Dedicado
a Carmen que siempre fue una niña con rasgo.
1926,
desde un pueblo interior valenciano, cercano al mar.
«-Mercedes, Mercedes
¿me escuchas?
-Claro que te
escucho, Carmen, no seas pesada.
-Mercedes… ¿tú crees
que el mar es más grande que la masía?
-¡Pero qué tonterías
dices, Carmen! Claro que es más grande.
Carmen dudó un poco
antes de continuar preguntándole a su amiga del alma.
-Entonces… si es tan
grande y está hecho de agua, ¿por qué no viene hacia aquí, hacia nuestro
pueblo? ¿Por qué hay que ir a buscarlo?»
Ni
Mercedes ni Carmen, conocían el mar y eso que estaba a unos escasos tres
kilómetros de su pueblo. Les habían dicho que era una gran extensión de agua y
que el sonido de las olas, cuando restallaban en la arena, era tan ensordecedor
que, después de muchas horas, se seguía escuchando en la cabeza. Las dos niñas
deseaban verlo. Ambas se lo habían pedido infinidad de veces a sus padres
respectivos, pero no habían logrado convencerles de que las llevasen hasta allí.
El padre de Mercedes era un acaudalado agricultor y tenía un carro tirado por
las dos jacas bretonas, sin embargo, nunca estuvo predispuesto a cumplir el
deseo de su hija. En cuanto al padre de Carmen éste si lo habría hecho, pero
como sólo era un jornalero no tenía ni carro ni animales de tiro.
Aquella
tarde el calor de agosto era sofocante; parecía que todos los que tenían un
vehículo tirado, aunque fuese por un pobre rucio, se desplazaban hacia la
playa. Mercedes y Carmen los miraban con angustia, con deseo. ¡Qué rabia!
Tener el mar tan cerca y no poder verlo.
-Niñas
¿qué hacéis ahí paradas? –Les preguntó uno de los carreteros mientras pasaban
junto a ellas- ¡Venga, subid!
Carmen
miró a Mercedes y adivinó sus intenciones.
-¡Vamos
a conocer el mar!
-Si
nos vamos, sin decírselo a nuestros padres, seguro que nos reñirán.
Carmen,
entusiasmada por la invitación y el sonido del traqueteo de los carros,
persuadió a su amiga para aprovechar aquella oportunidad.
-¡Subamos
ahora! Seguro que volvemos antes de que nuestros padres regresen del campo.
No
lo pensaron más. En el interior iba más de una familia. Reían todo el
rato. Era una fiesta continua que encandiló a las dos niñas. El viaje
transcurrió como un soplo en el tiempo. Aquel jaco volaba más que trotaba.
Pronto llegaron a un arenal donde, colocados en fila, estaban todos los carros
y a su lado los animales de tiro atados.
Mercedes
y Carmen lo miraban todo con asombro. Cada cara, cada grito de saludo, cada
relinchar de los animales que también participaban de la excursión de sus amos se
convertía en una grata sorpresa. Cuántas emociones acumuladas en pocos
instantes para su corta edad.
De
pronto, sin darse cuenta, sus alpargatas se llenaron de arena. Se les hacía
imposible andar. Carmen se las quitó para sacarla, pero cuando ya lo había
conseguido e intentaba otra vez calzárselas le resultó imposible. Las dos se
las quitaron y recorrieron unos pocos metros hacia donde la arena estaba
húmeda. Parecía mojada por la lluvia, como si estuviese impregnada por mucha
agua. Y fue, en ese instante, cuando se dieron cuenta de que no era la lluvia
la que había mojado la arena, ni tampoco el agua de riego, tal como habían
visto en los campos de la Masía cuando eran regados, sino que había una gran
extensión de agua, un agua azulada que rugía y que se amansaba, haciendo espuma
cuando se detenía. En ese instante, sólo entonces, comprendieron que aquello
era el mar. Las dos estaban como hipnotizadas por el sonido violento de las
olas. Se acercaron al borde que se formaba entre el agua y la arena y notaron
el frescor en la planta de sus pies.
-¡Eh,
tontuelas! -les gritó una mujer- No os metáis vestidas dentro.
