Para Issabbellita Coolcrochet
“En 1945, las cosas no ocurrían como las imaginaba.”
Al
menos eso era lo que siempre decía María cuando le preguntábamos por su viaje a
Barcelona.
María era
una mujer sencilla. Nunca había salido del pueblo salvo cuando tuvo que
acompañar a su amiga, Amparito, a resolver aquel tema. Hubiese ido a cualquier
parte del mundo por ella.
Amparito y
María no recordaban desde cuándo eran amigas, aunque tampoco les importaba ese
detalle. La complicidad que existía entre las dos hacía que no les hiciese
falta hablar para adivinar qué pensaban en ese instante.
Atrás comenzaban
a quedar los tiempos duros de la guerra aunque, parecía que la postguerra era
igual o más cruel. Su vida se regía por la simple regla de la necesidad ceñida a
la fábrica de yute donde ganar un jornal famélico. Todos los días, corrían para
no perder el trenet, aunque la mayoría de las veces, las dos amigas, por
ahorrarse unas perras, hacían el camino a pie. Luego, allí, dentro de la
fábrica de sacos, entre aquella nube viscosa de pelo que navegaba por la sala,
intentaban tejer el mayor número de metros de tela posible, para ganar alguna
prima al final de la semana.
Andaban
siempre confabulando, en especial cómo sería su futuro. Por supuesto, en su
imaginación éste ocurría fuera de esa nave, a campo abierto. Su vida debía
transcurrir con la luz natural, la de la huerta.
Ambas tenían
novios. Los dos eran agricultores. María estaba convencida que casarse era su
fortuna; ya no volvería a usar alpargatas sino zapatos, como las señoras de
Valencia. Imaginaba que, por el pueblo, se desplazaría con una calesa, tirada
por dos corceles blancos, pues, su novio, un hacendado, presumía de tener
suficiente pan en casa.
« ¡Qué ciega
estaba! No quería darme cuenta de que en casa de mi novio, todo lo que tenían, era
una pura bagatela. Mis suegros, sí, tenían pan y judías secas, pero en esa casa
no había dinero ni tampoco lo más importante para vivir: armonía. Cuando me
casé, cuando conviví realmente con ellos, comprendí que la rica era yo que sin
presumir, había sabido sobrevivir, a las penurias, con mi trabajo y mi ingenio.»
María, a lo
largo de toda su vida, se lamentó del engaño que había vivido, durante esos
años, cegada por el esplendor de la apariencia.
Para Amparito
la situación era distinta. Ella no se podía sentirse engañada con su novio,
pues era jornalero. No tenía tierra propia pero eso, a la joven hortelana
tampoco le importaba mucho. Se conformaba con poco, lo único que quería era no
tener que volver a la fábrica después de casada. La odiaba. Estaba acostumbrada
a vivir al sol y al aire durante todo el año. Había hecho planes y se casarían
pronto, a la primavera próxima, cuando volviese su novio de las milicias en
Barcelona. Ya lo habían decidido, vivirían alquilados hasta que tuviesen
suficiente dinero como para hacerse una casa propia. Imaginaba cómo sería esa
casa porque esa sería su preciada propiedad. Sería suya y, una vez la tuviese,
no le importaría pasar hambre con un techo propio. Vislumbraba cómo sería su
vida, trajinando el hilo de las cánulas, entre los telares de yute.
Se acercaba
la fecha de regreso de su novio y Amparito estaba igual o más inquieta que de
costumbre. Veía casi cumplidos sus anhelos, por eso, cuando recibió aquella
carta, pensó que era un error, que alguien se había equivocado de dirección. No
podía creer que aquella carta la hubiese
escrito su novio donde le explicaba que había encontrado una vida nueva en
Barcelona y ya no pensaba regresar al pueblo. En aquella maldita misiva le
narraba como en los largos días que había estado viviendo en esa ciudad, solo, sin
una amistad con quien hablar, había conocido a una chica. Ella también era de
fuera y también se sentía igual de sola que él, por eso, ambos habían
congeniado y se habían enamorado.
De la carta,
lo único que leía, una y otra vez, era la frase en la que le decía que había
dejado de quererla.
Aquel
día, Amparito no fue a trabajar a la fábrica. No tenía las suficientes
fuerzas como para enfrentarse al telar. Su novio ya no volvería.
Durante
muchos días Amparito estuvo encerrada en su habitación. No comía, no dormía, no
hablaba, sólo miraba al vacío, ese que le había dejado su novio al escaparse
con sus planes para una nueva vida. Tenían que hacer algo y rápido. María
preguntó, interrogó y husmeó en la familia del fugado hasta que al fin encontró
la respuesta. Cuando entró en la habitación de Amparito pidió a su familia que
le dejasen a solas con ella. Nunca se supo lo que le dijo o lo que le omitió,
sin embargo, aquello surtió efecto. Al día siguiente, las dos amigas partieron
hacia la ciudad de Barcelona.
Barcelona, Calle Muntaner,Foto de Francesc Catala Roca |
Aunque más
de una vez se les preguntó por aquel viaje, ambas, como si de una sola voz, se
tratase, siempre respondían lo mismo: «Hecho
está lo que teníamos que hacer.»
Ninguna de
las dos amigas volvió a la fábrica una vez se casaron. María no consiguió nunca
pasear en una calesa tirada por dos corceles blancos, aunque Amparito sí consiguió
su sueño, tener una casa propia pero de una forma muy distinta a la que había
imaginado siempre.
Las cosas
nunca salen como deseamos, al menos, esa fue la conclusión a la que las dos
amigas llegaron al final de su vida, esa vida soñada.
Un relato muy emotivo..
ResponderEliminarUna vida sencilla que forma parte de otras vidas anónimas. Muchas gracias por la lectura y comentario.
ResponderEliminarNo, nunca salen como las deseamos pero , en ocasiones, la vida nos regala que salgan mejor o , al menos, eso quiero creer.
ResponderEliminarAlgunas lectoras de este relato, me han preguntado por el aparente tono triste desl mismo. Creo que muy al contrario de lo que se pueda suponer, ambas, eran felices, a su manera. La vida no siempre es la soñada pero no por ello debe volverse amarga por no haber conseguido lo que se deseaba. Gracias por la lectura y comentario.
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