Todos los años, cuando llegaba
la feria de Sant Miquel de Llíria, mi padre movilizaba a toda la familia para
preparar la visita.
«Vamos a la feria.»
Ese era uno de los principales
argumentos que esgrimía para convencernos, pero no hacía falta que nos animase
mucho ya que a todos nos encantaba esa fiesta.
La fiesta era sencilla y suponía
toda una experiencia para los más pequeños de la casa, es decir, yo. La
víspera, mi madre, se pasaba todo el día cocinando aquellas comidas que tanto
nos gustaba y que resultaba fácil de transportar en fiambreras y en bolsos.
Debían de ser comidas que se conservasen bien fuera de la nevera durante varias
horas.

Una vez llegábamos a la estación
de la llamada la ciudad de la música la fiesta comenzaba en el primer instante
de poner el pie en sus calles. Era estupendo ver a los vendedores ambulantes
con sus globos de colores o los puestos de dulces de azúcar como preludio de lo
que se avecinaba en la calle de la subida a la ermita.
No recuerdo cual era la
distancia entre la estación y la ermita, sin embargo, en mi memoria, sí que
están los puestos de la feria, quizá fuese lo único que, en ese momento, me
interesaba. Las turroneras lucían sus blancos delantales con
puntillas almidonadas como queriendo competir, entre ellas, en blancura y luminosidad.
Todos los años, mi padre compraba dulces y granadas para los postres de toda la
familia. Siempre nos decía lo mismo: «Las granadas son un fruto divino que
se toma en septiembre para la fiesta del arcángel.»
Por mi parte yo permanecía con
los ojos muy abiertos y escuchaba las voces alegres de los que paseaban entre
los puestos como algo extraordinario mientras nos aproximábamos a la subida de
la ermita. Par mí, lo más impactante era observar a los mendigos que pedían una
caridad a los devotos del santo.
«Una almoina per l’amor de
Déu», era la cantinela que acompañaba la ascensión hacia el santuario. Me
fascinaban sus caras tristes y ennegrecidas por haber pasado muchas horas al
sol. Mostraban sus manos oscuras que extendían, junto con las voces
entrecortadas pretendiendo incitar a la caridad a los que cruzábamos por
delante de ellos.
Subir aquella cuesta me
resultaba muy duro. Mi padre bromeaba para animarnos en la ascensión diciendo
que como el santo poseía alas a él no le había importado subirse tan alto. Al
final de aquella peña se encontraba la ermita lujosa y dorada que guardaba la
hermosa imagen del arcángel.

Una vez cumplido el ritual de la
ascensión, nos entregábamos a la bajada del camino, pero, esta vez, con el
aliciente de dirigirnos hacia el Parque de Sant Vicent. Ese paraje
estaba a dos kilómetros y medio de la ciudad. El camino hacia allí nunca se nos
hacía largo. Nuestra alegría por la fiesta continuaba durante todo el
trayecto.
En ese parque también había una
ermita erigida en honor al santo predicador, sin embargo, no recuerdo el
haberla visitado nunca pues, ese día, el joven alado le robaba el protagonismo
al terrestre sermoneador.
En el parque el agua fluía
limpia, sana y hasta se podía ver alguna que otra carpa que se movía en busca
de las migas de pan que los niños no cesábamos de lanzarles.
Las rústicas mesas enclavadas
bajo los pinos de aquel lugar idílico para mí acogía a varias familias, como la
mía, que decidían disfrutar de un apacible día festivo. Muy próximo se
encontraba un merendero que regentaba una mujeruca de aspecto desaliñado.
Aquella mujer llevaba un curioso peinado cardado donde parecía anidarle alguna
que otra golondrina despistada que se hubiese despistado en su partida hacia
las costas africanas.

Es curioso, con el paso del
tiempo, poco a poco dejamos de ir a la fiesta de Llíria. Mi padre había
comprado un coche y, sin embargo, ya no nos resultaba atractiva la aventura de
ir a pasar un día de feria a finales de septiembre. Con el paso del tiempo he
comprendido que algunas cosas tienen sentido en su momento justo y que
repetirlas no tienen sentido puesto que se encontrarían fuera de ese tiempo
vivido.
*Escrito en octubre de 2015.