Cara de pez me daba miedo. Sentía un fuerte escalofrío ante su presencia.
Cada día, los niños de la calle, después del colegio, con la merienda en la
mano, solíamos jugar juntos menos Cara de pez, que, como era el mayor, no se
acercaba al grupo. Su aspecto descuidado y su sobrepeso aún le hacían parecer
más monstruoso ante los ojos de todos los niños y también ante los míos.
Aquella temporada se jugaba con las canicas. Resultaba divertido golpearlas con
los dedos y escuchar el repiqueteo de los golpes entre ellas como si fuesen a
desintegrase. Las reglas eran muy sencillas: el que más golpes les daban podía
moverlas en la dirección que se le antojase sin perder el turno de tiro y así
hasta que las ganaba todas. Esa tarde, Javier, estaba en racha y estaba a punto
de terminar la partida cuando se acercó al grupo de niños Cara de pez. En la
mano llevaba un palito y sus canicas. Nos quedamos todos quietos esperando a
que dijese algo. Levantó la bolsita y, a continuación, dijo algo que ninguno
entendimos. El gesto que hizo parecía indicar que pretendía que jugásemos con
él. Habló con frases inconexas y, a duras penas, entendimos que quería
explicarnos un juego que se había inventado. En ese instante, nuestro interés
por ganar el mayor número de bolas desapareció y, poco a poco, los niños de la
calle, se marcharon a sus casas. Distraídamente, me quedé rezagada y cuando me
di la vuelta sólo estaba yo a la que Cara de pez enseñaría las normas.
-Se llama “picar y repicar”. –Dijo como tragándose las palabras
hacia el interior de su boca.
Entre tartamudeos, provocados por el miedo que me daba, le contesté que no
sabía qué era aquello y, entonces, soltó una catarata de palabras a medio
terminar de las cuales no comprendí nada, pues parecía lo que quería decir
retornase a su garganta. Tuve la sensación de que hablaba para sí mismo con
aquella voz de tono osco y oscuro. Le miré a los ojos y me asustó su mirada
perdida en el pequeño infinito de su propia confusión. Quería irme, pero el
miedo que sentí me mantenía paralizada escuchando aquellas normas
ininteligibles. Estaba a punto de gritar cuando vi a mi padre que regresaba del
trabajo. Desde lejos me llamó para que fuese a darle un beso. Cara de pez miró
a mi padre y dejó de hablar. Recogió las canicas y el palito y, sin decir nada
más, se fue hacia su casa. Me sentí aliviada. Aquella cara redonda, de labios
gordinflones y mirada perdida, se había ido. Se lo conté a mi padre, pero no me
contestó. Me sorprendió su silencio.
Cara de pez vivía muy cerca de mi casa, sin embargo, le desconocía y sólo
sabía aquello que su madre contaba cuando nos visitaba. Decía que era un buen
chico, pero que alguien le insultó llamándole: “gordo cara de pez” y, desde
entonces, había cambiado completamente.
Cara de pez no conseguía pasar los cursos en la escuela. No entendía el
castellano, esa lengua en la que hablaban en la escuela, en la televisión y que
tan sólo estaba en los libros que no leía. Cada día le costaba más comprender
lo que le enseñaban en la escuela. Allí se aburría tanto que para pasar el
tiempo se llevaba comida y, sin que el maestro lo viese, la engullía.
A Cara de pez no le molestaba que le llamasen así, al contrario, hasta
adoptó este mote como su nombre propio, pero sí se enfadaba cuando le llamaban
gordo, tanto que, un día, en el patio de la escuela, le dio un puñetazo a un
niño porque se burló de él. El maestro se lo dijo a su madre y ésta le restó
importancia a ese hecho, así que, a partir de ese instante, nadie le volvió a
llamar gordo, era muy fuerte y eso causaba cierto respeto. No consiguió pasar
los cursos y cuando tuvo la suficiente edad, como para poder ir a trabajar,
abandonó la escuela. Su padre le dijo que para ser un buen labrador no le hacía
falta saber nada que no fuese cómo plantar las hortalizas, regar un campo o
cuidar del huerto de los naranjos, además, ya tendría tiempo de aprender y
hacerse un hombre cuando hiciese ‘la mili’, pues, del ejército, uno salía de
allí hecho un hombre hecho y derecho.