Cuando
escucharon esa voz que les advertía las dos saltaron como si algo les hubiese
picado. Miraron a su alrededor. Quien se arriesgaba a meterse dentro del mar lo
hacía con muy poca ropa. Los hombres se remangaban el pantalón, las mujeres las
enaguas y los niños y las niñas iban en camisa. Rápidamente, Mercedes y Carmen,
se quitaron los vestidos y los dejaron, junto con sus alpargatas, en uno de los
carros que estaban en el arenal. Corrieron, saltaron, se rieron una de la otra
al verse mojadas y arropadas por el agua que, en un principio, era fría y
salada, aunque les arrullaba con el balanceo de sus olas.
Los
días de agosto son más cortos que los de julio y el sol se pone con más rapidez
de la que, a veces, se desea. La gente comenzó a salir del agua del mar y a
regresar hacia sus carros. Algunas familias sacaban sus viandas y las comían
sentados, junto a sus animales, otros, iniciaban ya el regreso a sus casas.
Mercedes
y Carmen comenzaron a sentir algo de frío y bastante hambre. Salieron del agua
y buscaron sus ropas, pero ¿dónde estaban? En sus juegos y saltos se habían
alejado del carro que les había llevado. Miraron, buscaron, corrieron y no
hallaron sus pertenencias. ¡No podía ser! Tenían que encontrarlas porque, casi
desnudas y descalzas, no podían regresar a su casa. Sus padres las matarían por
desobedecer y por perder la ropa. El sol, traicionero, se escondía rápidamente
y lo hacía sin contemplaciones. La ropa y las alpargatas huyeron junto con los
últimos rayos. Comenzaron a ser conscientes de haber cometido su delito de
desobediencia.
«-¿Qué
hacemos Mercedes? No podemos quedarnos más tiempo.»
La
angustia de una mala conciencia comenzaba a corroerles la alegría de haber conocido
el mar. Descalzas y en saya no tenían otro remedio que volver a casa, pero...
¿Cómo? El carro que les había llevado ya no estaba en la playa y no conocían a
nadie. Oscurecía cuando decidieron que la única forma de regresar era andando
por en medio de los marjales, entre las cañas y los árboles ribereños que
escondían las sendas hacia su pueblo.
«-¿Tú
estás segura de que éste es el camino correcto?
-Claro
que sí, fíjate que hay marcas de carros cerca.»
En
ese instante, mientras las niñas dudaban del camino a seguir escucharon el resoplido
de un rucio que tiraba de un pequeño carro con vela. Sintieron miedo. Se
escondieron y prestaron atención. Oyeron una conversación. Al menos debían de
ir hablando dos personas. Carmen, siempre más decidida, pensó que quizá, sus
ocupantes, se apiadarían de ellas y las llevarían a su pueblo.
-Señor,
eh señor -Gritó sin preguntarle a su amiga Mercedes.
-Sooo,
Romera- El carretero paró al animal- ¿Quién me llama?
Las
dos niñas salieron, avergonzadas y ateridas de entre las cañas se acercaron al
carro.
-Somos
nosotras- dijo Carmen como portavoz de las dos.
Por
uno de los lados de la vela del carro asomó un hombre. Tenía la cara quemada
por el sol. Les miró de hito en hito.
-¿De
dónde habéis salido vosotras? ¿Sois reales o unos fantasmas?
Carmen
se adelantó y le contestó, con rasgo:
-Tengo
acaso yo aspecto de muerta.
El
carretero le miró, aunque sus ojos parecían no verla, pues su mirada era muy
extraña. Con una media sonrisa le contestó:
-Yo
os conozco. Os he visto en el pueblo.
Miró
a Carmen y le dijo:
-Tú
eres la hija de Andreu y tú -mirando a Mercedes- Ah, tú eres la hija del amo.
¿Os habéis perdido?
Por
fin pareció prestarles atención.
Ellas
le explicaron, con frases entrecortadas por el temblor de frío que les recorría
todo el cuerpo, que habían perdido sus vestidos y que no sabían cómo volver al
pueblo.
