I
Hace
unos cuantos años me apunté a una excursión. En el autobús todos se conocían
excepto una señora muy mayor y yo. Éramos «las
forasteras» del grupo. Cuando llegó la hora de la comida se dispusieron en
las mesas reservadas junto a los conocidos, de manera que aquella anciana y yo
ocupamos la única mesa solitaria situada bajo el hueco de una escalera.
-Creo
que nadie quiere sentarse aquí. –Reflexionó la anciana con una mueca que semejó
ser una amplia sonrisa.
-No
se preocupe. -Le respondí. –Tampoco los necesitamos para poder comer.
La
diminuta mujer asintió.
-Es
lógico que tengan miedo a lo desconocido. –Hizo un gesto de desprecio y
prosiguió. –¡Ignorantes! No saben lo que se van a perder.
Un
camarero se acercó hasta nuestra mesa para servirnos, la diminuta anciana
guardó silencio mientras éste depositaba los platos. En el momento en el que se
alejó volvió a hablar.
-Cuando
era muy joven viví una situación muy parecida a la que se ha producido en esta
excursión, aunque el transporte no era el mismo. –Tomó el vaso y bebió un sorbo
de agua para continuar con su relato. Echó una discreta ojeada a las otras mesas
para cerciorarse de que nadie nos prestaba atención y a continuación, prosiguió
con su relato.
-Cuando
era joven yo poseía un don. Por inverosímil que te parezca, aquella gracia, por
llamarla de alguna manera, cambió toda mi vida.
-¿Y
en qué consistía ese don? –Le pregunté interesada.
-Consistía
en algo sencillo o, al menos, a mí me lo asemejaba.
-¿Sí?
¿Qué era? –Pregunté entre interesada y divertida.
-Muchas
veces, cuando me encontraba en una habitación algunos de los objetos de las
mesas o las estanterías se movían elevándose por encima de mi cabeza.
-¿En
serio? –Le interrumpí con cierto tono escéptico.
-¡Por
supuesto! Si había una caja de lápices éstos salían del estuche y danzaban por
la sala o se cambiaban los objetos de sitio sin llegar a tocarlos. Siempre me
han gustado las flores, por eso allá donde iba a pasar un tiempo tenía un
jarrón lleno, pero, cuando mi don se manifestaba, éstas se marchitaban al
instante.
-¡Qué
extraño! –Le atajé intrigada.
-Se
debía a un descenso drástico de la temperatura provocado por mi don. Una
corriente de aire helado las secaba de inmediato.
-¡Asombroso!
–Exclamé. –¿Y eso le ocurría con frecuencia?
La
anciana me miró con seriedad.
-Puede
que te asemeje una tontería lo que te voy a contar, pero todos estos fenómenos
los provocaba un espíritu errante con el que, tras muchos tropiezos, logré comunicarme.
Pero temo aburrirte con mi relato.
-No,
no, al contrario. No logro salir de mi asombro. Por favor continúe. ¿Cómo tuvo
el contacto con ese espíritu?
Prosiguió.
-La
primera vez que me sucedió fue cuando tuve que acompañar a mi esposo a Londres
donde permanecería unas cuantas semanas con motivo de unos negocios bursátiles.
Me sentía insegura como para aventurarme a salir a la calle hasta que él
regresaba de su trabajo, por eso pasaba muchas horas sola en el hotel, de las
cuales, la mayoría, eran en la habitación. Un día, una de las camareras del
hotel me informó de que en el hotel existía una pequeña biblioteca para los
clientes. Decidí salir en busca de alguna lectura que paliase mi soledad. Aquella
sala de lectura era un pequeño cuarto con tan solo dos estantes llenos de
libros. Daba la sensación de que los que allí se acumulaban habían sido
olvidados por los viajeros pues, en un primer vistazo comprobé que había de
distintas lenguas; pensé que procederían de los cotidianos olvidos de los
propios clientes. De entre todos solo había uno de ellos escrito en español con
el curioso título de: Bajo su propio riesgo de un tal Ángel López
de Gracia. Comencé la lectura más por curiosidad que por interés. Desde
las primeras líneas se dejaba entrever que quien lo había escrito era algún
charlatán de pocas luces, mucha suerte y gran picardía. Leí la introducción y
pensé en abandonarlo casi al instante, pues aquello semejaba ser una
charlatanería sin sentido, sin embargo, algo de aquella verborrea me atrajo. Seguí
leyendo el primer capítulo titulado el cual había titulado como «El poder de
la mente». Para mi sorpresa, no tenía nada que ver con lo escrito que le
precedía. Me fascinó. El autor manejaba una cantidad de términos
científicos que desconocía. Tuve la sensación de que el texto escondía algo más
que la superchería que había mostrado en las primeras páginas.
