Julián, el barbero del pueblo, tenía la costumbre de
madrugar mucho, tanto que, a veces, llegaba antes que el sol. El lunes
madrugaba aún más que el resto de la semana con el único fin de poder sentarse
en el escalón de la entrada de su barbería y poder contemplar el cielo todavía
lleno de noche. Desde esa particular atalaya realizaba su pronóstico
meteorológico del día. Consideraba que la posición de los planetas Júpiter y
Venus, con respecto a la Luna, componían el verdadero medio para el perfecto
análisis meteorológico. Con la salida del sol, el barbero, daba por concluido
su estudio diario. A continuación, esperaba la llegada de su amigo, el
droguero, para discutir el pronóstico. Aquel hombre, de carácter reservado, se
había convertido en uno de sus principales interlocutores de su afición.
El droguero era de origen catalán. No se sabe muy bien
cómo llegó al pueblo. Un día apareció cargado con su propio negocio de botica.
Se estableció rápidamente. No tenía ninguna competencia en la población, sin
embargo, pronto tuvo que abandonarlo porque la hija del rico del pueblo, cuando
terminó los estudios, interrumpidos por la guerra civil, abrió su primera
farmacia allí. El droguero carecía de un título legal de boticario por lo que
no podía expender medicinas ni preparar recetas médicas. El catalán se vio obligado
a cambiar su negocio primigenio por lo que sería una auténtica droguería. En su
tienda vendía de todo: detergentes en polvo, pastillas de jabones, lejía,
almidón, azufre, bicarbonato, sosa cáustica, tierra para limpiar los cubiertos
de alpaca, etc. Poco a poco, fue añadiendo otros surtidos variados como:
los frutos secos, las legumbres y los cereales de temporada, entre otros.
Aquella amalgama, que, en un principio, podría parecer caótica poseía su lógica
en la cabeza de aquel comerciante nato que lo controlaba todo valiéndose de su
prodigiosa memoria. A pesar de que su tienda ya no expendía ni medicamentos ni
drogas se le mantuvo el apelativo de droguero frente al que hubiese sido más
correcto de tendero. Con el negocio encauzado ya se casó con una chica del
lugar y así se convirtió en uno más de la comunidad; poco después, ya nadie
recordaba cuándo fue el primer día en el que llegó allí. Era hombre de pocas
palabras. Se sentaba en el escalón de la barbería, junto a Julián, y, pasados
unos minutos, pronunciaba, a modo de saludo, su peculiar predicción:
-Esta noche he dormido inquieto, quizá sean culpables esas
nubes que asoman. –Decía la frase ceremoniosamente y sin mirar a la cara a su
amigo que lo atendía con interés. –Deben de estar cargadas de agua.
-Droguero, seguro que vuelves a equivocarte. Ya te lo
he dicho otras veces: sólo lloverá con la luna nueva de septiembre.
Sentados allí podían pasar varias horas discutiendo
cuál de los dos acertaría esta vez. Transcurrían las horas sin que ninguno cediese
sobre el augurio hecho.
-¿Lloverá ya?
Algunas veces solía intervenir Ramón, el alguacil,
eternamente montado en su bicicleta. Sin apearse de su vehículo también discutía
los pronósticos de ambos. Nunca solía emitir uno propio, sino que tomaba
partido por uno para alentar la discusión entre los dos aficionados meteorólogos.
Aquel verano tórrido y seco era la preocupación de
todos los del pueblo.
-Julián, no necesitamos lluvias sólo cosechas.
Sento, el labrador solitario, con su eterna prisa, no
se entrometía en sus cálculos, pero, con su paso rápido y su repetida sentencia
que constantemente lanzaba cuando pasaba por delante de los reunidos, siempre
desbarataba las conversaciones de los escrutiñadores del tiempo atmosférico.
Aquel hombre reservado vivía en la parte más alta del pueblo acompañado
solamente por sus animales. Cuando bajaba al pueblo iba directo a lo que
necesitaba y nunca se detenía para no perder ni un minuto de tiempo.
-Yo creo que no caerá ni una gota hasta antes del mes
de septiembre. –Repetía, el barbero, rotundo y sin admitir discusión a sus
pronósticos.
-Nunca hemos tenido un verano tan seco como el de
ahora. Por las fiestas de agosto, siempre ha llovido, pero, este año, ya han
pasado y sin pena ni gloria. –Insistía el droguero.
