más propias de finales del XIX y principios del XX, no obstante, ahora entro en su blog y les dejo algún título. Disculpen mi torpeza en los blogs donde no sé muy bien cómo puedo enviarles un mensaje privado. Gracias por su interés por mis relatos.
De Juan López Gandía: Muy bueno, Francisca.La noche del estreno de los niños del hospicio y la magia que conlleva y que transmites muy bien.Todos compartimos con Bartha " la congoja que sentía al encontrarse lejos de su amada Natasha Ivanoff. Aquella inquieta mujer y como tenía por costumbre, casi de improviso se ausentó de la ciudad, junto con un recién llegado que dijo llamarse Sasha y que afirmaba ser su hermano".Fiel a sí misma esta aventurera mujer.Pero me ha impactado especialmente el número de los dedos de las manos de cartón en la representación del Casanova. Auténtico y soperndente giro teatral, más aun para el público de la época.
ResponderEliminarEsa mano dará mucho juego y sorprenderá en más de una ocasión. Ivanoff es la nota discordante. Por cierto, los títulos de las obras son reales y lo de la censura también. Espero crear interés para continuar con el relato de ese momento. Muchas gracias Juan por leer mis relatos y comentarlos. Un abrazo.
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