-Estoy preparada. Cuando usted me diga
empiezo a hablar.
-No hay prisa, doña Amparo, tómese el
tiempo que necesite ¿Se encuentra cómoda en esa silla?
-Sí, sí, estoy muy cómoda, por eso no
se preocupe. A mi edad todo son dolores, pero los llevo bastante bien.
-Pues entonces, si no tiene
inconveniente, comenzaremos con la grabación. El mecanismo es sencillo, le hago
unas preguntas y usted va narrando los hechos o si quiere…
-No hace falta que me pregunte nada. Lo
recuerdo como si estuviese viviéndolo ahora mismo. Todavía puedo escuchar los
tiros, no han dejado de resonar, en mi cabeza, desde aquella noche.
-Si es tan amable de contarnos todos
los detalles, su testimonio, nos facilitará la labor para encontrar los restos.
-Sí, por supuesto que lo intentaré,
pero ya sabe que la memoria, a la gente mayor, nos juega malas pasadas.
El odio, entre los de un bando y los de
otro, llevaba mucho tiempo arraigado en el ambiente cotidiano, mucho antes de
las elecciones de febrero de 1936. No había momento del día que no estuviese
influido por la política. Ese año cumplí los dieciocho años. Sabía lo que
significaba ser pobre y pasar hambre, por eso, cuando Vicente me dijo que
quería casarse conmigo no dudé en decirle que sí. No me importó que fuese mayor
y viudo, tenía un carro y un asno vivía bastante bien. Las cosechas que
plantaba las vendía en el mercado de los pueblos y eso le permitía llevar
dinero en el bolsillo, pero vuelvo al tema.
Nos casamos a finales de 1935 así que
cuando lo llamaron a filas pensé que pronto me quedaría viuda. Vicente nunca
decía nada. Ni protestó porque le obligaron a vestir de uniforme o porque tenía
que llevar un fusil para defender el puerto de Valencia, al contrario, siempre
me dijo que le gustaba estar allí y no tener que salir de la terreta.
Pasó toda la guerra defendiendo el puerto y la ciudad. Cuando venía de permiso
siempre me decía lo mismo:
“Si me matan que me entierren a los
pies de mis campos.”
Mateu, mi vecino, sí que estuvo en
Teruel, pero él era un chaval de quince años, aunque esa es otra historia
¿verdad?
-Sí, sí, doña Amparo, ese relato él
mismo nos lo contó, pero nos gustaría que usted nos hablase de los muertos de
su familia.
-Ahora voy, no te preocupes que no me
olvido de lo que quiero contar.
A finales de marzo de 1939, a mi
marido, cuando entraron los fascistas en Valencia, lo detuvieron
inmediatamente. El monasterio de San Miguel de los Reyes se habilitó como
cárcel de los perdedores y con él también se encontraba mi sobrino Salvador,
aunque, a Vicente, en seguida, los trasladaron al Puerto de Sagunto. Creo que
pretendían separarlos de los familiares que acudíamos, todos los días, a
verles. Recuerdo que teníamos que salir de casa, a las dos de la mañana y
andar, por campos solitarios, para poder llegar a la hora de la visita. En la
cárcel, a las mujeres de los presos, nos dieron un cubo de lata con el número de
cada preso. Allí les poníamos lo poco que teníamos para que no pasasen tanta
hambre. A Vicente pude verle y llevarle algo de comida siempre que quise. Mi
sobrino no tenía padre, su madre, mi hermana, también venía conmigo por esos
caminos en medio de la noche.
-Pero usted, según me ha contado otras veces,
más de una vez, sí que fue sola a Sagunto ¿no tenía miedo?
-¡Nunca! Siempre me encontraba con
otras mujeres que se dirigían hacia el mismo sitio y todas nos hacíamos
compañía. Pero si le parece, prefiero no hablar de la cárcel que eso me trae
muy malos recuerdos. Vicente, cuando fue detenido, se hirió en una mano. Se le
infectó la herida y estuvo a punto de morirse por las fiebres que le provocó. A
pesar de todo, lo superó y tuvo un juicio, como todos, es decir, sin defensa.
Lo condenaron a siete años de cárcel. Tuvo suerte. Creo que sirvió de atenuante
el que no hubiese participado en el asesinato del cura del pueblo porque,
cuando ocurrió, estaba militarizado en el puerto.
-Pero doña Amparo queremos que…
-No me llames “doña” que no tengo
estudios de bachiller para que me lo digas.
-Bueno, como quiera Amparo, me gustaría
que se centrase en lo que pasó en 1942, en concreto, durante el mes de
noviembre.
-Aún recuerdo los tiros. Me han
perseguido toda mi vida. Vicente cumplió toda la condena. Pronto lo trasladaron
a la cárcel Modelo de Valencia, sin embargo, a Salvador, mi sobrino, lo
trasladaron a los calabozos del Gobierno civil de Valencia. Allí se suponía que
estaban los más peligrosos, los que tenían delitos de sangre. Como había tantos
presos lo enviaron, otra vez, a la Modelo y allí estuvo hasta 1942 cuando tuvo
lugar el Consejo de Guerra que le condenó a ser fusilado.
Un día le llegó una carta a mi hermana.