-Querrás decir sin una gota. –Le puntualizaba, Julián,
a sus palabras.
El barbero sabía de la suspicacia de su amigo cuando
alguien se atrevía a rectificarle, por eso, en el instante que quería dar por
concluida la discusión utilizaba esta técnica. Siempre hacía lo mismo, el catalán,
se levantaba y sin decir nada más, se dirigía hacia su tienda donde de seguro
que alguna clienta andaba de cháchara con su mujer, quien, al casarse con él,
también había adquirido el sobrenombre de droguera.
* * *
Y así, poco a poco llegó el primero de septiembre,
aunque la tan esperada lluvia seguía sin dar señales de remediar aquella
pertinaz sequía. Como cada lunes, los amigos, discutían sobre si aquello era un
signo especial del tiempo, cuando, en vez de llegar la tan esperada lluvia se
produjo una novedad en el pueblo que interrumpió los continuos pronósticos. El
foco de atención se centró sobre la llegada de un extraño. Se trataba de un
joven de cabellos desaliñados. Su ropa desgastada se componía de una chaqueta y
pantalón que mostraba la evidencia de haberse usado día y noche. Los zapatos,
de tacones comidos por el uso, completaban el atuendo que mostraba la pobreza del
recién llegado. El secretario del ayuntamiento, don Roberto González Montart
afirmó ser su tío y todos creyeron en su palabra. El joven dijo llamarse Miguel.
Lo que más destacaba eran sus modales educados y sus formas refinadas para
tratar a todos, quizá por eso contrastaban tanto con la pobreza de su atuendo.
Coincidió su llegada al pueblo con el lunes, día en el que nadie solía ir a la
barbería, pues, los hombres del pueblo, dedicaban el sábado a dicho menester.
El recién llegado entró en la barbería solicitando que le afeitasen y cortasen
el pelo. Julián le ofreció gustoso la butaca junto a su mejor conversación. A
pesar de que le habló de variopintos temas, no consiguió arrancarle nada que le
aclarase su procedencia. El recién llegado le contestaba con unas cuantas
frases deshiladas y sinsentido que, al barbero, no le permitieron formarse
ninguna idea sobre la procedencia del joven bien educado y distante. Casi había
terminado de retocarle las patillas cuando se asomó el secretario por la puerta
de la barbería.
-Buenas Julián, veo que has hecho un buen trabajo con
mi sobrino. Estos jóvenes no saben cuidar bien su aspecto.
Miguel, con gesto taciturno, no contestó; se levantó
de la butaca; metió la mano en el bolsillo del pantalón para buscar su cartera,
pero don Roberto le atajó indicándole que este afeitado se lo pagaba él.
-¡Qué menos puedo hacer por ti, Miguel! –Dijo el
secretario como queriendo disculparse. El barbero pensó que el tío del recién
llegado debía tener alguna deuda pendiente con su sobrino. El joven no le
replicó. Se volvió a Julián y le dio las gracias. Y en ese instante, reparó que, sobre la
mesilla de la barbería se encontraba el Calendario Zaragozano[1] de
ese año. El joven esbozó una sombría sonrisa.
-Veo que es usted aficionado a la meteorología.
-Sí, señor, es una afición como otra cualquiera. –Se
alegró Julián de haber despertado el interés de recién llegado que tanto le
intrigaba.
-Este verano ha tenido poco trabajo de medición de las
aguas vertidas ¿verdad?
-¡Cierto! En varios meses no ha caído ni una gota.
Durante unos minutos intercambiaron sus impresiones
sobre la persistente sequía y las malas consecuencias que para la huerta y las
personas ésta tenía. El joven, poco después, se despidió. Encendió un
cigarrillo. Tomó del brazo a su tío. Se encaminaron hacia el Casino del pueblo.
Ramón, el alguacil, arrimó la bicicleta a la fachada de la barbería y aún tuvo
tiempo de despedir a tío y sobrino cuando éstos cruzaban la calle por delante
de él. Dirigió sus pasos hacia el interior e interrogó a Julián sobre el
extraño sobrino del secretario.
-Es poco hablador. No ha contestado a mis preguntas ni
tampoco le ha dado las gracias a su tío por haberle pagado mi trabajo.
En ese instante, con paso firme y, sin detenerse,
pasó, casi como una exhalación, Sento, el labrador, que volvió a repetir su
sentenciosa frase:
-Julián, no necesitamos lluvias, sólo cosechas.
