Recuerdo
perfectamente el día que conocí a Dimas y fue un 16 de agosto el día más
importante de las fiestas de mi pueblo. El festejo siempre comienza con la
procesión matutina que continúa con el traslado desde la iglesia hasta le ermita de
la imagen venerada de San Roque. Todos los años había un nuevo aliciente para
participar de la fiesta y en aquella ocasión, el interés se centraba en
escuchar el sermón contratado para tan especial evento. Entre otros motivos
se encontraba la decepción que provocó el predicador del pasado año con una admonición
llena de florituras y exenta de contenido que consiguió exasperar y aburrir a
los devotos y, en especial, lo que más disgustó fue que, el predicador, no tuvo
a bien nombrar, ni una sola vez, al milagroso santo que se veneraba. El
descontento y malestar general fue tan grande que traspasó los umbrales de la
parroquia hasta colarse en el pleno del ayuntamiento, por lo que, junto con la
consulta y aprobación del cura párroco, se propuso que, al próximo predicador
que se contratase, para un día tan señalado, se le exigiría la referencia
obligada al santo en su alocución e, incluso, se acordó que, del erario público,
se le pagaría una peseta extra por cada vez que se pronunciase el nombre de
pila del santo.
Ese
día la ermita se llenó de devotos y curiosos. Yo también estaba allí y, aunque
no entendía muy bien el interés provocado por escuchar un sermón religioso
tampoco me importó madrugar pues, en mi cabeza de niña de ocho años, sólo
existía el gran aliciente de arreglarme con el vestido nuevo que mi madre me
había cosido para las fiestas e ir de la mano de mi padre.
Cuando
llegamos a la ermita los devotos del santo, llegados de todas partes,
abarrotaban la pequeña capilla y la solana de la ermita, no obstante, tuvimos
suerte y pudimos sentarnos en la esquina de un banco de piedra que nos cedió un
extraño hombre. Mi padre le saludó con gran efusividad tanta que me
sorprendió. Ese hombre, de aspecto vulgar, poca estatura y de vestimenta desaliñada, destacaba por unas enormes gafas que semejaban ser dos lupas engarzadas sobre
su nariz. De su boca desdentada salieron unas cuantas palabras que no entendí,
pero que, sin embargo, mi padre, contestó con su habitual simpatía. Otra pieza
singular de su atuendo era el rosario, de grandes cuentas de madera, que extrajo del bolsillo
de su chaqueta y que sostuvo, de manera delicada, entre los dedos de la mano
derecha. Como niña curiosa que siempre he sido inicié una pregunta sobre quién
era ese fervoroso hombre, pero el interrogante quedó en el aire pues, en ese
instante, se hizo el silencio prueba de que se iniciaba la ceremonia religiosa.
El calor de agosto adormecía a las moscas que erráticas zumbaban sobre los cabellos perfumados de los asistentes. No sé si fue por la atmósfera agobiante o la inquietud por llegar a la plática del predicador, lo antes posible, que, el cura párroco, quien presidía la misa, aceleró los cantos y rezos para llegar al tan esperado momento en el que el predicador debía demostrar su oratoria.
El predicador era un hombre de avanzada edad que, sin embargo, se incorporó de un salto de la banqueta donde se sentaba, dio dos zancadas y tomó posición en el púlpito. Su asombrosa agilidad fue momentánea, pues, a continuación, y con cierta parsimonia, se entretuvo espantando las moscas que, adormiladas, revoloteaban por delante de su cara. Todavía se tomó una pausa de unos minutos más antes de pronunciar la primera palabra del sermón. Miró a los feligreses con unos ojos vivos dentro de un rostro apergaminado que le profería el aspecto de ser más viejo que Matusalén. Inesperadamente, de su boca salió una atronadora voz que captó la atención del hasta más despistado de los asistentes.
