"No, no es un círculo, es una O" Esa
era la discusión de todas las mañanas cuando cruzábamos el puente y nos
encontrábamos al mendigo, allí, sentado en un lateral del puente, con su eterna
sonrisa. Aquel mendigo nos miraba sin vernos. Recuerdo sus pequeños y profundos
ojos que se adivinaban dentro de su flaca cara. Me fascinaba su eterna y
desdentada sonrisa. Todos los días hacía la misma operación. Llegaba al pont
de fusta, uno de los puentes más transitados sobre el antiguo cauce del río
Turia. (Quizá os preguntéis por qué lo llaman de fusta si, en realidad, era de
asfalto. Yo también me hacía esa pregunta, pero mi hermana me lo explicó. Había
sido de madera pero las riadas se lo habían llevado y la última vez que lo
reconstruyeron fue más sólido.) Pero el puente no es el tema de este relato
sino aquel hombre que no estaba
siempre a las mismas horas que yo cruzaba pero no por ello dejaba de ser el centro de mi interés infantil. Si algo le caracterizaba, además de su eterna sonrisa, era que en su atuendo no había ni una mancha que denotase su miseria. Su extrema delgadez me hacía pensar que comía lo justo para mantenerse en pie. Si alguna vez lo veía llegar a su puesto, siempre hacía lo mismo, dejaba su muleta tumbada sobre el suelo y sacaba un pañuelo de caballero que, aunque arrugado de estar en su bolsillo, él lo extendía, con sumo cuidado, a modo de almohadilla y así podía sentarse y no mancharse el traje de chaqueta, gris perla, que mantenía impoluto. Una vez sentado, proseguía con el ritual de descalzarse la pierna ortopédica. La depositaba junto a él, de manera que el viandante podía adivinar el muñón de su pierna, a la altura de la rodilla, en el interior de la pernera del pantalón.
siempre a las mismas horas que yo cruzaba pero no por ello dejaba de ser el centro de mi interés infantil. Si algo le caracterizaba, además de su eterna sonrisa, era que en su atuendo no había ni una mancha que denotase su miseria. Su extrema delgadez me hacía pensar que comía lo justo para mantenerse en pie. Si alguna vez lo veía llegar a su puesto, siempre hacía lo mismo, dejaba su muleta tumbada sobre el suelo y sacaba un pañuelo de caballero que, aunque arrugado de estar en su bolsillo, él lo extendía, con sumo cuidado, a modo de almohadilla y así podía sentarse y no mancharse el traje de chaqueta, gris perla, que mantenía impoluto. Una vez sentado, proseguía con el ritual de descalzarse la pierna ortopédica. La depositaba junto a él, de manera que el viandante podía adivinar el muñón de su pierna, a la altura de la rodilla, en el interior de la pernera del pantalón.
Me fascinaba aquel artilugio que usaba como pie
y que había envejecido al mismo ritmo que él. Esa falsa pantorrilla de madera,
hueca para poder calzar el muñón y rematada por un zapato negro al que le
habían insertado un símbolo, una A dentro de un círculo, me intrigaba más que
su famélico aspecto. ¿Qué podría significar aquel símbolo? Estaba segura de que
debía de ser un mensaje cifrado, como esos que insertó Julio Verne en su
novela Matías Sandorf y que con tanto placer había leído ese curso, pero
no acertaba a adivinarlo. Cada día no dejaba de preguntarme ¿qué mensaje
críptico encerraría? Lo había buscado en mi libro de Sociales y no se hablaba
de él, ni tampoco lo había encontrado en ninguna de las enciclopedias que
teníamos en el colegio. Era para mí un misterio que tenía que resolver.
Una tarde, cuando volvía del colegio y hacía la ruta en
dirección a la estación del trenet, algo fijó mi atención en el puente, pues
dos hombres estaban hablando con el mendicante. Ambos eran oscuros, casi
opacos, al menos a mí me lo parecieron. No recuerdo qué tipo de ropa llevaban
pero sí su imagen densa frente al mendigo que, aunque los miraba, con sus
pequeños ojos, no parecía entenderles muy bien, quizá no podía oírles, pensé.
Los dos hombres se inclinaban cada vez más hacia él para hablarle y uno de
ellos, a su vez, comenzó a tirarle de uno de los brazos como queriéndole
indicar que debía levantarse del suelo. Crucé el puente. Me detuve en el
semáforo y mientras esperaba a que se pusiese en verde para mí, volví la cabeza
para mirar qué ocurría. El mendigo ya se había calzado su pierna ortopédica y,
con su muleta bajo el brazo, caminaba rodeado por aquellos dos hombres. Lo
hacía con su ritmo lento, sin prisa, casi diría que resignado.
Ya no volví a verlo nunca más.
Muchos años después averigüe el significado del
símbolo de su zapato. Comprendí que era un ácrata y que su falso pie, su
pulcritud y la limpieza de su vestimenta así como su pacífica actitud de
espera, lo confirmaban más aún si cabe. Una A dentro de un círculo, símbolo de
la solidaridad, o dentro de una O, la inicial de la palabra orden ese
orden social que, de haberse aplicado, no habría dejado a nadie como aquel
mendigo del pont de fusta abandonado
a su suerte.
El personaje era el centro de mi curiosidad infantil y creo que no debía ser olvidado por lo que representaba. Gracias por tu lectura y comentario.
ResponderEliminarEl personaje era el centro de mi curiosidad infantil y creo que no debía ser olvidado por lo que representaba. Gracias por tu lectura y comentario.
EliminarMuy buen relato. Me ha encantado. En cuanto al símbolo de la A dentro de un círculo, también pudiera corresponder al que usan los anarquistas, no cees?
ResponderEliminarMuchas gracias, cuando era pequeña no sabía qué significaba ese símbolo, pero, con el tiempo, comprendí que era un ácrata, un anarquista fiel a los principios que defendieron en su ideología ácrata.
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