* * *
Los días del mes de septiembre transcurrían sin prisa
y llenos de un calor sofocante. Se acercaban las fiestas de San Miguel y seguía
sin caer ni una gota. La falta de las lluvias, concluyeron el barbero y el
droguero, ya semejaban ser una maldición, no obstante, continuaron haciendo sus
presagios basándose en las estrellas, los planetas y las corrientes de aire
que, según ellos, eran las culpables de no arrastrar la lluvia que tanta falta
les hacía. De vez en cuando, Miguel Montart, el sobrino del secretario, también
se acercaba por allí y comentaba la disposición de los astros, la necesidad de
la lluvia y la escasa probabilidad de que aquellas nubes oscuras soltasen el
preciado tesoro.
Aquel lunes parecía que sería como todos. El cielo
amaneció limpio, sin un nubarrón que demostrase el cambio que se avecinaba.
Tanto Julián como el droguero ya habían hecho sus cálculos cuando se levantó un
viento húmedo que les hizo reconsiderar su pronóstico. Un olor acre, a
descomposición, se adueñó de la atmósfera de todo el pueblo. Por un momento,
los dos aficionados meteorólogos, dejaron de hablar y otearon el cielo que
comenzó a oscurecerse. Sento, con su paso ligero, pasó por delante de ellos;
llevaba más prisa de la habitual, aunque todavía tuvo tiempo de soltar su
habitual sentencia:
-Os lo dije: no necesitamos lluvias, sólo cosechas.
Un trueno lejano reafirmó sus palabras. Sento aceleró
su paso hasta convertirlo en una carrera. Junto con las primeras gotas gruesas
se iluminó el cielo con un gran relámpago que dio paso a un fuerte trueno.
Todos se mostraban satisfechos; por fin, la sequía y las cosechas saldrían
adelante con aquella bendita agua que tanta falta les hacía desde hacía tanto
tiempo.
Llovió sin cesar todo un día y una noche. Al día
siguiente no cayó ni una gota. El cielo seguía gris y el penetrante olor a
putrefacción continuó envolviendo el pueblo. El sobrino del secretario se
acercó a la barbería donde los dos amigos permanecían en su eterna discusión
sobre la duración de aquella tormenta otoñal:
-Seguirá lloviendo un par de días más y después
escampará. –Afirmaba el droguero. –He estado consultando el Zaragozano y dice
que en septiembre tendremos más humedad de la que esperamos. Se cumplirá el
pronóstico.
-Nada de eso, cuando el almanaque habla de humedades
acumuladas se refiere a las que restan internas en el campo.
Esta vez, el misterioso joven, no intervino en la
conversación. Salió de la barbería sin pronunciar ni una palabra. En la calle,
casi tropezó con Sento, el labrador solitario, que corría y gritaba como si
estuviese poseso por algún mal.
-¡Qué viene! ¡Qué viene! ¡Qué viene!
Nadie era capaz de detenerle en su angustiada carrera,
salvo Miguel Montart quien lo paró tomándolo por los brazos e hizo que se
calmase. A duras penas, el labriego, balbuceó que, mientras trabajaba en uno de
sus huertos, situado en la parte más alta del término del pueblo, escuchó un
fuerte golpe y, al alzar la mirada hacia el horizonte, vio una gran lengua de
agua que arrasaba todo lo que encontraba a su paso.
-Eso debe de ser una imaginación tuya, Sento. Estás
demasiado tiempo solo y eso no es bueno. –Dijo el barbero riéndose de sus
acaloradas palabras.
Fue el taciturno Miguel quien le ordenó callar. Dirigiéndose
a Ramón, el alguacil, le ordenó que diese un pregón para prevenir a todos de lo
que pronto sucedería.
-Deben poner a salvo a sus familias, enseres y
animales de las cuadras. El agua no tardará mucho en anegarlo todo. Menos
hablar y haced lo que os digo. –Ordenó el extraño joven.
El alguacil se encaminó con su bicicleta hacia el
ayuntamiento y, allí, el secretario, acompañado por el alcalde, ratificó al
instante la orden dada por su sobrino. Don Roberto dijo que desde Valencia les
habían llamado para avisarles de lo que pronto iba a suceder. No transcurrió ni
una hora cuando el olor a tarquín y putrefacción se extendió como un velo
espeso. El sonido de los árboles, piedras y enseres que, aquella lengua de
barro arrastraba, fue lo que les hizo olvidar el hedor. El agua engullía todo
lo que encontraba a su paso en las calles y casas del pueblo golpeándolas como si
fuese un puño de hierro.
