Para Inma que me narró el suceso.
Para mi querida Patricia que tanto echamos de menos.
Para mi querida Patricia que tanto echamos de menos.
Afirma
I.C. que aquel día era el típico día en el que todo salía al revés. Asegura
que, a esas horas, las nueve y media de la noche, ya llevaba recorridos, a pie,
por la ciudad, más de cuatro kilómetros sin sentido. No obstante, tampoco era
una buena excusa, confesó I.C., para no continuar andando hasta su casa no tan
lejana de donde se encontraba en ese instante, pues ya se sabe que los médicos
de hoy en día aconsejan que se debe romper más suela de zapato de lo que se
hace habitualmente.
Mantiene
I.C. que no pensó en las posibles sentencias sabias de su médico y buscó, con
la mirada, la estación de metro más cercana sin pensar en otra cosa que no
fuese llegar lo antes posible a su casa y poder cambiarse de ropa y, sobre
todo, descalzarse las botas que le pesaban como el plomo a esas horas de la
noche. Alega que no reparó en nada, ni tan siquiera en el detalle de que todo
estaba solitario y que nadie bajaba los escalones para introducirse en aquella
boca del metro. Asevera I.C. que tampoco sintió ninguna curiosidad por
comprobar si la cabina del interventor de la estación estaba ocupada o vacía
cuando cruzó por delante de ella. Nos asegura que sólo lo pensó cuando ya había
pasado el billete por el lector automático y dentro del propio andén comprobó
que no había nadie allí. En ese instante, afirma I.C., se percató de su soledad
y eso le hizo olvidarse de su actitud, un tanto egoísta, al pensar sólo en sus
cosas y no prestar más atención a su entorno.
Manifiesta
I.C. que en el tablero de avisos indicaba que el próximo metro tardaría unos
diez minutos. Le pareció demasiado tiempo, pero también pensó que, a esas
horas, baja la frecuencia de los transportes porque no hay tantos pasajeros,
prueba de ello, reafirma I.C., que la soledad del apeadero donde se encontraba
así lo constataba. Aunque I.C. lo niega no puede esconder, en el relato que nos
ha hecho, que le impresionó ver a aparecer a aquel hombre, con poco pelo y
vestido de manera tan peculiar. Asegura que nunca ha sentido prejuicios sobre
el aspecto de los demás, pero sí que admite que le pareció curioso que, dado la
poca cantidad de pelo que tenía en la parte superior de su cabeza, se hubiese
hecho incrustar aquellas rastras de pelo apelmazado que tiraban de su cogote
hasta perderse en los pliegues de su cazadora. Manifiesta I.C. que le
sorprendieron menos las luengas barbas que asomaban casi escondidas en el
pañuelo de dibujos palestinos que rodeaba su cuello. Dice que pensó, en ese
instante, que la explicación más razonable era que aquel hombre pretendía
compensar la escasez de la parte superior de su nula cabellera con su lánguida
barba y que aquellos postizos de la parte posterior parecían reclamar su
independencia. Afirma I.C. que tampoco quiso mirarle mucho para que él no se
sintiese molesto por su natural curiosidad así que se dedicó a pasear por el andén
contando las baldosas, de color amarillento, que pisaba a cada paso que daba.
Fueron unos segundos, pues casi al instante, entró aquella mujer de edad
indefinida.
Constata
I.C. que esa fue la impresión que le causó pues, le pareció que pretendía esconder
su juventud con aquellos colores vivos de su ropa. Con una mirada rápida, nos
asegura I.C. que nada indiscreta, comprobó que el maquillaje de su cara parecía
haber sido realizado por una persona experta con la intención de avejentarle
las facciones.
Tanto
el hombre de la luenga barba como la mujer de ropas coloridas se cruzaron
miradas que, certifica I.C., no demostraban ninguna relación entre ellos, no
obstante, se atreve a opinar, que a tenor de lo que aconteció después, quizá se
equivocó al pensar que no se conocían de nada.
El
cartel luminoso de avisos de las llegadas se puso intermitente y, verifica I.C.,
que se sintió aliviada pues, al estar parada su cuerpo comenzó a acusar el
cansancio de aquel día que, desde hacía varias horas, pensaba que había sido
desafortunado.
Los
tres se dispusieron a subir al metro que paró ruidosamente en el andén.
