MOHORTES
Para Mª
Dolores Gandía, in memoriam
-¿Has
visto al jefe? –me preguntó el encargado. –Necesito que me diga si vamos a
continuar reformando este piso o nos mudamos al de la calle Juristas.
En
ese instante, como si hubiese escuchado la pregunta, apareció ante nosotros. Con
la barba de dos o tres días y con unas profundas ojeras delataban que había
vuelto a trasnochar ese fin de semana.
-Todavía
nos quedamos unos días más en esta finca, Vicent. Lo de Juristas puede esperar.
Mientras
se lo decía se oprimía el estómago con la mano como si tuviese una indigestión.
Sin decir nada más se dirigió al cubo del agua preparada para mezclar con el
yeso. Tomó una lata vacía que estaba tirada sobre los escombros y la llenó del
agua sucia del pozal. La bebió con ansia. La paladeaba como si fuese la de
mejor del mundo. Vació la lata y volvió a llenarla. Me quedé atónito.
-Señor
–dije tímidamente. –¿Quiere que le traiga agua para beber?
-No,
no hace falta, si los lunes no eres capaz de beber cualquier agua es porque no
has sabido beber lo suficiente durante el fin de semana.
Vicent,
el encargado, me hizo un gesto para que no molestase al jefe. Éste, una vez
consideró que estaba saciada su sed, dio unas cuantas vueltas por la habitación
como queriendo comprobar que estaba todo el material de la obra en su sitio y,
a continuación, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, se asomó a
la ventana. Durante unos minutos contempló la actividad que reinaba en la plaza
del ayuntamiento de Valencia. Desde allí se podía ver todas las idas y venidas
de las floristas en sus puestos y al guardia urbano que regulaba el tráfico dando
paso a los viandantes.
-Ven,
asómate y verás qué espectáculo nos dan desde aquí arriba. –Con el dedo señaló
a los que cruzaban la calle y añadió. –Esos, que usan gabán y sombrero, aunque parecen
unos tipos importantes y adinerados, si hurgas en sus bolsillos no hay ni un
céntimo, sin embargo, si vas con ropa de trabajo, cuando te cruzas con ellos, ni
te miran o si lo hacen es con desprecio. En sus palabras se adivinaba cierto
tono de amargura.
Luis
Mohortes era el contratista más preciado de Valencia. Casi todas las restauraciones
de los edificios de la ciudad las hacía su empresa. Presumía de ser un hombre
que se había hecho a sí mismo y se vanagloriaba de haber creado su empresa de
albañilería él solo, pero, no era ese el rumor que recorría en la ciudad, pues,
las lenguas maldicientes, decían que la suerte le había venido al convertirse
en testigo de un suceso que, al gobernador civil de la ciudad, no le habría
gustado que nadie presenciase. Quizá fuese una coincidencia con el inicio y auge
de su fortuna.
-¿Te
gusta la música? –Continuó Mohortes hablándome.
-Sí
–contesté titubeante. –Sobre todo la zarzuela.
-¿Quieres
ganarte unas pesetas extras esta tarde? En el teatro Ruzafa necesitan
aplaudidores para la función de hoy. Actúa el Carrusel Vienés y no se ha podido
llenar el teatro. El propietario es amigo mío. Entre el público se encontrará
el alcalde y el embajador de Austria. Necesitan que resuenen los aplausos para
quedar bien con ellos.
-Me
encantaría, señor, pero antes debo avisar a mi familia.
-Eso
no es ningún problema. Yo se lo digo a tu padre.
-No
tengo aquí ropa aseada y no creo que me dejen entrar con la de trabajo.
El
jefe me miró y calibrando mi aspecto dijo:
-Ve
a la oficina y que te presten un pantalón y una chaqueta mía.
Sin
casi darme cuenta, aquella tarde, comencé a tener un nuevo oficio, entré a
formar parte de la claque del teatro. Durante tres tardes a la semana acudía a
las funciones; el grupo estaba compuesto por el jefe de la claque y otros tres
chicos jóvenes como yo. No nos pagaban mucho, pero, al menos, podíamos ver
espectáculos gratis de todo tipo.
***
Ya
hacía días que trabajábamos en la reforma de la finca de la calle Juristas.
Había mucho trabajo por hacer y para poder terminar dentro del plazo que tocaba
hacíamos horas extraordinarias. Aquella tarde, cuando terminamos la jornada, el
jefe Mohortes me preguntó:
-¿Vas
al teatro hoy?
-No,
esta tarde actúa Mary Santpere con la obra: ¡Ay, Angelina! y esa mujer
llena el teatro ella sola.
-No
importa, yo quiero que vayas. Toma. Te regalo dos entradas. Lleva a quien
quieras y siéntate en el patio de butacas. A mí no me apetece ir.
Me
sorprendió ese regalo porque era viernes y todos sabíamos que a nuestro jefe le
gustaba mucho comenzar la fiesta esa misma tarde y seguir, sin parar, hasta el
domingo por la noche.
Cuando
salí del trabajo mi padre me estaba esperando. Le conté lo de las entradas que el
jefe Mohortes me había regalado.
-Si
te ha dicho que vayas es por alguna razón. Yo te acompañaré. Voy a enviar aviso
a casa con un compañero. Nos vemos en el teatro.
Nunca
había entrado por la puerta principal del Ruzafa, siempre lo hacía por la del
callejón, como un empleado más, sin embargo, aquel día, con las entradas en la
mano, me sentí diferente. Mi padre apareció entre la multitud. Se había
cambiado el uniforme de la compañía de tranvías, donde trabajaba, por un traje
de chaqueta.