Con escasos minutos todo se inundó, aunque para los
habitantes, según más tarde lo contaron, les parecieron unas interminables
horas. El barro cercenó todo aquello que se oponía a su paso. Las casas más
bajas desaparecieron cubiertas por aquella espesa mezcla y las más altas
quedaron hundidas en la desolación de lo imprevisible. El agua no respetó ni a
pobres ni a ricos.
Cuando, por fin, dejó de llegar agua, el cielo se
iluminó con un sofocante sol que parecía querer secar los charcos putrefactos
que se habían formado alrededor de las viviendas. Los daños materiales fueron
cuantiosos, por suerte, entre la población sólo se lamentó una baja, la de Sento
que, a los pocos días de la riada, su corazón reventó por el pánico de haber
ser el testigo de aquella desbocada avenida.
Durante varias horas, el barbero y el droguero
discutiendo, cuál de los dos, se había equivocado en el pronóstico sin llegar a
reconocer que ambos no habían sabido interpretar las señales más básicas. Sólo
terminaron, dicha disputa, cuando el sobrino del secretario se acercó, a la
barbería, con el periódico en la mano. Se sentó en uno de los escalones de la
barbería y esperó a que se formase un círculo, a su alrededor, para leerles la
noticia en voz alta:
«En la ciudad de Valencia el río Turia se ha desbordado
de su cauce inesperadamente. A su paso por las poblaciones colindantes de la
capital valenciana ha arrasado todo, aunque, la que se ha llevado la peor parte
ha sido la capital. El nivel del río ha crecido hasta tal magnitud que ha
llegado a cegar los ojos del puente del Real. Por desgracia, en los últimos
años, en el cauce del río, han proliferado sin control gran cantidad de
barracas y chabolas por lo que se han producido numerosas víctimas que
difícilmente se podrán determinar, en especial, entre los indigentes que las
ocupaban.»
-¡Indigentes! ¡Cómo se atreven! –Gritó Miguel Montart
con verdadero enfado.
Su tío le tomó el periódico de las manos e intentó
calmarle ante la mirada asombrada de todos los que le estaban escuchando.
-Debo ir ¿lo comprendes, ¿verdad?
Don Roberto le dio una palmada en la espalda y sólo le
contestó lo que parecía ser una orden:
-Hazlo.
En los sucesivos días a la riada, Julián y su amigo el
droguero continuaron enzarzados en una nueva polémica, esta vez se trataba de
si su pueblo, tan cercano a la capital, había sido ignorado al no incluirse su
nombre entre el listado de las poblaciones afectadas por las avenidas del agua.
En realidad, aquella discusión, sólo servía para enmascarar su verdadera
preocupación que era la falta de noticias sobre Miguel Montart, el sobrino del
secretario; había desaparecido del pueblo tras aquella lectura iracunda y nadie
sabía nada de él.
Transcurrido un mes tras el desbordamiento del
río Turia, en la prensa se publicó una noticia especial sobre cómo se habían
efectuado las labores de recuperación y limpieza de la ciudad. Con ansia, el
droguero, llevó el periódico a la barbería, de su amigo Julián, y le conminó
para que leyese la noticia en voz alta, tanto para los clientes como para él
que no era un buen lector. La noticia reseñaba:
«Valencia, 29 de octubre de 1949
La ciudad del Turia, tras la catástrofe que ha sufrido
del desbordamiento de su río en el pasado mes de
septiembre, parece encontrarse en vías de una
pronta recuperación. Sus habitantes se afanan por continuar las
labores de limpieza de las calles y viviendas de la ciudad. Por desgracia, a
los daños materiales, también se les debe sumar y lamentar el alto número de
víctimas que se han producido, de las cuales, la gran
mayoría, se desconocen su origen. Se trataba de familias enteras que
llevaban tiempo desplazadas y malviviendo en el lecho del cauce. Se han
efectuado grandes esfuerzos por los voluntarios para salvar las vidas de
muchas personas.