El calor de agosto adormecía a las moscas que erráticas zumbaban sobre los cabellos perfumados de los asistentes. No sé si fue por la atmósfera agobiante o la inquietud por llegar a la plática del predicador, lo antes posible, que, el cura párroco, quien presidía la misa, aceleró los cantos y rezos para llegar al tan esperado momento en el que el predicador debía demostrar su oratoria.
El predicador era un hombre de avanzada edad que, sin embargo, se incorporó de un salto de la banqueta donde se sentaba, dio dos zancadas y tomó posición en el púlpito. Su asombrosa agilidad fue momentánea, pues, a continuación, y con cierta parsimonia, se entretuvo espantando las moscas que, adormiladas, revoloteaban por delante de su cara. Todavía se tomó una pausa de unos minutos más antes de pronunciar la primera palabra del sermón. Miró a los feligreses con unos ojos vivos dentro de un rostro apergaminado que le profería el aspecto de ser más viejo que Matusalén. Inesperadamente, de su boca salió una atronadora voz que captó la atención del hasta más despistado de los asistentes.
-Queridos
hermanos en la fe de Jesucristo, nos hemos reunido aquí, en este día tan
señalado, para festejar la fiesta del santo patrón del pueblo. La fe en Cristo
no entiende de fronteras ni de idiomas, por eso, el admirable Roque, supo
dirigir su vida hacia la misión que el Señor le había encomendado.
El
alcalde y los festeros, en señal de alivio, soltaron el aire contenido en sus
pulmones al escuchar pronunciar el nombre del patrón ya en las primeras frases
del sermón. Mi mirada curiosa vio que aquel menudo hombre que nos había cedido
parte de su asiento movió sus dedos alrededor de una de las cuentas del
rosario. El predicador, tras una pausa dramática, continuó hablando:
-Roque,
ese hombre pío y lleno de bondad, que nació en la cuna rica de unos nobles de
Montpellier y que lo abandonó todo por su fe. Roque, ese santo hombre, que hizo
el bien en su vida. Roque, ese misericordioso varón, que prometió peregrinar
desde su ciudad natal hacia Roma. Roque que encontró en su viaje religioso las
dificultades del hambre, la miseria y la enfermedad. Roque que…
Y
así, el locuaz predicador, fue encadenando frases con el nombre del santo y con
las largas pausas. Las reiteraciones provocaron que lo que en un principio
semejaba un alivio se tornaba ya en una preocupación para las autoridades pues
suponía el pago extra por cada nominación y que aumentaba con forme pasaban los
minutos. En número de roques pronunciados crecía y crecía; mi padre, con
disimulo, me indicó que me fijase en la mano del hombre que sostenía el rosario
porque cada vez que se oía el nombre de Roque él movía los dedos contando las
cuentas del rosario.
-Roque,
el caritativo, que por asistir a los enfermos contrajo la lepra. Roque, el
solidario, que lo dio todo. Roque, llagado, que se escondió en una cueva.
Roque, el olvidado, que ni sus padres sabían que había regresado. Roque, el
hambriento, y sólo acompañado por un perro. Roque el…
Y
continuaban brotando roques de aquella poderosa voz y, al mismo tiempo, el ágil
paso de las cuentas en la mano de aquel extraño hombre. En la cara de todos
aumentaba la inquietud y sobre todo era evidente la angustia en los que debían
pagarle. Parecía imposible parar la verborrea de aquel hombre que se había encasquetado
en el uso de una sola palabra como si ésta fuese mágica. Llegó el momento de
terminar la homilía y aquel sagaz predicador lo hizo con otra pausa prolongada
que aún aumento más la tensión hasta que, al fin, pronunció la frase que, por
el paso de los tiempos, nunca se olvidaría entre los asistentes de aquel año:
-Roque,
Roque, Roque y Roque serás por siempre nuestro santo venerado pues ya se sabe
que, hasta las ranas, en su croar, dicen Roque ¡Alabado sea el nombre de Cristo
y el de Roque!