Permanecía
absorta en la lectura cuando noté un chasquido junto a mí. Al principio, no le
presté mucha atención hasta que éste se convirtió en un sonido agudo. Levanté
la cabeza y miré a mi alrededor intrigada por saber de dónde procedía. Me
encontraba sola, a pesar de todo, aquella especie de zumbido, no dejaba de
emitirse cerca de la butaca donde me encontraba sentada. Tras unos segundos de
duda, volví a enfrascarme en la lectura, pero el susurro se hizo más intenso, a
continuación, pude ver humo junto con el olor característico de los…
II
-¿Humo?
–Le interrumpí. –¿Se quemaba algo?
La
anciana soltó una risita y continuó con su relato.
-El
espíritu intentaba contactar conmigo fuese como fuese, así que tomó una caja de
cerillas que había sobre la chimenea y fue encendiéndolas una a una. Los
fósforos ardían provocando un pequeño destello que iluminaba a lo que semejaba
ser una sombra. Los encendió hasta que se cercioró de que captaba mi atención.
Por un momento se produjo el contacto visual hasta mostrar su personalidad. Se
trataba de una mujer inglesa; me dijo que se llamaba Stella Cransh quién
murió en 1898 víctima de las heridas que le propinó su esposo a causa de un
ataque de celos. Bastaron unos pocos segundos para ponerme en antecedentes de
cómo había sucedido su asesinato, el cual quedó impune ante los ojos de la ley.
No sabría explicar cómo lo hizo, pero me transmitió la profunda pena que sentía,
junto con la amargura de no poder descansar en paz.
Cuando
terminó ese encuentro quedé tan exhausta que no tenía fuerzas ni para
levantarme del sillón donde me encontraba. De pronto se abrió la puerta de la
biblioteca y entró un caballero. Esbozó un saludo, pero al verme tan pálida y
casi sin aliento, me obsequió con un poco de agua con la que recobré las
fuerzas. Cuando fui capaz de articular alguna palabra, le pregunté si había
visto salir a alguna mujer de aquella sala, a lo que me respondió que había percibido
una especie de gemido que le impulsó a entrar.
Harry Print, que era así como se
llamaba, era un periodista norteamericano que formaba parte de una sociedad internacional
de estudios paranormales y, casualmente, dicho grupo, se encontraba reunido en
su congreso anual.
Aquella
extraña coincidencia, junto con su cortés interés por mi salud logró que pronto
me resultase sencillo sincerarme con aquel amable caballero. Le conté el raro
encuentro que había sufrido con Stella Cransh relato que atendió con gran
interés. Harry Print me explicó que poseía una larga experiencia en ese campo
hasta el punto de haberse especializado en desenmascarar a muchos charlatanes y
estafadores.
De
todo aquel suceso, lo que más me preocupaba era la historia de aquella pobre
mujer que había muerto sin conseguir justicia y que se veía privada del
descanso de su alma. El periodista me prometió que me ayudaría en todo aquello
que estuviese en su mano. En primer lugar, me animó a volver a contactar con
Stella para que nos diese más datos sobre su asesinato. Le expresé mis dudas
sobre la posibilidad de que se repitiese ese contacto, no obstante, el
periodista insistió en que resultaba necesario intentarlo. Ante mis reiteradas
dudas me propuso la que él consideraba la manera más eficaz para volver a
contactar con la muerta otra vez y que era someterse a una sesión de hipnosis.
La
anciana hizo una pausa para beber unos sorbos de agua. No había probado nada
del plato que tenía delante ni yo tampoco. Reanudó su relato.
