Dicen que la adolescencia es una de
las etapas más complicadas de la vida de todos. Dicen que marcan para el resto
de tu vida las experiencias vividas durante esos años. Eso dicen, pero en mi
caso no creo que esa etapa haya sido tan decisiva. Recuerdo que durante
esos años sólo me dedicaba a estudiar, trabajar y volver a estudiar, pero,
claro, eran otros tiempos. Durante esos años, en mi familia, me asignaron una
nueva responsabilidad y fue el hacerme responsable de una prima, más
pequeña que yo que recogía a la salida del colegio. No fue una tarea fácil. A
pesar de su corta edad era bastante impertinente. Siempre que podía el trayecto
de regreso a casa lo hacía insoportable, pero dejemos el tema que ese ya es
otra historia.
Durante ese año, en el mejor día de
la semana era el que tenía más horas de clase y, por tanto, me eximía de la
obligación impuesta. A esa pequeña libertad de volver a casa sola se le unía la
emoción de poder coincidir con un estudiante del conservatorio. Aquel chico era
bastante corriente, tampoco era simpático, pero tenía un matiz especial que
provocó el que yo fijase mi atención en él y era la originalidad del hecho
de que fuese un percusionista. Durante el trayecto de regreso en el trenet
solía sacar las partituras, las estudiaba y con una baqueta practicaba el texto
musical. Ante mis ojos quinceañeros aquello era algo insólito. Sus movimientos
calculados, hechos con precisión, captaban mi atención. En su ensimismamiento
se mostraba indiferente a quien pudiese estar observándole, aquello aún me resultaba
más interesante.
Todo pasa dijo el poeta y la
adolescencia es pasajera como cualquier etapa de la vida de alguien.
Al siguiente curso ya no tuve que
recoger a la atolondrada de mi prima ni tampoco coincidí con el percusionista. No
me preocupó demasiado siempre había alguien en quien fijar mi atención en los
trayectos de ida y vuelta.
Hace unos pocos años me invitaron a una boda
(¡qué le vamos a hacer algunas son inevitables!). No conocía a todos los
invitados, por supuesto, pero cuál fue mi sorpresa cuando uno resultó ser el
músico percusionista de mi adolescencia. No voy a decir que su aspecto me
sorprendió. Había perdido su brillante y rizado cabello negro. Lucía una estudiada
calva que, a su vez, compensaba con un bigote y perilla minimalista. Lo observé
durante unos minutos, por fin me decidí y me acerqué para hablarle. Nunca lo había
hecho hasta entonces.
-Hola, sé que no me conoces pero cuando eras
estudiante subía en el mismo trenet de regreso a casa. Siempre te
observé mientras estudiabas tus partituras.
Esa fue mi primera frase de acercamiento. El
músico, acostumbrado a ser adulado por su arte, se quedó algo sorprendido por
mi saludo. Con una sonrisa estudiada me pidió disculpas por no acordarse
de mí. A continuación, comenzó a narrarme sus andanzas desde el punto en el que
le había dejado de ver. A los dos minutos, confieso que estaba muy aburrida. Debía
poner freno a esa cascada de autoestima que estaba presenciando.
No quise ser descortés, pero cuando
pude hablar, sin darle más tregua a sus explicaciones, le tendí la mano y le
dije:
-Ha sido un placer conocerte después
de tantos años.
Me fui segura de que no le habría causado muy
buena impresión mi freno a su ego. En ese instante comprendí mi voluble olvido.
Con el paso del tiempo, sigo opinando que la adolescencia no marca tanto como
algunos se empeñan en defender.
Mi querida amiga es un buen relato... y sí lo que te ilusiona, o de quien te enamoraste en en esos años puede, después de algún tiempo, defraudarte aburrirte..
ResponderEliminarUn abrazo
Con el paso del tiempo las cosas cambian de sentido, perspectiva, ya no valoras lo mismo y eso, creo que es lo mejor que nos puede pasar. Gracias Suni por tu lectura y comentario.
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