Este
último alarde de facundia del predicador se acompañó con una mirada de
socarronería al cura párroco que no podía dejar de reír su última ocurrencia. Terminada aquella memorable perorata y nos disponíamos a iniciar el camino de
regreso a casa, cuando mi padre comentó, jocosamente, con el hombre de las grandes gafas, el sermón al que habíamos asistido y éste le confirmó que había contabilizado las veces que se había nombrado al santo con la ristra de
las cuentas. Según afirmó el resultado final era de un total de dos vueltas de rosario lo que suponía ciento dieciocho roques. Tanto mi padre como aquel hábil hombre rieron
del resultado de la ocurrencia del sermoneador.
-Pocas
cosas se te escapan, Dimas. –le puntualizó mi padre mientras celebraba su sagacidad.
Entre
las risas de ambos, mi padre, le invitó a que viniese a terminar de celebrar el
día de la fiesta en nuestra casa.
-Sólo
necesitas una cuchara y conociéndote seguro que llevas una escondida en algún
bolsillo de esa enorme chaqueta.
El
hombre sonrió y llevándose la mano a uno de los bolsillos extrajo una cuchara
de madera que blandió como si fuese un arma. Mi padre rio ante la
exhibición de tal utensilio, parecía conocerle muy bien.
-Dimas
nunca dejas de sorprenderme.
Nos
habíamos quedado rezagados a la salida de la ermita por lo que fuimos testigos
mudos del resultado de aquella retahíla de roques. El predicador, con la
agilidad que había demostrado en sus desplazamientos, se dirigió al alcalde al
que amonestó con unos argumentos que lo dejaron indefenso.
-Señor
alcalde, sepa que he cumplido su encargo y, como ha podido comprobar, el santo
ha salido bien parado en mi homilía, no obstante, voy a ser condescendiente con
la cuenta total, pues, como podrá imaginar, si le pido lo que realmente hemos pactado ascendería a una seria
deuda entre usted y yo, por lo que y, a modo de favor, por ser el día tan
principal, le perdono la mitad y se lo dejo en tan sólo doscientas
pesetas y el resto para bien de ánimas. Le aconsejo que, en lo sucesivo, no acote el espíritu de un predicador en posesión de la palabra.
Las
autoridades acataron la petición del sagaz orador que tan bien les había jugado
la partida sin un derecho a réplica.
Tanto
mi padre como yo regresamos a casa acompañados de aquel singular hombre que
se convertiría en el invitado especial del día. Era la primera vez que escuchaba el
nombre de Dimas, el apócrifo del buen ladrón, quien se dijo que fue crucificado
junto a Jesucristo, aunque, este detalle, tampoco tendría mayor relevancia si no hubiese sido
por su misteriosa despedida.
Mi
madre, tan previsora como siempre, había preparado una suculenta comida propia de las bodas de Caná. El invitado, muy educadamente, saludó a
todos los miembros de la casa y, en especial a ella que era la anfitriona. Se sentó presidiendo la mesa y entre bocado y sorbo de vino comenzó el
relato de su azarosa vida. Parecía increíble que aquella menuda persona fuese
tan elocuente al narrar una vida que semejaba ser más inventada que vivida.