-Me
lo ha prestado Mohortes. Dice que quiere que seamos público de verdad.
El
acomodador nos acompañó hasta la tercera fila. Era la primera vez que me
sentaba tan cerca del escenario. La pequeña orquestina se encontraba situada
cerca de nosotros. La música se podía escuchar mucho mejor que desde el lateral
donde habitualmente nos colocábamos los de la claque.
Poco
a poco se llenó el patio. Mi padre permanecía reservado y serio mirando todo lo
que ocurría alrededor de nosotros. Su mutismo me preocupó, no obstante, tampoco
le di mucha importancia, pues sabía que era discreto y en especial cuando no se
encontraba cómodo.
Se
levantó el telón y apareció la graciosa Mary Santpere. Con su sola presencia ya
arrancó las risas de todos los que estábamos allí. En ese instante, una luz
inesperada en el palco principal captó nuestra atención. Mi padre me susurró al
oído:
-Es
el nuevo alcalde que llega tarde a la función.
-Pues
podía haber sido más puntual –Repliqué.
Mi
padre sonrió ante mi comentario.
Aquella
aparición no habría revestido ninguna importancia si no hubiese sido por que,
pocos minutos después, en el palco contiguo al de la autoridad, se escuchó un
grito de mujer y resonó un golpe seco como si un cuerpo se cayese al suelo.
Tanto los intérpretes, como el público, se quedaron paralizados sin saber qué
hacer o decir. Los actores y actrices se asomaron al borde del escenario para
poder ver qué ocurría. Inmediatamente se encendieron las luces del patio y el
guardia de seguridad del alcalde, con voz potente, gritó:
-Señoras
y señores, no ha pasado nada. Por favor, permanezcan en sus localidades que la
obra continuará representándose en breve.
Aparentemente
todo era normal salvo que el palco contiguo al del alcalde se quedó vacío al
instante.
La
función prosiguió con aparente normalidad. El público aplaudió a rabiar y el
incidente quedó borrado de la memoria de los espectadores.
Al
día siguiente, mi padre compró el periódico. Buscó en todas las páginas una posible
nota explicativa de lo que había sucedido en los palcos del teatro Ruzafa, pero
no había ninguna reseña que hiciese referencia al tema. Me dijo que con toda
probabilidad se habría aplicado la censura.
El
lunes, cuando llegué al trabajo, el jefe Mohortes ya se encontraba allí. Como
era habitual, tenía un aspecto lamentable. Las profundas ojeras que solía
lucir, como resultado de sus excesos del fin de semana, se habían hecho aún más
oscuras y delataban las pocas horas de descanso y, además, lo más llamativo era
que llevaba el brazo en cabestrillo.
-Buenos
días, señor ¿qué le ha ocurrido? –Le pregunté tímidamente.
Mohortes
me ignoró y se fue derecho al pozal del agua para la mezcla de yeso. Verle
beber aquella agua sucia con la lata oxidada se había convertido casi en un ritual.
Dio unos largos tragos y, al fin, fijó su mirada en mí.
-Hijo,
el que no bebe cualquier agua el lunes, es porque no ha bebido lo suficiente el
fin de semana. No te preocupes. Ha sido una mala caída y me he tronzado un
hueso de la muñeca. Nada serio. –Volvió a introducir la lata en el cubo y bebió
aquella agua contaminada como si fuese el mejor vino de Borgoña. -¿Te gustó la
función del viernes?
-Oh,
sí señor, fue muy divertida, aunque hubo un incidente al principio cuando llegó
el alcalde y…
Ya
no tuve oportunidad de continuar hablando, porque, en ese instante, dos
guardias entraron. Sin saludarnos se dirigieron hacia Mohortes y, tomándolo por
los brazos, casi arrastrándole, se lo llevaron hacia la salida.
-Un
momento y sin empujar que tengo un brazo roto. –Protestó ante la rudeza de
aquellos tipos.
Ya
no volví a verle. Días después, el encargado nos explicó que a Luis Mohortes le
habían acusado de gastarse el dinero de una partida municipal de obras en
juergas. Se rumoreó que lo encarcelaron durante unos meses, aunque también se
habló de que la causa real de sus delitos fue de índole amorosa. En cuanto a la
empresa de albañilería, a partir de ese instante, fue su hermano quien asumió
su dirección y control. El nuevo jefe era un hombre sombrío y antipático que
nunca vino a controlar las obras de los edificios donde trabajábamos.
Continué
yendo al teatro Ruzafa como miembro de la claque durante unos años más, pero,
poco a poco, el fútbol y el cine se ganaron al público y la claque desapareció.
Nunca
más he vuelto al teatro. Lo echo de menos y, a Mohortes, ese jefe capaz de
beberse el agua para la mezcla del yeso como si fuese el mejor de los caldos de
las añadas de ese año, también. Fueron otros tiempos.
Y que pasó en el teatro Ruzafa?
ResponderEliminarBesos.
Sí, eso me estaba yo preguntando. Quizá vuelva a ello. Gracias Suni.
ResponderEliminartendrás que aclarar el misterio del palco sí o sí.
ResponderEliminarMuchas gracias por leer mi relato e interesarte por su desenlace.
Eliminartendrás que aclarar el misterio del palco sí o sí.
ResponderEliminarHola Carmela
EliminarY así fue. El misterio del palco del teatro Ruzafa quedó resuelto en el relato del 21 de enero titutlado: Qué pasó en el palco del teatro Ruzafa.
Muchas gracias por leer mi relato e interesarte por su desenlace. Un abrazo.