III
-Por
aquel entonces la hipnosis se debatía en ser considerada como una innovación
científica o un espectáculo de feria ambulante. Se había dado el caso de que más
de un charlatán se hacía pasar por un científico renombrado para experimentar
con la mente de la gente crédula y fácil de manejar. Al principio, me pareció
una idea descabellada. Print intentó darme confianza para ello, pero le dije
que no daría un paso de esa envergadura sin consultárselo a mi marido. Por la
noche, cuando éste regresó de sus negocios en la Bolsa de Londres, le narré
todo lo que me había sucedido en la sala, así como la posibilidad de someterme
a la hipnosis para intentar resolver el caso. Para mi asombro, a mi marido,
aquel experimento, le pareció una magnífica idea. Lo conocía bien y sabía que
no creía en todo aquello que no se pudiese demostrado, palpable y por mucho que
le insistí en que aquello no me parecía ni ético ni moral, insistió en que
participase en lo que él mismo calificó como un verdadero experimento de la
ciencia. Tras sus ruegos accedí, pero con la condición de que sólo lo haría si
él me acompañaba. Como sabía que su trabajo era prioritario creí que así
lograría disuadirle de su empeño, sin embargo, para mi sorpresa, accedió a
hacerlo sin ninguna reticencia de tener que perder un día entero en dicho
episodio.
Arropada
por mi marido y por el periodista Print, llegué a la casa del hipnotizador. La
sola idea de que alguien pudiese entrar en mi mente sin mi permiso me daba
pavor. El hipnotizador, que se autodenominaba doctor en la ciencia de la
ilusión, había colgado un rótulo a la entrada en la que se podía leer la
siguiente leyenda:
«Estas en la morada del Gran Filias hipnotizador
mago y doctor en la ilusión.»
A continuación,
con letras más pequeñas advertía:
«Eres bien recibido si crees en la magia,
de lo contrario, no te molestes en llamar a la puerta.»
Quien
abrió la puerta fue un hombre bajito de cara muy redonda. Lucía unos grandes
bigotes que retorcía como si fuesen auténticos muelles. Vestía de riguroso
negro, sin embargo, no lograba esconder su rechoncha panza.
Harry
Print y mi marido le expusieron lo que ellos consideraban que me había sucedido
como si se tratase de un fenómeno extraordinario. Con todo lujo de detalles ambos
le contaron todo lo que me había sucedido. El hipnotizador les escuchó sin
decir ni una palabra. Esperó a que ambos concluyesen sus explicaciones para pedirme
que fuese yo, con mis propias palabras, la que le contase mi experiencia.
Debo
admitir –Dijo la anciana tras realizar una larga pausa. –Que le describí el
fenómeno paranormal que había vivido con pavor. No podía sentirme segura de
algo que se escapaba a lo que se suele tener como normal; mientras se lo
contaba, el hipnotizador, se quitó la chaqueta y se vistió con una túnica
morada ribeteada con una cenefa dorada. De una cajita que tenía sobre la mesa
extrajo un anillo remachado con un gran ojo que se colocó en el dedo índice.
Aquel artilugio parecía tener vida propia pues, cada vez que movía la mano
semejaba que miraba a través de él. Intenté ignorarlo, pero, como si se tratase
de un imán, me sentí seducida por el ojo que se movía al antojo de la mano del
Gran Filias. Tardé muy poco en quedar atrapada por aquella superchería y
sumirme en un profundo sueño.
Cuando
me desperté me sentí muy cansada. No recordaba absolutamente nada de lo ocurrido
en la casa del hipnotizador y esa inconsciencia me duró hasta en el trayecto de
regreso al hotel. Lo curioso es que nunca he sabido qué ocurrió durante esas
horas. Se borraron de mi mente como si nunca hubiesen llegado a suceder.
La
anciana dejó de hablar cuando el camarero comenzó a dar vueltas a nuestro
alrededor. Los excursionistas se levantaban de sus mesas y con ese gesto, parecía
animarnos a que los imitásemos. La anciana tomó el pan que había sobre la mesa
y lo guardó en su bolso. A continuación, se levantó indicándome, con un gesto
de su cabeza, que la siguiese. Nos dirigimos hacia el autobús donde el resto de
los miembros de la excursión ya se habían subido. El trayecto fue en completo
silencio. La anciana esbozaba una sonrisa que contagiaba serenidad. Subimos al
autobús. El alboroto de los otros excursionistas provocó que ambas
permaneciésemos en silencio durante un buen rato. Cuando se calmó el ambiente,
la anciana me miró y comentó:
-Creo
que por mi culpa no has podido comerte el postre.
-No
se preocupe. –Le respondí. –No tiene mayor importancia. Pero sigo muy intrigada
por saber qué le ocurrió después de someterse a la sesión de hipnosis.
