-¿Estás seguro de que era ella? ¿No te habrás
confundido de persona?
-Por supuesto que lo estoy. ¿Por quién me tomas,
Edelmiro?
-No sé, al ser de noche quizá te pareció ella.
–Insistió Bartha.
-Por supuesto que lo era. Tengo muy buena vista. – El
contable Gumersindo Plácido le replicó con tono agrio. –Se encontraba sentada
entre dos caballeros y mantenía una animada conversación, que casi me atrevería
a calificar de íntima, con un caballero que vestía un traje blanco.
Bartha, con tono seco, hizo callar al contable
diciéndole que no le fuese con cotilleos de alcahueta que no disponía de tiempo
que perder con esos asuntos.
El pobre Edelmiro nervioso por el chismorreo que le
había lanzado el contable sobre Natasha, no dejaba de moverse y de decirnos
incoherencias como si su cabeza estuviese despistada por cualquier otra razón.
Aquella historia de que su amada mantuviese secretos a sus espaldas no le hacía
ninguna gracia y menos con caballeros misteriosos que fuesen vestidos de traje
con un color tan poco discreto como lo es el blanco.
-¡Andreu y Batiste!–Gritó Bartha alejándose del
impertinente Plácido al que dejó con la palabra en la boca. –Necesito que me
hagáis un encargo. Quiero que esta mañana y la siguiente y las que hagan falta
estéis en la puerta de ese café de la calle de la Paz para… para… –Tartamudeó
al mismo tiempo que no podía dejar de moverse, como si fuese una peonza,
mientras nos hablaba.
-No se preocupe, señor Bartha –Le atajó Andreu.
–Sabemos lo que quiere que hagamos. Estaremos atentos y le informaremos de todo
lo que ocurra.
Yo no comprendí nada en absoluto de lo que Andreu daba
por entendido, pero como siempre confié en que me lo explicaría de camino.
Salimos del teatro Ruzafa para dirigirnos al local del sindicato de obreros de
la calle Linterna donde, esperábamos encontrar a Salvador Masobrer, el hermano
mayor de Andreu, y, por supuesto, a Librada quien en las últimas semanas ambos se
había hecho inseparables.
La puerta del local se encontraba abierta, pero aún
era temprano para repartir la sopa que solían dar a los obreros y sus familias.
En el local sólo se encontraban dos ancianos de los cuales uno se encargaba de
mantener el fuego encendido y el otro removía el gran caldero con ahínco.
Uno de ellos nos indicó que Salvador se encontraba en
una reunión en uno de los pisos de arriba. Sin mediar más palabras salimos del
local para entrar en un oscuro portal que, a pesar de ser de día, permanecía en
penumbras. Iniciamos el ascenso al último piso por una estrecha escalera. El
silencio y la penumbra agudizaban nuestra imaginación y nos pareció que, en
cualquier instante, una sombra de las que cubrían los rellanos de la estrecha
escalera, nos acecharía. Continuamos la ascensión con lentitud y silencio
cuando nos sobresaltó un hombre delgado que, agazapado en la penumbra, nos
salió al paso. Él sí que era real y no fruto de nuestra imaginación.
-¿Vosotros a dónde vais? –Soltó la pregunta como si
fuese un afilado cuchillo sobre nuestra garganta.
Ni yo puede articular ni una palabra ni Andreu tampoco
ante aquella fantasmagórica aparición.
-Déjales pasar. son mi hermano y su amigo Batiste.
La voz de Salvador se escuchó con claridad desde el
quicio de la puerta mal iluminada. Nos tendió una mano invitándonos a pasar al interior
dándonos la seguridad que siempre solía comunicar con su sola presencia.
Aquella destartalada estancia estaba ocupada por unos
hombres que por su indumentaria debían pertenecer al gremio de la albañilería,
sin embargo, quien destacaba era un hombre que vestía de traje de chaqueta todo
de blanco. Tanto a Andreu como a mí nos vino a la memoria el chismorreo del
contable Gumersindo sobre la misteriosa conversación que, Natasha Ivanoff,
había mantenido con un caballero vestido con ese atuendo en una de las más
populares cafeterías de la calle de La Paz. No pudimos esconder la sorpresa en
el rostro y antes de formular ninguna pregunta a Salvador él mismo nos sacó de
la sala para introducirnos en la cocina de la estancia.
