miércoles, 25 de julio de 2018

RETRATO DE UNA VIDA FRAGMENTADA (VI)

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-Los primeros días en la Escuela Normal de Magisterio fueron los más complicados y duros para mí porque me sentía abrumado. Tan sólo tenía catorce años y había leído tan poco; mis lecturas se habían limitado a los libros que el maestro nos traía a la escuela y poco más. En casa de mis tíos, personas analfabetas, sólo había un libro al que no prestaban ninguna atención. Se trataba de un viejo mamotreto al que le faltaban las primeras páginas y las últimas. Un día, mientras buscaba unas viejas cajas que me tío me había pedido, por casualidad, lo encontré en un rincón de un cuarto junto a unas tinajas que se usaban para guardar aceite y vino. A pesar de que desconocía quien era el autor, me quedé prendado de él por cada una de sus frases. Por las noches lo leía alumbrándome con un cabo de vela. No entendía muy bien sus palabras, pero sabía que, algún día, cuando lo lograse comprenderlas, serían decisivas para mi vida.
Lo miré interrogante y adiviné, a través de los gruesos cristales de sus lentes, que se estaba riendo de mi demostrado interés.
-No te preocupes, no voy a dejarte con la duda. El libro era: Las meditaciones de Marco Aurelio. En mi casa puedes encontrar varias ediciones comentadas, subrayadas y analizadas por mí.


***


-Dime ¿cómo lo consigues?
El muchacho miró a José Company a la cara y con una sonrisa amplia le preguntó:
-¿A qué te refieres, amigo?
-Siempre que hablas tienes preparada la palabra adecuada en tu boca. Es como si estuvieses esperando la pregunta para exponer tu respuesta ya dispuesta ante cualquier suposición.
El muchacho no pudo contener una risa espontánea ante las palabras de admiración de su compañero.
-No lo sé. Es algo que me brota del corazón sin pensarlo.
José Company le miró y con humildad le dijo:
-Me gustaría ser como tú. Yo también quiero que de la abundancia del corazón hable mi lengua.
-Pues entonces lee mucho y verás como así lo consigues.
Los dos amigos se despidieron. No tuvieron oportunidad de volver a verse. El muchacho orador murió en una trinchera.




***
Foto de Robert Doisneau
Aquel hombre, pistola en mano, entró amenazante en el aula de don José, nuestro maestro.
-¿No se ha enterado de lo que ocurre? –le dijo el pistolero.
-Por supuesto que sí, caballero. –le contestó el maestro con parsimonia. –Pero eso no quiere decir que debamos dejar de hacer nuestro trabajo ¿no cree?
El pistolero nos miró como queriéndonos reconocer a cada uno de los niños que estábamos en el aula.
-A estos no les hace falta aprender nada de lo que usted les enseñe. Ya vendrá el nuevo orden para aleccionarlos. –Farfulló el pistolero.
-Tienes razón, Triburcio –Le respondió don José. –Pero pasa que para conservarse asnados como tú siempre tienen ocasión, sin embargo, ellos están aquí porque aspiran a ser algo distinto de lo que ven en ti.