Las autoridades competentes, han visitado la zona más
afectada y han felicitado a los voluntarios, así como elogiado, en especial, la
labor del ingeniero Miguel Montart. Este joven, con su rápida e inteligente
intervención, salvó a más de un centenar de familias que se habían refugiado en
un edificio en mal estado. El mencionado ingeniero, que ya no tiene licencia
para ejercer su titulación por haber desobedecido a la autoridad
actual, a pesar de todo lo que le ha conllevado contravenir las ordenanzas
de nuestro régimen, no dudó en olvidarse de su situación personal para prestar
una función humanitaria.
Riada del río Turia de 1949, C/ Sagunto (Valencia) |
El arzobispo de Valencia, en su homilía por las víctimas
de la riada, ha recalcado que esa actuación es merecedora de una recompensa,
aunque, como también ha señalado el prelado, quizá no le sea reconocida en
esta vida terrenal.»
El barbero dejó de leer y esperó una explicación, por
parte de don Roberto, que también estaba escuchando entre el corro de los
curiosos. No la hubo.
Pasó el tiempo, si alguna vez, el barbero y
el droguero, se atrevieron a preguntarle a don Roberto si tenía alguna
noticia de su sobrino, éste no les contestaba y cuando insistían en
recordarle la figura de aquel joven héroe, el secretario lo negaba diciéndoles
que él no tenía ningún sobrino que ellos conociesen.
Apostilla al relato
La ciudad de Valencia y las poblaciones colindantes
han sufrido varias riadas en repetidas ocasiones. Todas han sido devastadoras,
pero quizás, las más graves, por el coste de víctimas que produjo, fueron
las acaecidas en el pasado siglo XX. En 1949, el número de fallecidos
resultó incalculable, según se dijo en las fuentes oficiales, en gran
medida por la falta de un censo de la auténtica población, en
concreto, de la capital. A pesar de que ya habían transcurrido diez años
de la cruel Guerra Civil, las consecuencias de ésta, junto con el bloqueo
internacional que sufría el país, había prolongado y agudizado la precariedad
de la maltrecha sociedad española. Muchas de las familias de los presos y
represaliados se vieron forzadas a desplazarse de sus pueblos hacia la ciudad.
Hubo una gran mayoría que tuvo que optar por vivir en precarias e improvisadas
barracas y chabolas construidas bajo los puentes que cruzaban el cauce del río
Turia. La riada terminó con la vida de centenares de esos desplazados a
los que la prensa tildó de "indigentes."
Aunque se tomaron algunas medidas preventivas como fue
el caso de construir diques de contención en los puentes más importantes del
cauce, la situación se volvió a repetir con igual o superior intensidad en
1957. Esta última de iguales consecuencias de destrucción y devastación. La situación
en la que quedó la ciudad fue de tal magnitud que se optó
por la puesta en práctica de la desviación del cauce natural del río.
Aquella obra de magnas dimensiones tuvo elevados costes y duró muchos
años, además, tuvo otro efecto curioso y fue el de fagocitar la
memoria de la anterior vivida en 1949.
Actualmente el antiguo cauce del río Turia es una
sucesión de jardines integrados en la vida diaria de la ciudad y sus
habitantes.
[1] El Calendario Zaragozano (1840): Juicio Universal meteorológico, calendario con los pronósticos del tiempo, santoral completo y ferias y mercados de España.
Muy oportuno el relato. Y excepcionalmente compuesto.
ResponderEliminarVivimos momentos áridos y confusos donde es necesario recordar el pasado.
EliminarMuchas gracias Juan Antonio por tu comentario. Un saludo
Hola Francisca, como siempre me bebo tu relato. ¿Has publicado algún libro? Escribes de una forma maravillosa.
ResponderEliminarTu relato de la barbería viene que ni anillo al dedo con la sequía que España está viviendo en estos momentos. El misterio de Miguel y la forma de conjugar al resto de los personajes es una maravilla.
Como siempre encantadísima de leerte. Besos :D
Hola Margarita,
EliminarSí que he publicado un libro, pero es un ensayo y se encuentra agotado. No me he aventurado en la literatura hasta ahora que no dejo de pensar en ella. No sé si es otra de mis meteduras de pata, pero me siento cómoda contando fantasías de este tipo entremezcladas con lo real. Muchas gracias por leer mis relatos, tus comentarios me ayudan y animan a continuar escribiendo. Un abrazo.
hola! nos llevamos tambien este relato, gracias! saludosbuhos, gracias por compartir este mágico rinconcito detrás de tu estantería donde siempre hay calor humano y de letras!
ResponderEliminarY yo encantada de que vuelve con ustedes. Muchas gracias amigas! Besos
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