-Seguro que tendréis hambre. –dijo mientras abría una
alacena y buscaba algún mendrugo de pan.
-No, gracias. Hemos comido en el teatro. –Se apresuró
a contestarle Andreu. –Sólo veníamos a buscar a Librada.
Al pronunciar el nombre de nuestra amiga el semblante
de Salvador cambió y una sonrisa, junto a un brillo especial en sus ojos,
apareció en su cara.
-Libra ha salido un momento a hacer unos recados, pero
podéis esperarla aquí si queréis.
-¿Libra? ¿Ahora se llama así? –Dije sin casi poder
contenerme.
Ni Salvador ni Andreu contestaron a la pregunta.
-Debemos irnos. –Afirmó Andreu, aunque no hizo ninguna
mención de iniciar la partida.
En ese instante entró uno de los obreros.
-Salvador, este caballero, dice que se marcha, pero
antes quería despedirse de ti.
Tanto Andreu como yo nos quedamos sorprendidos al ver
que aquel caballero vestido de pies a cabeza de color blanco se personaba en el
interior de la cocina donde nos encontrábamos. Le tendió la mano a Salvador y
con una amplia sonrisa le dijo:
-Ha sido un auténtico placer poder conversar con
vosotros y, en especial, contigo, Salvador. Nunca me imaginaba encontrar una
respuesta tan firme en este gremio. Creo que todo saldrá a la perfección.
-Eso espero, señor. Nuestra intención es luchar y
ganar por nuestros derechos y evitar la violencia que siempre es innecesaria.
Tanto Andreu, como el obrero, como yo, nos quedamos
con la boca abierta escuchándoles. Era la primera vez que veía tanta cortesía
entre el que parecía ser un poderoso con un humilde. En ese mismo instante
entró Librada que venía cargada con una cesta. El caballero de blanco se apartó
para que ella pudiese entrar en la estrecha cocina y descargar la cesta en la
que se amontonaban una montaña de pimientos rojos.
-Es lo único que he conseguido a buen precio. –Dijo
Librada mirando a Salvador que le sonreía.
-Pues hoy comeremos pimientos. No te preocupes. Los
pobres nos acostumbramos a todo con tal de poder llenar el estómago.
Librada nos vio y con una amplia sonrisa, poco
habitual en ella, nos saludó y preguntó si queríamos comer algo.
-Lo hemos hecho en el teatro. Ya sabes que Bartha no
nos dejaría salir a la calle sin haber tomado algo. –Aseveró Andreu. –Tenemos
que hacer unas cosas para él ¿puedes venir con nosotros?
Y mientras hablábamos, el misterioso caballero que
vestía de blanco, desapareció sin que nadie nos diésemos cuenta.
Ya en la calle los tres la luz del sol nos cegó.
Encaminamos nuestros pasos con el propósito de llegar a la calle de La Paz y
mientras lo hacíamos Andreu le contó el motivo de nuestra salida del teatro.
-Y debe de ser el caballero que estaba hablando con
Salvador cuanto has entrado. –Le dijo.
-Yo no he visto a ningún hombre vestido de blanco.
–Afirmó Librada.
-Estaba en la puerta de la cocina. Se ha apartado para
que entrases. –Reafirmó Andreu mientras me miraba para que asintiese a sus
palabras.
-En serio, sólo os he visto a vosotros dos y a
Salvador.
La rotundidad con la que nuestra amiga lo afirmaba nos
hizo dudar de nuestra propia memoria y andábamos absortos en esa discusión
cuando un golpe seco nos detuvo. A unos pasos de nosotros, a un carro que
transportaba cajas de hortalizas se le partió una rueda lo que provocó que se
le derramase toda su carga delante de la puerta de la iglesia de San Martín.