La
anciana soltó una risita parecida a la cantinela de una cascada.
-¿De
verdad quieres saberlo?
-¡Por
supuesto! –Contesté con toda la rapidez que pude. –Volvió a contactar con el
espíritu de Stella Cransh, ¿verdad?
-Por
muchos esfuerzos que he hecho nunca he sabido qué sucedió en la casa del
hipnotizador. Ese tiempo oscuro representa como mirar a un abismo sin fondo con
una sensación amarga de vacío. Después de aquello –Prosiguió con la historia. –Estuve
más de un día sin moverme de la cama. Mi marido se encontraba asustado al verme
así y el periodista Print se sentía culpable de haberme inducido a la sesión de
hipnosis. En mi mente se entremezclaban los miedos y las sombras hasta que
acumulé el suficiente valor para levantarme de la cama. Tanto mi marido como el
solícito periodista norteamericano me agasajaron hasta hacerme recuperar las
fuerzas y el ánimo. Los dos temían dejarme sola, pero tuvieron que asumir que
si no lo hacían no volvería a contactar con el espíritu de Stella Cransh y el
misterio de su muerte quedaría por resolver.
-¿Y
lo logró? –Le pregunté con gran interés.
-¡Claro!
Stella necesitaba descansar en paz y para ello precisaba de alguien como yo que
le ayudase a lograrlo. Cuando la evoqué no tardó ni medio segundo en
manifestarse. Parecía leer mi mente pues, algo que no sabría cómo explicar, me
sentía más receptiva a su presencia. Era como si una ventana se hubiese abierto
en mi cabeza y por ella se pudiese filtrar la personalidad de la muerta. Ya no
hacía falta que la viese o sintiese porque ya había logrado entrar en mí.
-¡Asombroso!
–Grité.
-Por
difícil que pueda resultar de imaginar Stella Cransh se acomodó en mi cabeza.
-¿La
poseyó? –Le interrumpí asustada.
-¡Por
supuesto que no! –Me contestó con rapidez. –Eso son paparruchadas
cinematográficas que nunca se dan en la vida real. Nadie puede poseerte porque
si lo hiciese anularían tu propio espíritu. La pobre Stella, carente ya de un
cuerpo físico, necesitaba a alguien que la transportase, por eso se instaló en
uno de los recovecos de mi mente. Ella me llevó hasta la casa donde fue
asesinada, localizamos el arma homicida que la policía había sido incapaz de
encontrar.
-¿Cómo
la mató? –Volví a interrumpirle.
-¡No
seas impaciente! Todo a su tiempo. Hacía tiempo que su marido la maltrataba. La
encerraba en la casa cuando él se iba e, incluso, había llegado a atarla a una
silla para asegurarse que no escaparía.
-¡Canalla!
–Dije sin poder ocultar mi indignación.
-Sí
y, por desgracia, resultó impune por todo aquello que le hizo.
Los
nuevos habitantes de su casa resultaron ser una adorable joven pareja. Tuve que
mentirles diciéndoles que, en otro momento, había vivido allí y que tenía
deseos de verla por dentro. Fue Stella la que me indicó lo que debía buscar en
el salón, aunque había cambiado tanto desde que ella vivió allí hasta entonces
que le resultó muy complicado encontrar lo que buscaba, no obstante, supo
localizarlo con gran facilidad.
-¿Qué
buscaba? –Le interrumpí ansiosa por saber de qué se trataba.
La
anciana sonrió ante mi desmesurado interés.
-Algo
muy simple. En uno de los ángulos tenían expuesta el ánfora que había sido del
padre de Stella y donde su marido había escondido la prueba del delito. A través
de mis ojos Stella encontró lo que buscaba.
IV
-Ante
la atónita mirada de la joven pareja, metí la mano en el interior de la vasija
y extraje la llave de la caja de seguridad del banco. Cuando me despedí de la
encantadora pareja que vivía en su casa creo que Stella realizó algo insólito,
puesto que, muchos años después, volví a verlos y ambos negaron haberme visto
en ningún momento de sus vidas.
-¿En
serio? –Le dije sorprendida. –Quizás les borró esos minutos de sus memorias.
-Todo
es posible. –Afirmó la anciana que cayó como si no fuese a continuar con su
relato.
-Ya
tenía la llave y entonces…
La
anciana sonrió ante mi insistencia por saber el final del relato.
