Dicen los expertos que nuestra
personalidad se forja con las primeras experiencias infantiles; puede que sea
así o no, pues son tantos los factores que nos marcan el carácter que no creo
que el ser humano sea tan sencillo como para reducirlo a sólo un periodo
concreto de su vida. Escruto en mi memoria y encuentro que ésta lleva tiempo
convertida en un cajón de sastre donde se entremezclan los buenos recuerdos con
algunos olvidos voluntarios, pero, no entraré en detalles. Voy a narrar alguna
de mis experiencias de la infancia, es decir, los primeros años escolares
cuando aprendí a leer y escribir en la escuela pública de mi pueblo.
El régimen tardo-franquista daba
sus últimos coletazos cuando entré en primaria. Tal vez fuese el azar o la suerte
lo que impidió que no cayese en las manos de una malvada maestra de la que
omitiré su nombre. Al parecer, aquella mujer ejercía el magisterio bajo la
premisa de que «la letra con sangre entra» pues todos los que
aprendieron sus primeras letras con ella sólo destacan su estricta disciplina
de imbuir la educación a través de los castigos corporales y psicológicos.
Quiero pensar que una de mis primeras fortunas fue que el número de niños y
niñas aumentase y con ello se tuviese que formar un nuevo grupo escolar donde me
integraron. Uno de los pocos recuerdos que conservo de aquella vieja aula es la
luz que se filtraba a través del ventanal detrás la mesa de la maestra y cuya
figura agrandaba ante mis ojos de niña de cinco años. Junto a este retazo de la
memoria de ese año se une el día en el que un fotógrafo vino a la escuela y nos
colocó a todos los niños y las niñas en fila para fotografiarnos. El sencillo
atrezzo consistía en un pupitre de madera con un mapamundi colgado de la pared.
En fila fuimos sentándonos en aquel improvisado escenario rodeados de libros y
empuñando un bolígrafo como si fuésemos a escribir. No recuerdo la cara de
aquel hombre, aunque sí su reiterada orden de sonreír ante la cámara, sin
embargo, en esa foto, en mi cara, sólo destacaba la expresión de interrogante
junto a mis trenzas deshiladas.
Ni el esfuerzo de aprender a
reconocer las letras, ni el de empuñar el lápiz para plasmarlas en un trozo de
papel se mantiene en mi memoria por lo que creo que fue placentero, sin embargo,
sí que conservo la imagen de la cartera donde guardaba mis libretas y los
lápices de colores. Los días se sucedían como calcos del siguiente y sólo
destaca el hecho de que, durante ese curso, en plena clase, uno de mis dientes
de leche se desprendió de la encía. Recuerdo que la maestra me felicitó y me
explicó que aquello era signo de que comenzaba a hacerme mayor.
En mi memoria se enmarañan los
largos veranos con el regreso a la escuela que ya no sería a las Escuelas
Viejas, esas que, según me contaron, fueron inauguradas en 1917 al son de los
tambores y las cornetas de la Banda Otumba. Ese curso entré en las Escuelas
Nuevas donde ya no sólo aprendería lengua castellana y matemáticas, sino lo que
significaba convivir entre otros niños y niñas que, emigrados con sus familias,
desde Extremadura y Andalucía, se habían mudado a mi pueblo en busca de
trabajo. En suerte me tocó un maestro que era de carácter afable y quien nos
enseñó a ser responsables, pero ni lo hizo con palabras gruesas ni con la
práctica del castigo impositivo, sino con una sonrisa sana y fresca. A pesar de
todo, aquel año la escuela se encontraba en un segundo plano pues, según mi
madre, era mucho más importante la Primera Comunión, que cualquier otro hecho. No
voy a hablaros de ella, pues ya os he narrado algunos episodios horripilantes tales
como la sesión de peluquería que acabó con mi apreciada melena.
En la escuela pública, entre
otras funciones educativas, también estaba la de mantener el espíritu del
régimen franquista y, aunque no recuerdo nunca haber cantado el himno
falangista, no he olvidado aquel acto en el que el director reunió a todas las
niñas de entre siete y nueve años con motivo de la visita de la presidenta de
la Sección Femenina local. Aquella mujer analfabeta, que sólo sabía gritar
vivas al dictador, pretendía que nos apuntásemos al voluntariado femenino. El
director, para animarnos a hacerlo, improvisó un discurso donde comparó el
baile de la sardana con la unidad de España. A pesar de la grandilocuencia de
las palabras de ambos estos no consiguieron convencerme. Nunca llegué a saber
si aquellas prometidas actividades femeninas se llevaron a cabo.
Del siguiente curso poco
destacaré salvo el curioso nombre de nuestra maestra, doña Primitiva, quien
informó a mi madre de mi extremada timidez y que, según ella, sería un gran
impedimento en mi vida.
Tras un verano sin sobresaltos
comenzó el curso. El número de niños había aumentado. En la clase había más
chicos que chicas, aunque ese hecho creo que tampoco importó demasiado. Mi
carácter reservado propició el que don Juan, que era así como se llamaba el
maestro, me usase como un elemento apaciguador para alguno de los revoltosos de
la clase, así, durante unas semanas, ocupé el pupitre de la primera fila junto
al más inquieto del aula, con quien, a pesar de mi carácter serio, logramos
congeniar y como prueba de su amistad, a la salida de la escuela, pasaba por mi
calle y gritaba ni nombre mientras realizaba alguna que otra pirueta.
