Me asusté con el bronco sonido de la
explosión. Los cristales de la ventana vibraron de tal forma que pensé que se
partirían en mil pedazos. Rorró, que se encontraba acurrucado a mi lado,
levantó la cabeza y movió las orejas orientándolas hacia la dirección del estruendo y, a continuación, me miró como queriendo preguntarme qué
ocurría. Me aferré a su esbelto cuello en busca de su protección y refugio como
en otras ocasiones. El guepardo me lamió la mejilla y ronroneó. Este felino era mi cómplice y mi único amigo.
Tanto él como yo habíamos sufrido a diario los mismos maltratos de la pareja de tunantes de feria que eran nuestros propietarios. Mientras le
abrazaba a mi memoria acudió a los que alguna vez había creído mis amigos. Andreu y Batiste me habían abandonado a mi suerte y tuve que regresar a mi cárcel. Nos separamos cuando la Compañía de Darqués abandonó el teatro Ruzafa. Durante
aquellos días me había ilusionado tanto con la posibilidad de tener una vida distinta
a la que parecía estar destinada como criada de Miss Zakara y del profesor
Ares que me costó mucho asumir la realidad de mi soledad. Deseaba aprender
un oficio y convertirme en una costurera y poder crear los hermosos trajes
de fantasía que usaban las actrices entre candilejas, sin embargo, el destino fatídico me persiguió y aquel accidente
fortuito que obligó al director Darqués a abandonar la escena fue
decisivo en mi regreso con mis amos al producirse la desintegración de la Compañía. El
temor provocó la deserción. Albergué esperanzas con Andreu, por su arrojo, y con Batiste, por su dulzura. Pensé que con ellos dejaría atrás las noches de hambre y
lágrimas a las que me había visto sometida por el profesor Ares, un timador, y su
esposa, Domina, que se hacía llamar Miss Zakara y que me golpeaba para
desquitarse de sus frustraciones. Con cuánta facilidad me había acostumbrado al
cariñoso trato de Bartha pues, aquel sencillo hombre que siempre tuvo una
palabra amable y reconfortante para con los tres y que se convirtió en nuestro
protector, también había desaparecido al marcharse con la duquesa Ivanoff. Lloré amargamente a pesar de que
me había prometido no hacerlo nunca.
La segunda explosión me devolvió a la
realidad. Rorró se incorporó y
miró asustado hacia el resplandor que se vio desde nuestro ventanuco.
¿Qué podría ser aquello? La puerta de la habitación se abrió de golpe.
-Librada ¿has oído eso?
Mi ama se había levantado de la cama
alertada por los estruendos. Me ordenó que me vistiese y que saliese a la calle
a averiguar qué estaba ocurriendo.
-Son casi las tres de la madrugada,
señora. –Le advertí pues temí salir sola y ser detenida por quebrantar el
toque de queda que se había promulgado en la ciudad. Ya sabía lo que era pasar una
noche en el calabozo, pues, en otra ocasión, cuando a altas horas de la
madrugada, Miss Zakara me obligó a traerle una botella de vino de una bodega, fui
detenida por los serenos que me llevaron a la prisión donde me encerraron acusada
por vagancia, sin embargo, creo que lo peor no fue la noche en aquel lugar
húmedo y oscuro, sino la reprimenda que me propinó mi ama y que de no haber sido por Rorró, que se interpuso entre ella y yo enseñándole
los colmillos y sus afiladas garras, Domina me hubiese matado de una paliza.
-Eras una miedica. –Se burló de mí. –Si
tanto pánico te da salir a la calle llévate a Rorró que te
defenderá.
El felino abrió su boca y le enseñó sus
colmillos a aquella malvada mujer. A pesar de todo tuve
que cumplir su mandato. Me vestí con mi único vestido y salí a la calle donde
ya se escuchaban voces de gente que gritaba desorientada y preocupada.
-Y no te pierdas por ahí como la otra vez.
No le presté más atención, pero tampoco me llevé a Rorró porque en la ciudad estaba tan indefenso o más que yo. La oscura escalera de la pensión de la calle
Linterna donde nos alojábamos me semejó más tenebrosa que nunca. Las sombras cubrían cada escalón aumentando mi
miedo a cada paso que daba. Escuché voces en el local del sindicato de los albañiles y me preocupó pues ellos sólo se reunían por la mañana y a la
hora del reparto de la comida. Proseguí en el descenso de los opacos escalones con
el corazón encogido, pero, a pesar de mi terror, debía cumplir el mandato de mi ama.