***
-¿Alguna vez me has querido, Amparo?
-¡Vaya pregunta que me haces, José!
-Esa pregunta se la formulaba más veces de las que te puedes imaginar. En realidad, ella sabía que sólo me casé por el agradecimiento. La persecución que ejerció Triburcio sobre mí, tras aquel incidente en la escuela, me llevó a tener que huir de mi pueblo y esconderme en Valencia.
-¿Esconderse? ¿Cómo? Si la ciudad era un baluarte republicano.
Foto de Robert Doisneau
-¡Claro que lo era! Y eso fue lo que me salvó. Al pistolero, que había sido alumno mío en el pueblo y nunca había conseguido desasnarlo, no me buscaría allí. En la capital tenía amigos que tenían mejor concepto sobre mí, por eso salí de casa, casi con lo puesto, y me dirigí al sindicato para pedir ayuda.
José Company detuvo su relato para escrutar mi cara, pues debió de leer la duda en mis ojos. Durante unos segundos nos miramos sin que ambos pronunciáramos ni una palabra hasta que el maestro prosiguió con su relato.
-En la ciudad nos refugiamos los que fuimos perseguidos en los pueblos. Resultaba más sencillo de lo que pudieses imaginar, pues, con un buen contacto y algo de dinero, todo estaba solucionado, aunque, en mi caso, un maestro de escuela rural joven y sin bienes, no era tan fácil. Tuve que apelar a la vieja amistad de un compañero de estudios que presidía uno de los comités de la FAI para que me socorriese en mi crítica situación. Él se encargó de buscarme una casa segura donde refugiarme durante los tres años.
-¿Fue allí donde conoció a Amparo? –Le pregunté tímidamente.
-Sí. –José Company sonrió como si lo que fuese a decir le divirtiese. –Era la chica más guapa de todo el barrio. Tenía un pelo negro que resaltaba con su cara blanca y, además, acentuaba sus bonitos ojos.
-¡Ah! Debió de ser un flechazo instantáneo. –Le interrumpí con tono jocoso.
 -Te equivocas, mi mujer sólo tenía belleza física. Nunca conseguí mantener una verdadera conversación con ella, pero, tal como te he dicho, estaba tan agradecido a la ayuda que me prestaron, su madre y ella, que no dudé en casarme con ella para demostrárselo.


***



¿Qué te puedo contar sobre mi madre? Poca cosa porque con ella viví muy poco tiempo.

En aquel momento no era consciente del gran sacrificio que debió de hacer para pagarme los estudios. En el país hubo una epidemia de gripe, que llamaron española. Mi padre murió en 1918. No puedo darte más detalles sobre aquella tragedia familiar porque sólo tenía dos años cuando esto ocurrió y no guardo ningún recuerdo. Desde ese instante fue mi madre la que se hizo cargo de las tierras. Si tuvo penas y desesperación por encontrarse tan sola, lo hizo en silencio. La educaron así, por eso nunca supo demostrar ningún tipo de sentimiento hacia nadie, incluido yo, su único hijo.
Foto de Robert Doisneau
De mi vida en el pueblo poco más te puedo contar. El matrimonio de maestros, del que anteriormente te he hablado, recomendaron que me enviasen a estudiar porque decían que yo valía. Debieron de ser muy convincentes porque mi madre les hizo caso. A los doce años me mudé a Valencia, a casa de unos parientes de mi padre. En su casa estuve en calidad de mozo de los recados. Con mi trabajo me pagaba la comida y la matrícula del instituto donde cursaba los estudios de bachiller elemental. Me trataron bien. No puedo quejarme de mis familiares. No podían darme aquello que no tenían y era cariño. A los catorce años entré en la Escuela de la Normal para cursar los estudios de Magisterio. 
 

***

"¡Qué calor hace este verano!"

Foto de Robert Doisneau
Esa fue la primera vez que recuerdo haber escuchado hablar en castellano.
Entré en casa y, a gritos, se lo repetí a mi madre que creo que no me entendió.
Quien dijo esta frase, que para mí supuso un antes y un después en mi vida, fue el matrimonio de maestros que, todos los días, pasaba por delante de mi casa. A partir de ese día los contemplaba con admiración desde mi rincón sombrío de la entrada. Entre ellos siempre hablaban en castellano y cuando se dirigían hacia la gente de mi pueblo cambiaban, rápidamente, al valenciano, por eso y desde ese día decidí que de mayor sería como ellos.
Me llamo José Company y os puedo asegurar que, con el tiempo, conseguí mi propósito, aunque, para poder llegar hasta ese punto, tuve que luchar mucho por ello.

***



2 comentarios:

  1. hola! entrada fantastica como siempre y estas buhas curiosas han buscado al fotografo de esas fotos y nos gusto conocerlo tambien,gracias por nombrarlo, casi imosible no hacerlo, no?? saludosbuhos

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    1. Hola amigas
      He jugado con los fragmentos a desordenarlos. Disculpen el galimatías. Las fotografías de Doisneau son, para mí gusto fabulosas. Celebro les gusten.Un abrazo.

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