Los transeúntes de la calle de San Vicente se arremolinaron alrededor del
carro, y aunque algunos ayudaron al carretero y a desaparejar al animal, sin
embargo, otros aprovecharon el desbarajuste para tomar algunas de las
hortalizas desperdigadas de las cajas rotas. Las mujeres introducían las
verduras en sus faldones y los niños les ayudaban evitando los golpes y
reprimendas del carretero que desesperado veía cómo desaparecía su carga entre
la gente que acudía a ver el accidente.
-¡Mira! –Grité. –Es el caballero del blanco. Va por la
otra acera.
Y tanto Andreu como Librada se volvieron en dirección
a donde yo les señalaba. Aquel hombre subía a un coche conducido por un chófer
uniformado. En el interior se veía a dos de los ocupantes y uno de ellos era la
duquesa Natasha Ivanoff.
Por mucha prisa que nos dimos y tras correr varios
metros detrás del vehículo, que se dirigía hacia la calle María Cristina, no
logramos alcanzarlo. Desanimados nos acercamos hasta los escalones del Mercado
Central, pero había tal bullicio que cruzamos para detenernos en los escalones
de la Lonja de la Seda y poder recuperar el resuello.
-¿Quién será ese hombre vestido de blanco? –Le
pregunté a Andreu.
Y Librada volvió a insistir en que ella no lo había
visto.
-Ese hombre sólo existe en vuestra cabeza. –Afirmó
entre risas.
Mientras discutíamos si era una realidad o una
ficción, la voz de nuestro amigo Venancio nos sacó de nuestra conversación. El
joven albañil hacía gestos desde la otra acera para captar nuestra atención.
Cruzó la calle y se acercó hasta nosotros. Llevaba un cucurucho en la mano del
que extraía cacahuetes y altramuces.
-¡Qué alegría me da volver a veros! –Dijo Venancio
pelando uno de los cacahuetes. –Hace demasiado tiempo que no sabía nada de
vosotros, pero me imagino que continuaréis con la compañía de teatro ¿verdad?
Se introdujo uno de los cacahuetes en la boca, pero no
por ello dejó de hablar.
-Yo dejé la compañía del ventrílocuo Francisco Sanz.
Se iba a América pero no me gustaba la idea de perder de vista la ‘terreta’ así que volví a buscar trabajo
en la construcción. Encontré en seguida. Un peón es fácil que se coloque, pero
el jornal es tan bajo que no me alcanzaba para comer y pagar el cuarto donde
vivo realquilado, así que me busqué otro medio de vida.
Volvió a introducir su mano en el cucurucho de papel y
esta vez sacó un altramuz que peló hincándole un diente para partir la piel.
Continuó hablando.
-Un día vine al Mercado Central y me fijé que en
algunas de las paradas tenían a mozos que les cargaban y descargaban el género
así que, ni corto ni perezoso, me dirigí a una donde venden pollos y conejos y
me ofrecí para lo que necesitasen. El señor Vicent no quería darme trabajo,
pero doña Amparito, su mujer, es muy caritativa y como le di lástima, dijo que
le podría venir bien una ayuda para pelar las gallinas o llevar los mandados a
las casas. No gano mucho, pero ahora no me preocupo de la comida y todavía me
alcanza para pagar el alquiler. No me gusta mucho eso de pelar gallinas, pero
ahora ya no tengo que subir a andamios cargado con sacos ni aguantar insultos
del capataz. En este trabajo lo mejor es ir a las casas a repartir los
encargos. Voy a las cocinas y las criadas siempre me dan alguna que otra
propina o bien un quinzet[1]o bien algo
de comer. A la casa que más me gusta ir es a la de los Moroder porque la
cocinera de allí me quiere mucho y no me deja salir si no me he comido un buen
plato del guiso que tenga ese día. Creo que hasta estoy engordando. –Y soltó
una risotada que nos hizo reír a nosotros también.
En ese instante se escuchó un gran alboroto de voces formándose
una concentración delante de las escalinatas del mercado.
-Eso es una manifestación que han organizado los
vendedores del mercado. –Nos explicó Venancio que había terminado con el
interior del cucurucho. –Protestan porque todo ha vuelto a subir. Bueno, todo
menos los salarios, claro.