El día a día del curso era
normal hasta que un día llegó un niño nuevo a la clase. Vino acompañado por su
madre y su abuela, dos mujeres de pelo ensortijado y las cuales me parecieron
las personas más morenas que había visto en mi vida. La más joven llevaba de la
mano a un corpulento niño y al maestro le advirtió que debía de cuidar de él
pues hacía poco que había perdido a su padre en un accidente de carro. Tras aquella
recomendación, quedó bajo la tutela y el beneplácito de don Juan. A partir de
ese momento, él ejerció su despótica voluntad contra todos nosotros. Influenció
sobre la voluntad del maestro lanzando alguna acusación falsa contra alguno de
nosotros y, a continuación, le lloriqueaba para que acarreásemos con algún
castigo o algún bofetón inmerecido. Mi compañero de pupitre recibió más de uno
y dudo que los mereciese. La despótica actitud del novato protegido provocó que
todos lo odiásemos, sin embargo, tuvimos que soportarlo ante la influencia que
ejercía sobre el maestro que era la máxima autoridad.
Por lo que respecta a mí, ese
curso, habría pasado desapercibida ante los ojos del maestro de no haber sido
por su costumbre de hacernos salir a la pizarra para dibujar a mano alzada con
las tizas de colores los grabados del libro de dictados. El día que me tocó
debí de mostrar buenos dotes de la proporción, pues, a partir de ese instante,
mi apellido resonaba a la hora de la reproducción de la imagen del texto.
El curso transcurría. En
matemáticas destacaba un niño que siempre iba por delante de todos nosotros. Se
trataba del rollizo hijo de un tendero que, debido a que pasaba muchas horas en
la tienda de su padre, sabía mejor que nadie multiplicar y dividir grandes
cifras. Aquel adelanto le creó graves complicaciones, puesto que al encontrarse
más avanzado que el resto, que todavía sufríamos los problemas del aprendizaje
y la falta de práctica, se aburría y lo suplía con juegos y distracciones que
el maestro amonestaba con castigos y reprimendas. Un día apareció su madre. El
maestro la recibió delante de todos nosotros; aquella mujer, bastante acalorada,
escuchó las quejas sobre su revoltoso hijo y se justificó diciendo que, debido
a su trabajo, no podía prestarle la debida atención. La nerviosa madre explicó
que, a su hijo, lo único que parecía hacerle efecto era algún que otro bofetón
y debió de pensar que era el momento oportuno de dar un ejemplo claro de cómo
debía infringírsele el castigo y, para la sorpresa de todos, le descargó un
sonoro bofetón que nos resonó los que estábamos presenciándolo. Nunca he
olvidado la cara del abochornado muchacho, avezado en las matemáticas, cuando
recibió el inesperado castigo.
El curso terminó y con él mi
estancia en la escuela del pueblo, pues, tanto mi padre como mi madre,
decidieron que debía ir a Valencia para continuar mis estudios, pero eso ya
sería materia de un nuevo relato.
hola! maravilloso relato, que nos lleva al pupitre y delantal, y enseñanzas y metodos semejantes, hoy en dia cuando cuento cosas similares a mis hijos todos adolescentes y con escuelas tan distintas me miran como si fuera de otro planeta y es que la epoca fue totalmente distinta, pero valio la pena, a veces se exageraba y el miedo imperaba, el ahora rige mucho el descontrol y la falta de estimulos, no hablemos ya del respeto.te comparto con el alma y el cursor, un beso, la Pitu. saludosbuhos.
ResponderEliminarHola Pitu:
ResponderEliminarAunque era muy pequeña aún tuve oportunidad de conocer esos coletazos de la educación consolidada franquista. He creído oportuno contarlo porque termina el curso escolar y hacer memoria de lo malo y de lo bueno creo que es necesario.
He dado unas pinceladas, pero habría mucho que contar y meditar.
Muchas gracias por compartir mi relato pues ya sabes que me haces muy feliz querida amiga lectora. Un abrazo para mis buhitas.
De Sara Mañero Yo, por desgracia, tuve que aprender demasiados himnos, ¡hasta el de los requetés! Y no soy tan vieja, pero me tocó
ResponderEliminarEra lo que tocaba en ese momento.
EliminarDe Hélène Girard Dupoiron Me ha encantado! Esta muy bien escrito, sobrio y fluido.
ResponderEliminarMuchas gracias Hélène por tus cariñosas palabras. Un abrazo
EliminarMuy bien descrito Francisca,esa escuela pública parece mas de mi tiempo,yo empece en el Liceo Italiano de Madrid,y por mala suerte de mis padres ,tuve que cambiar a una escuela pública igual que la tuya ,la profesora pegaba y también pasaron cosas muy parecidas o casi iguales,lo bueno fué que cuando llegue a esa maldito colegio,yo sabía ya escribir y leer.Tu relato es estupendo y real.
ResponderEliminarQuerida lectora o lector pues no sé quién eres, muchas gracias por leer mi relato. A pesar de lo que he contado no conservo un recuerdo traumático de esa escuela más bien creo que era un sistema educativo propiciado por el momento y el régimen político. El sistema fomentaba la competencia entre los niños y niñas y no siempre era leal. Celebro que te haya gustado mi relato. Muchas gracias por tu lectura y comentario.
EliminarGràcies, Paqui. M'encanta llegir els teus relats, a banda de ben contats, amb vocabulari molt cuidat, deus tindre una memòria prodigiosa per la quantitat de detalls que recordes.
ResponderEliminarHa sigut una lliçò d'Història.
Hola Susi
EliminarQuina alegria trobar-te en el meu blog. Moltes gràcies per llegir i comentar el meu relat sobre l'escola de la meua infància. Diuen que es recorda més el d'antany que el proper, per açò no crec que siga només bona memòria, sinó les vivències que em van impactar. Gràcies per llegir i comentar els meus relats.