La puerta de la entrada estaba abierta de
par en par. En la calle reinaba el caos. La explosión más cercana se había
producido en los almacenes de una sedería que se encontraba entre la calle San
Vicente y la calle Cotanda. La detonación había abierto un boquete en el suelo
de grandes dimensiones y, a consecuencia de ello, se habían levantado las
persianas de las puertas metálicas hasta arrancar, de cuajo, las puertas de
madera de la entrada principal del establecimiento. Una densa humareda salía
del interior, gran parte de las balas de telas se habían prendido
con el fuego de la bomba y amenazaba con extenderse por todo el
establecimiento. Los cristales de los edificios colindantes estaban hechos añicos por la onda expansiva. La metralla de la bomba se había incrustado en
las fachadas de los edificios que rodeaban a la tienda y los gritos de espanto se entremezclaban con las voces de auxilio. Otro de los negocios muy
afectados por la explosión era la camisería del Sr. Oltra. La onda expansiva había destrozado el escaparate y los rótulos, los daños eran tales que a lo
largo de toda la fachada se había abierto una grieta como si fuese a desmoronarse en cualquier instante. Todos los que podían ayudar corrían con
cubos de agua para apagar el fuego. Los bomberos se encontraban sofocando el incendio producido en la primera explosión cerca del Mercado de las Flores en el subterráneo del
Palacio del Cristal.
Los heridos, la mayoría por las rupturas de los cristales estaban siendo atendidos por los propios vecinos, aunque el que presentaba las heridas más graves era un joven empleado de la sedería que aquella noche fatídica se encontraba en el almacén cuando ocurrió el atentado. Salvador Masobrer le había practicado un improvisado torniquete e intentaba contener la sangre que brotaba de una de sus piernas a borbotones.
Los heridos, la mayoría por las rupturas de los cristales estaban siendo atendidos por los propios vecinos, aunque el que presentaba las heridas más graves era un joven empleado de la sedería que aquella noche fatídica se encontraba en el almacén cuando ocurrió el atentado. Salvador Masobrer le había practicado un improvisado torniquete e intentaba contener la sangre que brotaba de una de sus piernas a borbotones.
Salvador era el líder de la Federación de Sindicatos Únicos de Valencia y que después pasó a
llamarse Confederación Nacional del Trabajo. Lo conocía bastante bien porque vivía cerca de la pensión donde vivíamos. Él se encargaba de organizar las
reuniones y, en definitiva, del buen funcionamiento del local sindical de los peones
albañiles. En más de una ocasión se
había apiadado de mí y me había dado un plato de sopa y un trozo de pan del reparto de los obreros. La policía solía perseguirle, pero siempre
conseguía librarse de las acusaciones. Era respetado por sus compañeros y odiado por otros, en
especial los reaccionarios que siempre que podían vertían sobre él falsas denuncias.
Bajo su coordinación se consiguió estabilizar el incendio de la tienda, pero el herido que había atendido se agravaba por momentos así que lo subieron sobre un carrito de transporte de cajas y se dispuso su traslado a la Casa de Socorro de la calle Colón.
Bajo su coordinación se consiguió estabilizar el incendio de la tienda, pero el herido que había atendido se agravaba por momentos así que lo subieron sobre un carrito de transporte de cajas y se dispuso su traslado a la Casa de Socorro de la calle Colón.
-Llevadlo con sumo cuidado porque podría
desangrase por el camino. –Recomendó.
Salvador organizó grupos para que inspeccionasen los edificios dañados y que retirasen todos los objetos
cortantes que pudiesen causar más heridos. En ese instante, lo único que les preocupaba era salvar la situación, quizá más tarde buscarían a los culpables de las explosiones.
-Esta bomba la han colocado los
huelguistas de la Hidroeléctrica. Nos quieren matar los mismos que dicen ser
nuestros hermanos. –Gritó un obrero que solía estar en contra de todo lo que
Salvador organizaba.
-No digas eso, Tomás. Sin pruebas no se
puede acusar a nadie. –Le replicó Salvador.