-Llévenos
en su carro- se aventuró a pedir Mercedes al carretero- Somos pequeñas y
ocupamos poco espacio.
El
carretero, después de unos instantes, y con una media sonrisa burlona en
los labios, dijo:
-Tú
sí que subes, tu padre me puede pagar el viaje, pero tú -dirigiéndose a Carmen-
tú no porque tu padre es un pobretón que no tiene dinero ni para convidarme a
un vaso de vino.
El
camino de vuelta fue el doble o el triple de largo que el de ida. Los baches y
las piedras parecían multiplicarse, pero Carmen no protestó, ni derramó una
lágrima. Caminaba junto al carro y aceleraba el paso cuando éste podía avanzar
o lo ralentizaba cuando tenía problemas, pero nunca le suplicó, al carretero,
que le subiese al pescante para descansar sus pequeños pies. Durante todo el
camino, aquel hombre cruel, continuó su propia conversación particular, ese
monólogo en voz alta, que les había hecho pensar que en el carro viajaba más de
una persona.
Era
noche cerrada y a la entrada del pueblo, con candiles encendidos esperaban la
llegada de las niñas los padres de Mercedes y Carmen y otros familiares. Cuando
se asomó el carro, a la calle principal, todos se acercaron a él con premura.
Mercedes saltó del carro y lloró al ver a su padre, Carmen, con los pies llenos
de barro y a punto de sangrarle por la caminata, se acercó al suyo con la
cabeza baja, pero sin lágrimas.
Entre
padre e hija no hubo ni una palabra de reproche. Tampoco hubo ni una frase de
agradecimiento entre el carretero y el jornalero, sino una mirada de odio hacia
el ruin. Sobraban las palabras. En casa, entre padre e hija, esa ya fue otra la
historia. y de todo esto una lección quedó aprendida y es que conocer el mar
tuvo su precio. Carmen, según me contó, nunca más regresó ni llegó a bañarse en
sus aguas a pesar de lo cerca que se encontraba de él.
Una preciosa historia de dos niñas,deseosas de conocer el mar, con un final diferente y sorprendente. Como siempre me gusta y mucho
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. No ha salido tu nombre o seudónimo. Me gustaría saber quién eres ya que creo que lees mis relatos. Un saludo.
EliminarPobre chiquilla, no me extraña que quedase cansada del viaje.
ResponderEliminarComo siempre, me ha encantado Francisca.
¡Muchos besos! :D
Hola Margarita,
Eliminarcreo que cansada y traumatizada para siempre. Muchas gracias por leer mis relatos. Me hace mucha ilusión conocer tu opinión sobre ellos. Un abrazo
Me ha gustado la aventura de Carmen y Mercedes. Y me deja con ganas de saber más.
ResponderEliminarHola Eugenio,
EliminarSí escribí una segunda parte, pero como he comentado en el Fb estoy revisando los textos y a ese no he llegado todavía. Tanto Carmen como Mercedes vivieron vidas muy distintas y todo fue por su clase social. Muchas gracias por leer y comentar mi relato. Un saludo.
¡Que bonito relato! esa curiosidad de ver el mar de dos niñas traviesas que cumplieron su objetivo, Yo conocí el mar a los 8 añitos y me causó mucha impresión. hoy en día no podría vivir sin ver esa inmensidad. Un abrazo.
ResponderEliminarHola Maria del Carmen,
Eliminarme alegra saber que te ha gustado mi relato. Es muy bello al igual que triste, pues vivir tan cerca y no conocer el mar es doloroso. La niña llamada Carmen me lo contó y también me confesó que nunca más se bañó en sus aguas. Muchas gracias por leer y comentar mi relato. Un abrazo.
hola! pobrecitas, que caro pagaron la curiosidad y que mal hombre llevar a la niña caminando al lado del carro!!! no nos cansamos de conjeturar en que acaban tus relatos, Francisca y siempre nos sorprendes!!!! abrazosbuhos
ResponderEliminarHola amigas
EliminarCarmen sufrió por su curiosidad y aprendió que hay gente muy malvada y clasista.
Estoy escribiendo más historias, pero con más lentitud. Espero que les gusten también. Un abrazo