Confirma I.C. que se quedó perpleja porque en el interior del mismo no había
ningún pasajero puesto que la hora punta del trabajo hacía bastante que había
transcurrido, pero tampoco tuvo la menor relevancia. Ratifica que no mediaron
ninguna palabra entre ellos y que la disposición en la que se sentaron no fue
premeditada, sólo le resultaba curioso que los tres hubiesen decidido sentarse
en el mismo vagón del metro y de manera que los tres se podían mirar sin tener
que hacer ningún esfuerzo de volver la cabeza ni tener que adoptar una postura
incómoda para poder observarse.
Manifiesta
I.C. que fue, en ese instante, cuando el hombre del pañuelo palestino sacó
aquel folio y que fue el momento en el que más intrigada estuvo, pues imaginó
que se pondría a leerlo o a escribir alguna nota en él o a hacer algún dibujo,
pues no era la primera vez que veía que algún que otro pasajero aprovechaba el
momento para realizar algún boceto. Lo cierto es que resultaba sorprendente y a
la vez agradable comprobar que seccionaba el folio para comenzar a trazar una
figurita con la técnica de la papiroflexia. Comprobó I.C. que, al igual que
ella le miraba, la mujer de la ropa con colores vivos también lo hacía, al
menos así lo cree haber notado mientras le observaba con cierta cautela de no
resultar demasiado indiscreta.
Sólo
fue después de constatar que el metro se había detenido cuando I.C. comprendió
que todo tenía sentido. El hombre de las rastras trabajó con ligereza y
terminó, a gran velocidad, un dragón volador con el que aún tuvo un poco de
tiempo para juguetear con él. Fue en el instante en el que se paró cuando se
incorporó del asiento y dejó aquel alado sin plumas sobre el quicio de la
ventanilla que se encontraba junto a su asiento en el metro.
Afirma
I.C. que sintió la tentación de levantarse de su asiento y, una vez en marcha
el metro, adueñarse de aquel bonito objeto como si de un trofeo se tratase,
pero, la maldita prudencia, de la que I.C. siempre suele hacer alarde, dice que
también le impidió sacar su teléfono y haber lanzado una fotografía al artista
anónimo que había resultado ser aquel hombre de escaso pelo y luenga barba.
Constató
que ya estaba en la siguiente parada, la cual, había tomado el nombre de la
calle más cercana y que resultaba ser la más próxima a su casa. I.C. miró el
rótulo que aparecía intermitente y leyó: “Pròxima parada:
Amistat”. Se paró el metro y tanto la mujer de la ropa de colores vivos
como I.C. se levantaron al unísono para salir por la puerta más cercana a la ventana
donde, en el alféizar, se encontraba depositado el dragón volador hecho por el
hombre de luenga barba. I.C. reconoce que fue más lenta y que también se detuvo
cuando comprendió que la mujer, que parecía ocultar su edad, también pretendía
tomar la figurita de papel.
Manifiesta
I.C. que no se arrepiente de haberse rezagado, pues, después de meditar el
asunto y consultarlo con quien lo está contando ahora mismo, asegura y cree que
podría afirmar que el hecho de que aquel hombre de escaso pelo y luenga barba
hiciese un dragón alado de papel, era sólo con la única intención de que la
mujer lo tomase.
Y
para que conste, afirma I.C. que no fue un hecho aislado, sino que se atrevería
a constatar que se trataba de algo decidido desde el primer instante en el que
ambos se montaron en el metro con destino a la estación Amistad.
Me ha encantado el relato y a pesar de que el hecho en sí ya es extraordinario, tu forma de narrarlo le añade belleza. Un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias por emocionarme con tu amistad. Gracias por tu cariño comentario.
EliminarBellísimo. Amistat, sabes, era mi parada cuando aún vivía en la ciudad. Me enamoró el nombre y me ha enamorado tu relato.
ResponderEliminarLos nombres de las estaciones siempre merecen un relato y ésta tiene el suyo. Muchas gracias por tu amistad y tu cariño.
ResponderEliminarTus relatos me encantan, siempre mantienen viva mi curiosidad y en este caso ha sido revelador..La amistad
ResponderEliminarBesos
Gracias Suni por tu comentario. A veces se valora menos de lo que debemos la amistad. Un abrazo.
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