sábado, 5 de febrero de 2022

02 EL TINGLADO

           



            Ginés, que era así como se llamaba el lugarteniente de Tamallet, semejaba ser un auténtico gigante. Aquel montón de carne con huesos, nos cogió, a Batiste y a mí, por el pescuezo como si fuésemos un par de gazapos. Nos colocó a cada uno de los lados de sus caderas y comenzó a caminar, con paso firme, hacia uno de los tinglados del puerto. Batiste me miró con el terror dibujado en su cara, más tarde, cuando pudimos hablar sin que nadie nos viese, me confesó que temió que, aquel energúmeno, tuviese la intención de descuartizarnos y guisarnos para su almuerzo. En el interior de aquel cobertizo se encontraban el resto de la banda de Aurelio, más conocido por Tamallet; el ladrón y asesino más popular y temido de la ciudad de Valencia y alrededores. Aquel hombre se decía que había cometido los delitos más atroces que se pueda uno imaginar. No tenía escrúpulos de ningún tipo, Podía degollar a un anciano como a un niño sin inmutarse. Se decía de él que había asesinado a más de veinte personas por encargo y que otras tantas víctimas lo habían sido por encontrarse en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. También se rumoreaba que había amasado una gran fortuna a lo largo de su carrera de delincuente y que, debido al volumen de ésta, se había visto obligado a contratar a un administrador para que pusiese orden en sus finanzas. Se dijo que el contable era diestro en los negocios y, ante el gran volumen de ganancias de Tamallet, había creado una especie de empresa con que compraba propiedades y que, incluso, se dedicaba a dar préstamos, a alto interés, de manera que, usaba a los secuaces de Tamallet para cobrar los beneficios cuando no le pagaban. A pesar de que ese ejercicio de usura aumentaba la fortuna del asesino, a éste no parecía gustarle esa forma de administrar su dinero y cuando se enteró de algunas de las operaciones donde intentaba estafarle en las cuentas, un día, sin previo aviso, lo despidió con su particular estilo; le disparó cuatro tiros sin ninguna contemplación. A partir de ese momento, el propio Aurelio, se encargó de controlar su patrimonio. El asesino, se volvió más hermético de lo que había sido hasta entonces; no contó a nadie el volumen de sus ganancias por el crimen. Aquel secretismo alimentó la leyenda de que Tamallet había escondido gran parte de su fortuna enterrándola en un huerto. Se especuló sobre dónde se podría encontrar o si, en realidad, todo era falso y no disponía de nada, salvo lo conseguido en cada golpe que daba porque, el administrador se lo había robado todo.


El rudo gigante que cargaba con los dos asustados niños, se dirigió hacia el centro del cobertizo. Allí ardía una hoguera que tres hombres alimentaban lanzando cajones de madera vacíos y pajas que se amontonaban desordenados por todo el lugar. El crepitar de las llamas semejaba una queja que se saciaba con la virulencia con la que, los secuaces de Tamallet, la golpeaban en cada uno de los cajones que tiraban. Con un par de zancadas, Ginés se aproximó al punto de luz y calor. Durante unos eternos minutos, nos mantuvo suspendidos en el aire, como si barajase la idea de lanzarnos a aquella seductora hoguera.

-¡Qué cargado que vas! ¿Nos traes la cena? A mí me gustan tiernos como esos que llevas ahí. A esos dos casi me los comería como aperitivo.

El energúmeno que hizo ese comentario era otro malhechor al que llamaban Gaspar, apodado ‘El Manco’ porque tenía fama de tener las manos muy hábiles para robar cualquier cosa sin ser visto. Era del mismo tamaño que Ginés, pero mucho más delgado. Hablaba a golpes. Juntaba los labios de manera que, al soltar el aire creaba un siseo final como si se tratase de una serpiente dotada con la cualidad del habla. Gaspar se acercó con la intención de descargar a su compinche de nuestro peso, pero Ginés lo detuvo.

-¡Quita, animal! Estos niños son de Aurelio. Me ha pedido que les dé comida y que no les pase nada. Saca un par de platos y sírveles las sobras de lo que cocinamos ayer.

Gaspar emitió lo que parecía ser una risa y, mientras se dirigía hacia una de las cajas que había tiradas en uno de los rincones, dijo:

-Sí, está bien pensado. Primero los cebamos y cuando estén algo más gorditos, nos los comemos, jijiji.

Ginés nos descargó junto a la hoguera. Batiste se abrazó a mí. Estaba muerto de miedo. Le temblaba todo el cuerpo. Aquel energúmeno nos ofreció un pedazo de pan duro y un plato en el que se adivinaban unas patatas con unos pequeños trozos de carne de pollo. A pesar de nuestro miedo, comimos con avidez. Ni recordábamos cuándo había sido el último día que habíamos tenido oportunidad de tomar bocado. Gaspar no dejaba de mascullar palabras que ininteligibles se escapaban, de entre sus labios finos, como silbidos. Intenté no prestarle atención a sus comentarios para evitar que el miedo hiciese mella en mí también.

-Ya está bien de tanta cháchara. –Gritó Aurelio, Tamallet. –Sois una pandilla de vagos. Todo lo tengo que hacer yo. Tú, recoge esos bártulos que hay en ese rincón y apaga la hoguera. A este paso, los guardias de asalto, nos van a encontrar y pescar en menos que canta un gallo.

Tanto Gaspar como los otros dos delincuentes saltaron ante la voz de mando del pistolero. Apagaron la hoguera y se dispusieron a recoger los fardos disimulados tras los cajones.

-Quiero que lo dejéis todo limpio como si no hubieseis estado aquí nunca. –Les gritó con una voz seca y autoritaria. –La señora no tardará en llegar y esto parece una pocilga.

Mientras hablaba, Andreu había tomado a Batiste de una mano y, haciéndole una seña, lo había llevado hacia unos cajones más apartados, de donde estaban los ladrones. Batiste temblaba como una hoja, pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que su amigo, Andreu, lo protegería de aquellos asesinos.

-Venga, que es para hoy. Barre esas cenizas y que no quede ni una ascua de la hoguera. –Les gritaba Tamallet con rudeza.

Ginés corría de un lado para otro apartando las cajas y cajones. Parecía haberse olvidado de los niños que se escondieron esperando la oportunidad de salir corriendo de allí en el momento más adecuado. De pronto se escuchó el motor de un coche que se acercaba. Uno de los malhechores corrió hacia la entrada del tinglado y al instante, regresó y jadeante dijo:

-Se acerca el coche de la señora.

Aurelio no dijo nada. Se levantó el cuello de la cazadora y se caló la gorra. Cruzó los brazos y esperó a que el coche entrase hasta situarse cerca del montón de cajas donde se habían escondido los dos niños. Batiste miró a su amigo para intentar averiguar si debían permanecer allí o, por el contrario, huir. Andreu no sabía muy bien qué hacer, sin embargo, la curiosidad de ver quién llegaba en aquel lujoso coche, pudo más que el miedo a los bandidos. Le hizo un gesto de silencio a su asustadizo amigo y asomó la cabeza para poder ver quien se apeaba del vehículo.

-Estimada señora. Nos volvemos a encontrar, aunque no en las mismas circunstancias.

 

 

 

 

 

 


2 comentarios:

  1. Siempre disfruto mucho y paso un muy buen momento entre tus letras.
    Esperando por más!
    Abrazo gigante😊💕💕💕

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    1. Muchas gracias amiga
      Continuará con la esperanza de entretener y divertir. Un abrazo muy grande.

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