Ricardo no suele madrugar.
Sabe que nadie le va a quitar su puesto de libros ambulantes. Como anda mal de
las rodillas suele dejar su mercancía arrinconada junto la verja de la entrada
de la facultad de filosofía. ¿A quién le puede interesar unos libros de segunda
mano?
Cuando ha tendido la
sábana y ha ordenado los libros por temática, despliega su silla plegable y se
sienta a contemplar a los viandantes. A veces, para matar el tiempo, toma uno
de los libros y lee algunas páginas y en otras ocasiones entona alguna canción
revolucionaria. Una de las cosas que más le gusta hacer es hablar con los
estudiantes que se paran a contemplar los títulos que ofrece. No son muchos,
pero siempre hay alguno al que le pueda dar su opinión sobre una novela o
alguna que otra explicación sobre lo que pasó en el Imperio romano o durante la
Segunda Guerra Mundial.
Pero para Ricardo, el
mejor momento del día es cuando salen las niñas del colegio cercano a su
puesto. Le gusta hablar con ellas. Se ha hecho amigo de tres niñas de pocos
años que siempre se detienen en su puesto.
–¡Hola Ricardo! –le
saludan las tres con entusiasmo.
–Hola mis princesas. Como
os había prometido, hoy os he traído un regalo. –les responde con tono cariñoso.
Su madre lo miraba con recelo, pero cambió la expresión
de su cara cuando Ricardo les sacó unos cuentos y se los regaló.
–Me dijisteis que os
gustaba Prometeo; y os he traído un cuento para que podáis leer su mito.
–Muchas gracias –le
contestan las tres a coro animadas por su madre.
Contemplé la escena desde
la acera, junto al semáforo. Me asombró que Ricardo les hubiese hablado de
Prometeo, ese mito griego que desafió al mismísimo Zeus y consiguió robar el
fuego a los dioses. Espero que las niñas, cuando crezcan, recuerden a Ricardo
como ese hombre que les explicó que el fuego tenía origen divino.
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