***
-Los primeros días en la Escuela Normal de Magisterio
fueron los más complicados y duros para mí porque me sentía abrumado. Tan sólo
tenía catorce años y había leído tan poco; mis lecturas se habían limitado a los
libros que el maestro nos traía a la escuela y poco más. En casa de mis tíos,
personas analfabetas, sólo había un libro al que no prestaban ninguna atención.
Se trataba de un viejo mamotreto al que le faltaban las primeras páginas y las
últimas. Un día, mientras buscaba unas viejas cajas que me tío me había pedido, por casualidad, lo encontré en un rincón de un cuarto junto a
unas tinajas que se usaban para guardar aceite y vino. A pesar de que
desconocía quien era el autor, me quedé prendado de él por cada una de sus
frases. Por las noches lo leía alumbrándome con un cabo de vela. No entendía
muy bien sus palabras, pero sabía que, algún día, cuando lo lograse comprenderlas, serían
decisivas para mi vida.
Lo miré interrogante y adiviné, a través de los
gruesos cristales de sus lentes, que se estaba riendo de mi demostrado interés.
-No te preocupes, no voy a dejarte con la duda. El
libro era: Las meditaciones de Marco Aurelio. En mi casa puedes encontrar
varias ediciones comentadas, subrayadas y analizadas por mí.
***
-Dime ¿cómo
lo consigues?
El muchacho
miró a José Company a la cara y con una sonrisa amplia le preguntó:
-¿A qué te
refieres, amigo?
-Siempre que
hablas tienes preparada la palabra adecuada en tu boca. Es como si estuvieses
esperando la pregunta para exponer tu respuesta ya dispuesta ante cualquier
suposición.
El muchacho
no pudo contener una risa espontánea ante las palabras de admiración de su
compañero.
-No lo sé.
Es algo que me brota del corazón sin pensarlo.
José Company
le miró y con humildad le dijo:
-Me gustaría
ser como tú. Yo también quiero que de la abundancia del corazón hable mi
lengua.
-Pues
entonces lee mucho y verás como así lo consigues.
Los dos
amigos se despidieron. No tuvieron oportunidad de volver a verse. El muchacho
orador murió en una trinchera.
***
Foto de Robert Doisneau |
Aquel hombre, pistola en mano, entró amenazante en el
aula de don José, nuestro maestro.
-¿No se ha enterado de lo que ocurre? –le dijo el
pistolero.
-Por supuesto que sí, caballero. –le contestó el
maestro con parsimonia. –Pero eso no quiere decir que debamos dejar de hacer
nuestro trabajo ¿no cree?
El pistolero nos miró como queriéndonos reconocer a
cada uno de los niños que estábamos en el aula.
-A estos no les hace falta aprender nada de lo que
usted les enseñe. Ya vendrá el nuevo orden para aleccionarlos. –Farfulló el
pistolero.
-Tienes razón, Triburcio –Le respondió don José. –Pero
pasa que para conservarse asnados como tú siempre tienen ocasión, sin embargo,
ellos están aquí porque aspiran a ser algo distinto de lo que ven en ti.
***
-¿Alguna vez me has querido, Amparo?
-¡Vaya pregunta que me haces, José!
-Esa pregunta se la formulaba más veces de las que te
puedes imaginar. En realidad, ella sabía que sólo me casé por el
agradecimiento. La persecución que ejerció Triburcio sobre mí, tras aquel
incidente en la escuela, me llevó a tener que huir de mi pueblo y esconderme en
Valencia.
-¿Esconderse? ¿Cómo? Si la ciudad era un baluarte
republicano.
Foto de Robert Doisneau |
-¡Claro que lo era! Y eso fue lo que me salvó. Al
pistolero, que había sido alumno mío en el pueblo y nunca había conseguido
desasnarlo, no me buscaría allí. En la capital tenía amigos que tenían mejor
concepto sobre mí, por eso salí de casa, casi con lo puesto, y me dirigí al
sindicato para pedir ayuda.
José Company detuvo su relato para escrutar mi cara,
pues debió de leer la duda en mis ojos. Durante unos segundos nos miramos sin
que ambos pronunciáramos ni una palabra hasta que el maestro prosiguió con su
relato.
-En la ciudad nos refugiamos los que fuimos perseguidos
en los pueblos. Resultaba más sencillo de lo que pudieses imaginar, pues, con
un buen contacto y algo de dinero, todo estaba solucionado, aunque, en mi caso,
un maestro de escuela rural joven y sin bienes, no era tan fácil. Tuve que
apelar a la vieja amistad de un compañero de estudios que presidía uno de los
comités de la FAI para que me socorriese en mi crítica situación. Él se encargó
de buscarme una casa segura donde refugiarme durante los tres años.
