El rudo gigante que cargaba con los dos asustados niños, se dirigió hacia el
centro del cobertizo. Allí ardía una hoguera que tres hombres alimentaban
lanzando cajones de madera vacíos y pajas que se amontonaban desordenados por
todo el lugar. El crepitar de las llamas semejaba una queja que se saciaba con
la virulencia con la que, los secuaces de Tamallet, la golpeaban en cada uno de
los cajones que tiraban. Con un par de zancadas, Ginés se aproximó al punto de
luz y calor. Durante unos eternos minutos, nos mantuvo suspendidos en el aire,
como si barajase la idea de lanzarnos a aquella seductora hoguera.
-¡Qué cargado que vas! ¿Nos traes la cena? A mí me gustan tiernos como
esos que llevas ahí. A esos dos casi me los comería como aperitivo.
El energúmeno que hizo ese comentario era otro malhechor al que
llamaban Gaspar, apodado ‘El Manco’ porque tenía fama de tener las
manos muy hábiles para robar cualquier cosa sin ser visto. Era del mismo tamaño
que Ginés, pero mucho más delgado. Hablaba a golpes. Juntaba los labios de
manera que, al soltar el aire creaba un siseo final como si se tratase de una
serpiente dotada con la cualidad del habla. Gaspar se acercó con la intención
de descargar a su compinche de nuestro peso, pero Ginés lo detuvo.
-¡Quita, animal! Estos niños son de Aurelio. Me ha pedido que
les dé comida y que no les pase nada. Saca un par de platos y sírveles las
sobras de lo que cocinamos ayer.
Gaspar emitió lo que parecía ser una risa y, mientras se dirigía hacia
una de las cajas que había tiradas en uno de los rincones, dijo:
-Sí, está bien pensado. Primero los cebamos y cuando estén algo más
gorditos, nos los comemos, jijiji.
Ginés nos descargó junto a la hoguera. Batiste se abrazó a mí. Estaba
muerto de miedo. Le temblaba todo el cuerpo. Aquel energúmeno nos ofreció un
pedazo de pan duro y un plato en el que se adivinaban unas patatas con unos
pequeños trozos de carne de pollo. A pesar de nuestro miedo, comimos con
avidez. Ni recordábamos cuándo había sido el último día que habíamos tenido
oportunidad de tomar bocado. Gaspar no dejaba de mascullar palabras que
ininteligibles se escapaban, de entre sus labios finos, como silbidos. Intenté
no prestarle atención a sus comentarios para evitar que el miedo hiciese mella
en mí también.
-Ya está bien de tanta cháchara. –Gritó Aurelio, Tamallet. –Sois una
pandilla de vagos. Todo lo tengo que hacer yo. Tú, recoge esos bártulos que hay
en ese rincón y apaga la hoguera. A este paso, los guardias de asalto, nos van
a encontrar y pescar en menos que canta un gallo.
Tanto Gaspar como los otros dos delincuentes saltaron ante la voz de
mando del pistolero. Apagaron la hoguera y se dispusieron a recoger los fardos
disimulados tras los cajones.
-Quiero que lo dejéis todo limpio como si no hubieseis estado aquí
nunca. –Les gritó con una voz seca y autoritaria. –La señora no tardará en
llegar y esto parece una pocilga.
Mientras hablaba, Andreu había tomado a Batiste de una mano y,
haciéndole una seña, lo había llevado hacia unos cajones más apartados, de
donde estaban los ladrones. Batiste temblaba como una hoja, pero, al mismo
tiempo, tenía la seguridad de que su amigo, Andreu, lo protegería de aquellos
asesinos.
-Venga, que es para hoy. Barre esas cenizas y que no quede ni una
ascua de la hoguera. –Les gritaba Tamallet con rudeza.
Ginés corría de un lado para otro apartando las cajas y cajones.
Parecía haberse olvidado de los niños que se escondieron esperando la
oportunidad de salir corriendo de allí en el momento más adecuado. De pronto se
escuchó el motor de un coche que se acercaba. Uno de los malhechores corrió
hacia la entrada del tinglado y al instante, regresó y jadeante dijo:
-Se acerca el coche de la señora.
Aurelio no dijo nada. Se levantó el cuello de la cazadora y se caló la
gorra. Cruzó los brazos y esperó a que el coche entrase hasta situarse cerca
del montón de cajas donde se habían escondido los dos niños. Batiste miró a su
amigo para intentar averiguar si debían permanecer allí o, por el contrario, huir.
Andreu no sabía muy bien qué hacer, sin embargo, la curiosidad de ver quién
llegaba en aquel lujoso coche, pudo más que el miedo a los bandidos. Le hizo un
gesto de silencio a su asustadizo amigo y asomó la cabeza para poder ver quien
se apeaba del vehículo.
-Estimada señora. Nos volvemos a encontrar, aunque no en las mismas
circunstancias.
Siempre disfruto mucho y paso un muy buen momento entre tus letras.
ResponderEliminarEsperando por más!
Abrazo gigante😊💕💕💕
Muchas gracias amiga
EliminarContinuará con la esperanza de entretener y divertir. Un abrazo muy grande.