Dimas afirmó que había nacido en un pueblo junto al mar, pero, que su familia, compuesta por los padres y un total de siete hermanos, víctimas de la hambruna y la necesidad, se había trasladado a la estación del pueblo del que era oriundo mi padre, siendo éste el nexo que les unía. Dijo ser el menor de todos y afirmó, ufano, que para él era un privilegio haber nacido en el siglo XX como prolongación de la dinastía de su estirpe toda ella decimonónica. Desde el principio demostró un avispado carácter que le hizo ganarse la simpatía del cura del pueblo y convertirse en el monaguillo que le ayudaba en las tareas de la misa diaria. Aseguró que, aunque era de moral piadosa, nunca pensó en procesar las órdenes religiosas, no obstante, se vio casi obligado a hacerlo al ser llamado a filas y así poder evitar el ser enviado al frente del Rif. Según afirmó no lo hizo por cobardía, aunque sí por precaución, pues conocía su escasa resistencia física. Dado a rezar y ayunar se adaptó con facilidad a la vida monástica, pero, con el paso del tiempo, comprendió que no estaba llamado a acabar sus días entre los muros conventuales. Tras la noticia del desastre de Annual, Dimas, vio la ocasión de regresar a la vida de extramuros y recorrer el mundo y así fue como comenzó su periplo aventurero. Con pocos recursos y mucha imaginación se las ingenió para viajar con todo vehículo que le llevase de un extremo a otro del país. Con sus hábitos y costumbres de antiguo fraile aprendió a vivir con poco y a pernoctar en los múltiples conventos que encontraba por su condición de antiguo monacal. Así transcurrió el tiempo hasta que decidió que debía sentar raíces y crear una familia. Volvió al pueblo donde buscó una esposa y se casó. Con ella tuvo tres hijos, pero una mala enfermedad pronto se la llevó de su lado.
Dimas afirmó que había nacido en un pueblo junto al mar, pero, que su familia, compuesta por los padres y un total de siete hermanos, víctimas de la hambruna y la necesidad, se había trasladado a la estación del pueblo del que era oriundo mi padre, siendo éste el nexo que les unía. Dijo ser el menor de todos y afirmó, ufano, que para él era un privilegio haber nacido en el siglo XX como prolongación de la dinastía de su estirpe toda ella decimonónica. Desde el principio demostró un avispado carácter que le hizo ganarse la simpatía del cura del pueblo y convertirse en el monaguillo que le ayudaba en las tareas de la misa diaria. Aseguró que, aunque era de moral piadosa, nunca pensó en procesar las órdenes religiosas, no obstante, se vio casi obligado a hacerlo al ser llamado a filas y así poder evitar el ser enviado al frente del Rif. Según afirmó no lo hizo por cobardía, aunque sí por precaución, pues conocía su escasa resistencia física. Dado a rezar y ayunar se adaptó con facilidad a la vida monástica, pero, con el paso del tiempo, comprendió que no estaba llamado a acabar sus días entre los muros conventuales. Tras la noticia del desastre de Annual, Dimas, vio la ocasión de regresar a la vida de extramuros y recorrer el mundo y así fue como comenzó su periplo aventurero. Con pocos recursos y mucha imaginación se las ingenió para viajar con todo vehículo que le llevase de un extremo a otro del país. Con sus hábitos y costumbres de antiguo fraile aprendió a vivir con poco y a pernoctar en los múltiples conventos que encontraba por su condición de antiguo monacal. Así transcurrió el tiempo hasta que decidió que debía sentar raíces y crear una familia. Volvió al pueblo donde buscó una esposa y se casó. Con ella tuvo tres hijos, pero una mala enfermedad pronto se la llevó de su lado.
Llegado
a este punto del relato, Dimas, que había comido poco, pero sí bebido bastante,
hizo un paréntesis en su relato como queriendo recapacitar de lo contado hasta
ese momento. Continuó, pero esta vez, con menos precisiones en la narración de su vida y
milagros. Poco a poco nos hizo caer en un profundo y extraño sueño.
Recuerdo
que cuando despertamos permanecíamos sentados a la mesa, aunque, Dimas, ya
no estaba en la casa y en su lugar estaba la cuchara de madera que había
utilizado para comer y donde aparecía dibujada la silueta de san Roque, cuya
advocación, había sido la protagonista de aquel memorable día festivo.
Nunca
más volví a ver Dimas, aunque en casa se habló de él durante mucho tiempo. Resultó un misterio su
aparición casual y su misteriosa desaparición en un día tan principal.