-Sí, tú y tus promesas. Mira las
consecuencias por vuestra postura de apoyo a la huelga, sólo tenemos hambre y
miseria para compartir y ahora fuego y muerte.
-Te equivocas. No puedes asegurar que sean los mismos que sufren la necesidad
los que han provocado esta violencia y si lo han hecho no son de nuestro
sindicato, te lo puedo asegurar.
-¿Insinúas que es el propio gobierno el
que lo ordena?
-No me atrevería a afirmar tal cosa, Tomás.
Salvador aún no había terminado de pronunciar estas
palabras cuando se escuchó una nueva explosión, algo más
alejada.
- Han dinamitado los postes de luz de los
tranvías en la avenida de Ramón y Cajal. –Gritó una mujer.
El desánimo creció entre todos. Pensé
que era el momento de regresar al hostal cuando vi a Andreu y a Batiste acercarse hacia
Salvador. Dudé si debía gritar de alegría por volver a verles o salir corriendo
para alejarme de ellos y de las falsas esperanzas que con
sólo verles, pero fue Batiste el que se adelantó a mi reacción y gritó mi
nombre con gran alborozo.
-¡Librada! ¡Librada! ¡Cómo te he echado de
menos!
Se lanzó sobre mí apretándome con sus
pequeñitos bracitos mientras entre lágrimas no cesaba de repetir mi nombre.
Andreu que era menos expresivo se acercó a mí e incapaz de decir nada tomó mi
mano entre las suyas. En silencio nos mirábamos abrumados. No
sabíamos muy bien qué hacer o qué decirnos. Fue Salvador el que rompió aquella
barrera invisible que nos separaba.
-¿Conoces a mi hermano, Librada?
A partir de ese instante la situación tomó
otro cariz. En ese preciso momento habíamos dejado de ser unos niños huérfanos sin parentela conocida. Salvador
Masobrer, el joven líder obrero, era nuestro nexo en aquella ciudad en la que todos
y todo parecía haberse olvidado de nosotros los niños huérfanos.
Las explosiones continuaron y esta vez
se escucharon entre las calles Borrull y Quart donde también volaron los postes
del tranvía y más tarde hubo otra de menor carga en la calle Sagunto. Los fuegos y
los estruendos parecían moverse alrededor de un círculo invisible.
El cansancio comenzó a adueñarse de
nuestra voluntad. Les dije que debía volver a la pensión porque mi ama me
echaría en falta y cuál fue mi sorpresa cuando fue el mismo Andreu el que, sin
soltarme de la mano, me suplicó que no volviese que fuese con ellos con su
hermano pues él también cuidaría de mí. Salvador me miró y, a continuación,
miró a su hermano y al pequeño Batiste y con determinación afirmó:
-Cuidaré de ti.
El mundo de los afectos y de los sentimientos, nos inunda... Enhorabuena, Francisca Ferrer Gimeno.
ResponderEliminarCelebro que te haya gustado el relato José Luis. Muchas gracias por tu comentario.
ResponderEliminarhola! hermoso relato, pese a la tristeza que lo llena y el desasosiego, gracias por poner tu alma bella en sus letras, saludosbuhos.
ResponderEliminarBuenas tardes amigas:
Eliminarno siempre se puede escribir alegrías, pero me gusta terminar con un matiz de optimismo para el futuro. Gracias por vuestra lectura y comentario. Un abrazo.
¡Hola! ¡Nuevas seguidoras! ¡Un relato muy bien escrito! Felicidades, nos quedamos por aquí. Un saludo.
ResponderEliminarMarta y Laura.
Hola amigas:
EliminarMuchas gracias por seguir mis relatos. Como podréis imaginar forma parte de una saga de relatos (los números que preceden a los títulos así lo indica) Espero que os gusten y me animéis con vuestras opiniones. Muchas gracias por vuestro comentario.
Historias muy cercanas...me encanta el personaje Rorró
ResponderEliminarBesos.
Hola Suni:
EliminarPersonajes tan cercanos que dicen tantas cosas de nosotros a pesar del paso del tiempo. Me alegra que te guste. Rorró es un guepardo domesticado y así fue ¡pobrecito! Muchas gracias por tu comentario amiga.