En ese instante otro grupo de manifestantes que venía
por la calle Calabazas se unió a los que se habían concentrado. Gritaban la
situación se complicaba por segundos, pues varios guardias de asalto, armados
con fusiles, se habían colocado estratégicamente en las entradas de las calles.
-Vámonos –dijo Librada preocupada.
Nos levantamos para salir por la escalinata de la
Lonja de la Seda cuando nos detuvo Bartha y Darqués que, acompañados por
Natasha Ivanoff y el misterioso caballero del traje blanco, nos salieron al
encuentro.
-No temáis nada. –Dijo Darqués con ese aplomo que le
caracterizaba en todas las situaciones. –Lo único que tenéis que hacer es
seguir con nosotros.
La sorpresa nos enmudeció porque nos asaltaron mil y
una duda sobre cómo era posible que aquel misterioso caballero, todo vestido de
blanco, estuviese junto a nosotros. Escuchamos unos tiros y el primero en
sobresaltarse fui yo a continuación, los gritos despavoridos de la muchedumbre
dieron paso al pánico. Todos pretendían huir de allí como fuese, pero el
caballero de blanco nos tomó de la mano para meternos en uno de los portales
que permanecía entreabierto y evitar que nos arrollase la gente que corría
despavorida hacia la plaza del Collado.
Asustados y con el corazón encogido allí dentro
esperamos a que todo se calmase. Venancio fue el primero que se asomó a la
calle donde el griterío se había convertido en un inesperado silencio.
Milagrosamente no había resultado nadie herido en aquella huida
despavorida.
Miré hacia los escalones del mercado y vi al caballero
que vestía de blanco. ¡Era imposible! Si se había refugiado en el portal con
nosotros.
Busqué a Andreu para decírselo, pero ayudaba a la
duquesa que se afanaba por recomponer su vestido roto al haberse enganchado en
un clavo de la puerta.
-Mira, Librada. –Señalé con el dedo los escalones del
Mercado Central. –Ahora no me dirás que no lo ves.
-¿A quién? –Me preguntó Librada.
-Al caballero del traje blanco. Está ahí.
Librada me miró como si yo desvariara y me dijo.
-¿No será que has visto a un ángel?
hola! que fácil nos transportas en el tiempo y lugar con tus letras, gracias!!!!! saludosbuhos( aun paradas en ese callejón que hablas...)
ResponderEliminarQueridas amigas Sabri y Pitu, esos rincones se convierten en fantasmagorias de la realidad. Espero que hayan disfrutado de la nueva aventura. Un abrazo
EliminarHola Francisca. Qué magnifica historia con ese misterioso caballero de blanco. Me ha encantado. Lo cierto es que te ves ahí, en ese lugar y ese momento. Qué intriga y qué interesante.
ResponderEliminarMuchos besos Francisca :D
Hola Margarita,
ResponderEliminarHe de confesarte que mientras lo escribía, con demasiada prisa quizá, me he imaginado sentada con ellos en los escalones de la Longa. Me alegra mucho que te haya hecho disfrutar mi relato. Me hace muy feliz. Un abrazo.
De Carmen Pinedo Herrero No lo son... ¿o quizás sí? Una de las cosas que me enganchan de tus historias, Francisca, además de la forma en que están escritas, de la intriga y de las referencias teatrales, es que puedo recorrer los espacios que mencionas, por ser tan conocidos por mí. Me gusta la imagen del caballero del traje blanco en el Mercado Central.
ResponderEliminarhay fantasías que nos habitan toda la vida. El Mercado central lo es para mí. El caballero del traje blanco puede que sea un fantasma o un ángel quién sabe. Gracias por la lectura y comentario.
EliminarDe María Jesús Mingot: Me encanta el relato y su ambientación, y cómo no defines en general a los personajes, cómo decirlo, vas dejando que nosotros mismos nos vayamos formando nuestra propia imagen. Relatos en los que el lector se ve involucrado enseguida, me gusta mucho eso.
ResponderEliminarHe sido y soy una lectora empedernida y me ha gustado siempre entrar en lo que leo, es decir, quizá por eso dejo la libertad de elegir lo que más te atraiga de mis relatos. Muchas gracias por tu cariñoso comentario
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