Estupendo relato, Francisca! Me ha encantado la descripcion del ambiente y los personajes, sin olvidar los toques de humor y tambien me ha traido recuerdos de infancia, cuando mi madre me ponia mi vestido favorito el domingo y me iba a pasear por el pueblo de la mano de mi padre. Felicidades y un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias MariÁngeles por tus cariñosas palabras. Creo que en más de una ocasión se nos olvida que somos de pueblo y que las cosas sencillas son las que no han formado. Espero que te lo hayas pasado bien con las aventuras de estos personajes que siempre son reales, aunque se desfiguran en mi imaginación. Un abrazo.
EliminarHola Francisca, tienes unas dotes innatas y magnificas para escribir. Te lo digo muy en serio. Creo que deberías editarlas, (si no lo has hecho ya).
ResponderEliminarEnhorabuena, un relato estupendo.
Un beso.
Querida Mari Carmen
Eliminar¡Qué alegría me das!Saber que te ha gustado el relato me llena de gozo. No,no he publicado nada en papel. El mundo editorial es muy complicado y cerrado, pero con los ánimos que me dais creo que terminaré por intentarlo. Gracias por animarme a continuar y comentar mi relato. Un abrazo.
De Juan López Gandía Me ha gustado mucho, Francisca, es excelente todo lo del predicador y luego lo de Dimas.Cuando lo publiques quizás deberían ir como relatos independientes, no porque resulte largo, sino porque el lector debe comenzar a meterse en la historia de Dimas cuando ha estado tan pendiente de todas la peripecia del predicador, el alcalde y san Roque. Es de todos modos un relato muy bien escrito y con mucho sentido del humor. Muy divertido y gracioso.
ResponderEliminarMuchas gracias Juan por tus consejos, sin embargo, creo que Dimas perdería sin el sermón previo. A ver si tenemos ocasión de comentarlo. Muchas gracias por la lectura y comentario.
Eliminarhola francisca! siempre, siempre es un placer y un disfrute leerte y compartirte. tienes magia en los dedos, mente y corazon. y el alma llena de luz. gracias! saludosbuhos y vamos que esperamos algun libro tuyo!!!
ResponderEliminarQueridas amigas
Eliminarme siento tan contenta por leer vuestros comentarios que tengo ganas de continuar escribiendo sólo por leer vuestras amables palabras. Muchas gracias por compartir mis relatos y comentarlos. El libro depende de tantas cosas que no dependen de mí. Mañana sacaré otro relato distinto. Espero que os guste. Un abrazo.
Enhorabona. No se si es tracta de costumisme o realisme màgic, però entre Sant Roc i Dimas la lectura ha estat deliciosa
ResponderEliminarMoltes gràcies Ferran
EliminarEntre la realitat i la fantasia el relat va naixer. Mi vaig donar un final màgic per a trencar amb la sempre duda realitat.
Moltes gràcies per la lectura i comentari.
Bon camí!
Me ha encantado y me he reido.. quizás la realidad de la historia es lo que nos enganchan tus historias junto a su pellizco de ficción.
ResponderEliminarGracias Pam.
EliminarEste relato lo escribí partiendo de mis memorias de cómo era la fiesta de San Roque a lo que añadí mi imaginación de algo que puede que haya ocurrido o puede que no ¡Quién sabe!.
Muchas gracias por leer y comentar mis relatos. Un abrazo.
Vuelvo a leerte y vuelvo a felicitarte y encima con misterio.....Que fue de dimas? Me gustó ese final yo opino que fue un ángel.
ResponderEliminarLas próximas ranas que escuche lo haré pensando en tu relato.
Saludosbuhos.
Dímas fue el buen ladrón de la Biblia. Puede que aparezca en algún nuevo relato. Muchas gracias por volver a leer mi relato. No dejo de escribir, pero te ruego un poco de paciencia. Un abrazo
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