-¿Fue allí donde conoció a Amparo? –Le pregunté
tímidamente.
-Sí. –José Company sonrió como si lo que fuese a decir
le divirtiese. –Era la chica más guapa de todo el barrio. Tenía un pelo negro
que resaltaba con su cara blanca y, además, acentuaba sus bonitos ojos.
-¡Ah! Debió de ser un flechazo instantáneo. –Le
interrumpí con tono jocoso.
-Te equivocas, mi mujer sólo tenía belleza
física. Nunca conseguí mantener una verdadera conversación con ella, pero, tal
como te he dicho, estaba tan agradecido a la ayuda que me prestaron, su madre y
ella, que no dudé en casarme con ella para demostrárselo.
***
¿Qué te puedo contar sobre mi madre? Poca cosa porque
con ella viví muy poco tiempo.
En aquel momento no era consciente del gran sacrificio
que debió de hacer para pagarme los estudios. En el país hubo una epidemia de
gripe, que llamaron española. Mi padre murió en 1918. No puedo darte más
detalles sobre aquella tragedia familiar porque sólo tenía dos años cuando esto
ocurrió y no guardo ningún recuerdo. Desde ese instante fue mi madre la que se
hizo cargo de las tierras. Si tuvo penas y desesperación por encontrarse tan
sola, lo hizo en silencio. La educaron así, por eso nunca supo demostrar ningún
tipo de sentimiento hacia nadie, incluido yo, su único hijo.
Foto de Robert Doisneau |
De mi vida en el pueblo poco más te puedo contar. El
matrimonio de maestros, del que anteriormente te he hablado, recomendaron que
me enviasen a estudiar porque decían que yo valía. Debieron de ser muy
convincentes porque mi madre les hizo caso. A los doce años me mudé a Valencia,
a casa de unos parientes de mi padre. En su casa estuve en calidad de mozo de
los recados. Con mi trabajo me pagaba la comida y la matrícula del instituto
donde cursaba los estudios de bachiller elemental. Me trataron bien. No puedo
quejarme de mis familiares. No podían darme aquello que no tenían y era cariño.
A los catorce años entré en la Escuela de la Normal para cursar los estudios de
Magisterio.
***
"¡Qué
calor hace este verano!"
Esa fue la primera vez que recuerdo haber escuchado hablar en castellano.
Entré en casa y, a gritos, se lo repetí a mi madre que creo que no me entendió.
Quien dijo esta frase, que para mí supuso un antes y un después en mi vida, fue el matrimonio de maestros que, todos los días, pasaba por delante de mi casa. A partir de ese día los contemplaba con admiración desde mi rincón sombrío de la entrada. Entre ellos siempre hablaban en castellano y cuando se dirigían hacia la gente de mi pueblo cambiaban, rápidamente, al valenciano, por eso y desde ese día decidí que de mayor sería como ellos.
Me llamo José Company y os puedo asegurar que, con el tiempo, conseguí mi propósito, aunque, para poder llegar hasta ese punto, tuve que luchar mucho por ello.
Foto de Robert Doisneau |
Entré en casa y, a gritos, se lo repetí a mi madre que creo que no me entendió.
Quien dijo esta frase, que para mí supuso un antes y un después en mi vida, fue el matrimonio de maestros que, todos los días, pasaba por delante de mi casa. A partir de ese día los contemplaba con admiración desde mi rincón sombrío de la entrada. Entre ellos siempre hablaban en castellano y cuando se dirigían hacia la gente de mi pueblo cambiaban, rápidamente, al valenciano, por eso y desde ese día decidí que de mayor sería como ellos.
Me llamo José Company y os puedo asegurar que, con el tiempo, conseguí mi propósito, aunque, para poder llegar hasta ese punto, tuve que luchar mucho por ello.
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hola! entrada fantastica como siempre y estas buhas curiosas han buscado al fotografo de esas fotos y nos gusto conocerlo tambien,gracias por nombrarlo, casi imosible no hacerlo, no?? saludosbuhos
ResponderEliminarHola amigas
EliminarHe jugado con los fragmentos a desordenarlos. Disculpen el galimatías. Las fotografías de Doisneau son, para mí gusto fabulosas. Celebro les gusten.Un abrazo.