-Y entonces me dirigí a la sucursal del banco
donde Stella Cransh tenía la caja de seguridad.
-Pero
no podría acceder. –Me adelanté a puntualizarle.
-¿Por
qué lo dices?
-Pues
porque esas cajas sólo pueden abrirlas sus titulares y usted, aunque tuviese la
llave, no lo era.
La
anciana me miró con sorna.
-Tienes
razón, pero sólo en parte. Te olvidas de un detalle y es que Stella estaba
conmigo. Yo sólo tuve que prestarle mi cuerpo durante unos minutos. Ella fue la
que se personó para hablar, identificarse y firmar con su propia letra y el
problema estuvo resuelto.
No
podía salir de mi asombro. La anciana me había dicho que el espíritu de Stella
no la había poseído, sin embargo, cuando necesitó de su ayuda, ella se apartó y
le dejó hacer con su cuerpo todo lo que se le antojó.
Su
risa sonó como una veloz corriente de agua.
-Sé
lo que estás pensando, pero te equivocas. Te repito que ni por un instante el
espíritu de Stella llegó a adueñarse de mi voluntad. Piensa que ambas habíamos
llegado a un acuerdo y nada más. Pero si no te convencen mis palabras dejo el
relato en este punto y ya está.
-No,
no, por supuesto que lo creo todo. Es sólo que me parecía imposible que un
fantasma tuviese la posibilidad de hacer todo lo que me ha contado.
-Te
sorprenderías de ver lo que es capaz de lograr un espíritu. Pero sigo con el
relato que ya casi está tocando a su fin.
-Sí,
por favor.
-Abrí
la caja y allí estaba la daga con la que fue asesinada Stella junto a un
paquete de cartas atadas con una cinta, además de una nota dentro de un sobre.
La
anciana cayó.
-¿Y?
Me
miró muy seria. Tardó en hablar.
-No
hacía falta que las leyese. Stella se encontraba en mi cerebro y ella conocía
perfectamente lo que decía aquella nota.
-Por
supuesto que ella lo sabía y que usted lo compartía, pero yo no y tengo mucha
curiosidad por saber el final de la historia.
En
ese instante el autobús se detuvo. Los ocupantes se dieron mucha prisa por
desalojar el vehículo. La anciana se levantó y con una agilidad pasmosa fue una
de las primeras en apearse del vehículo. Corrí tras ella, pero por mucho que lo
intenté no logré alcanzarla. Desapareció de mi vista. Pregunté a algunos de los
ocupantes de la excursión, pero ninguno supo darme ninguna razón sobre ella. Me
acerqué al conductor y le pregunté se la había visto.
-¿Qué
anciana? En esta excursión no había ninguna.
-Se
trataba de una mujer muy mayor, pequeñita. Ha estado sentada conmigo durante
todo el viaje.
El
conductor me miró y con una mueca extraña me respondió.
-Has
estado sola a lo largo de todo el día.
Me
quedé perpleja ante su respuesta.
-La
verdad sea dicha que tampoco me fijo mucho en lo que ocurre o habláis entre
vosotros. Siempre voy pendiente de la carretera que esa es mi obligación.
El
conductor se rascó la cabeza como queriendo excusarse de su falta de
información y se alejó de mí.
Cuando
llegué a casa me sentí derrotada. Estaba segura de haber hablado con aquella
extraña mujer que ante mi vista se había evaporado en el aire. Me senté en el
sofá. Tomé el periódico del día y distraídamente lo abrí por cualquier página.
La foto de la anciana estaba allí. En la noticia se decía que por fin habían
encontrado el cadáver de la mujer desaparecida. La mal redactada noticia
indicaba que hacía más de una década que había desaparecido. Entre los rasgos
biográficos que se daba de ella, se mencionaba que era muy conocida en algunos
círculos artísticos por sus relatos fantásticos publicados en revistas y que
ante el éxito de los mismos que se recopilaron en un libro titulado: El
misterioso caso de la anciana desaparecida. Cerré el periódico y sin poder
evitarlo reí a carcajadas.
Cómo no has engañado y nos en volviste con tu soberbio relato!!Felicitaciones .lo pase maravillosamente bien!!
ResponderEliminarMuchas gracias amigas. Mi intención era y es la de haceros pasar un buen rato en la lectura. Muchas gracias por visitar mi blog. Un abrazo.
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