Ella no sabía leer y yo muy poco ninguna de las dos comprendíamos qué era lo
que quería decir, así que fuimos al ayuntamiento para que Rodríguez, el
escribiente, nos la leyese y explicase. Era un buen hombre. Nos ayudaba a todos
sin pedir nada a cambio. La leyó en voz alta, se trataba de un aviso para los
familiares más próximos de los condenados. Serían fusilados el día 20 de
noviembre. A partir de ese instante todo pasó lento y rápido a la vez. Mi
hermana se reunió con otras madres y esposas para ir a ver a sus hijos y
maridos antes del día fijado. Una semana antes nos dejaron visitarlos. Les
llevamos ropa de abrigo y algo de comida. En menos de una semana, a mi sobrino,
se le había vuelto el pelo blanco. Había envejecido como si cada día que pasaba
fuese un año.
Salimos de madrugada hacia Paterna.
Recuerdo que, aquella noche, hizo mucho frío, tanto que, a pesar de la cantidad
de ropa que llevábamos puesta, no había forma de dejar de tiritar. Por el
camino nos fuimos uniendo a más mujeres. El paso de la marcha era rápido.
Ninguna protestó. Todas queríamos llegar, lo antes posible, para poder verles.
A lo largo de todo el camino, ninguna dijo nada. Cada una acarreaba la ropa de
su marido o de su hijo, la mejor que había podido encontrar. Nos habían prometido
que podríamos amortajarlos después de la ejecución.
En la puerta del cementerio de Paterna
nos esperaba un oficial con la carabina en la mano. Nos hizo el alto y nos
advirtió que si queríamos ver la ejecución debíamos permanecer a una cierta
distancia y sin decir nada. Ese era el trato. Los minutos se me hicieron
eternos tanto que creo que todavía no ha pasado ese momento. Se abrió aquella
puerta. Una hilera de hombres atados por las manos desfiló ante la tapia del
cementerio de Paterna. El destacamento se colocó enfrente. El oficial, el mismo
que nos había dado las instrucciones de guardar silencio, fue el encargado de
dar la orden. Estábamos lejos, aunque adiviné a mi sobrino, el que se le había
vuelto el pelo blanco de la noche a la mañana, en uno de los laterales. La
descarga fue seca y rápida. El tiro de gracia, a cada uno de los reos, también.
Toda mi vida, me han perseguido esos tiros. A continuación, el oficial nos hizo
una seña y nos dejó avanzar hacia los cadáveres. Cada una se fue directa al
suyo. En un susurro se oía a cada una decir: “Este es el mío”. La sangre aún
manaba de las heridas de los muertos. Como pudimos les lavamos la cara y las
manos. Cambiarles la ropa no fue sencillo, pero tuvimos que hacerlo con
rapidez, el oficial, nos apremiaba. Cuando los enterraron sí sabíamos dónde
estaban y cuál era la ropa llevaban, además, los pusieron en cajas.
-¿Está segura Amparo? ¿No los echaron
en una fosa todos juntos?
-No, no, eso es lo que nos dijo el
oficial, que los pondrían en cajas, aunque luego se ha sabido que también nos
mintieron en eso.
***
Amparo G.S. fue testigo de los
fusilamientos que se efectuaron en la tapia del cementerio de Paterna. Asegura
que pudo amortajar a su familiar, en este caso, su sobrino. Con el número 1321
queda su testimonio registrado en el archivo de las grabaciones de historia
oral que se está efectuando en este departamento de recuperación de la memoria
del pasado siglo XX.
Comentario de Juan López Gandía Excdelente relato para conservar o recuperar la memoria histórica.Me ha impactado, especialmente el final.La protagonista lo narra muy bien, con muy buenos diálogos, con fuerza y emoción, como si estuviera ocurriendo en el presente. No tiene nada que envidiar a los de Chaves Nogales.
ResponderEliminarGracias Juan, casi te he obligado a leerlo, pero quería saber tu opinión. Amparo me contó muchas veces aquella experiencia y, como ella, muchas mujeres de mi pueblo, tanto de un bando como del otro. Son voces anónimas que creo deben ser recuperadas y honradas. Espero, algún día, poder darles más difusión que mi blog. Lo deseo. Gracias por tu lectura y comentario.
EliminarDe Maria Dolores Lujan Albiach Francisca realmente impresionante! Un testimonio estremecedor. Me imagino que Amparo, que no Doña Amparo, será ya muy mayor. Que claridad de mente. Totalmente impactada.
ResponderEliminarAmparo hace años que murió, pero siempre que tenía oportunidad me lo contaba. Las mujeres que han pasado la guerra y han vivido, en silencio, durante la posguerra, no querían que se olvidasen sus experiencias. Creo que ahora debo contarlo. Sé más historias. Muchas gracias por leer y comentar mi relato.
EliminarComentari de Fàtima Agut:
ResponderEliminarMolt bé! Li has donat un to molt realista, sembla que estiguem sentint a Amparo i em recorda les entrevistes que hem fet amb el grup de la memòria històrica de Castelló.
Segueix endavant, eixes dones necessiten que tothom sàpia pel que van passar perquè no tornen a ocórrer barbaritats així.
Moltes gràcies per la teu comentari.
Eliminargracias por hacercarnos estos relatos que fuertes y duros, narrados por tu persona los hace muy llevaderos. que impactante conocer a la misma señora. te comparto!!!!
ResponderEliminarHola buhitas, muchas gracias por leer mis relatos y compartirlos. Hay cosas que deben contarse para que nunca se repitan. Un abrazo amigas.
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