Aquel verano, Cara de pez, dio un buen estirón. Adelgazó varios kilos,
aunque él continuaba sintiéndose gordo. Se hundió más en sí mismo y terminó por
comerse todas las palabras sin dejar escapar ni una de aquellos labios
gordinflones. Una tarde muy calurosa sesteábamos sentados bajo la parra. Se oyó
un pequeño derrape y apareció Cara de pez con la moto movillette de su padre.
Directamente se dirigió a mí y farfulló algo como queriendo decir que veía a
buscarme. Sentí mucho miedo. Me asustó aquella mirada indefinida y aquella boca
de labios gordinflones que casi no dejaba salir las palabras. Mi padre le atajó
preguntándole si el suyo le había dado permiso para cogerle la moto. Cara de
pez hundió la cabeza y, tras una larga pausa, soltó un ‘sí’ misterioso. Pocos
segundos después dijo a gran velocidad:
-Hace mucho calor. Ven a darte un baño conmigo a la balsa
de riego.
Tensa, sin saber muy bien qué contestarle, dejé la boca abierta antes de
poder pronunciar una negativa. Mi padre, con amabilidad, esa que tanto le
caracterizaba para hablar y con la que conseguía que nadie se sintiese herido
con sus palabras y opiniones, se dirigió a Cara de pez para explicarle que eso
no podía ser porque, en aquella balsa, ya se había ahogado mucha gente y era
peligroso, además, yo no sabía nadar.
-Yo sé nadar y no dejaría que ella se ahogase –Gritó, Cara de pez, como si
hubiese sido una ofensa el dudar de sus cualidades. –Además, en septiembre, me
marcho a hacer ‘la mili’ y entonces ya volveré hecho un hombre.
Aquella última explicación sonó como una despedida. Mi padre,
con esfuerzo, consiguió convencerle de que se marchase y dejase de insistir en
llevar a cabo aquel descabellado baño.
No volví a ver a Cara de pez. En otoño, su madre, nos mostró, orgullosa, la
fotografía de su hijo vestido de militar. En la foto llevaba una boina ladeada
y un uniforme de color caqui. Casi ni me fijé en aquel traje, en realidad lo
que más destacaba era aquella mirada perdida que, en aquella fotografía,
parecía estar aún más alejada de la realidad.
Una vez terminada la obligación del ejército, Cara de pez, regresó a casa.
Tampoco había conseguido aprender nada de lo que le enseñaron. Continuaba sin
entender en castellano. Su padre dijo que ya era todo un hombre. Le compró una
furgoneta. Posiblemente él hubiese preferido una moto, pero en su casa le
convencieron de que, en realidad, necesitaba un vehículo donde poder llevar los
aperos del campo, pues el animal de tiro, ya comenzaba a flaquear y pronto
moriría de puro viejo.
Cara de pez fue al campo con la furgoneta; pasaba el día entero en sus
tierras, siguiendo las instrucciones de su padre, porque él seguía sin tener ni
una iniciativa.
Con el tiempo, me olvidé de Cara de pez y su mirada perdida. Mi vida había
tomado un rumbo distinto fuera del pueblo.
Un domingo por la noche, la madre de Cara de pez, llamó a nuestra puerta
muy asustada. Su hijo no había regresado de Valencia desde el sábado. Entre
sollozos contó que su marido le había ordenado que fuese a la ciudad, pues,
allí conocería a alguna chica y seguro que encontraría novia. Según su padre,
debía casarse y tener descendencia y así, alguien de la familia, heredaría sus
tierras. En la casa estaban todos muy preocupados. Nadie sabía qué le habría
podido haber sucedido. Su hermana y su novio estuvieron buscándole todo el
domingo, hasta que, por fin, lo encontraron sentado en un banco de la calle.
Estaba desorientado y no dejaba de repetir que le habían robado la furgoneta.
Les costó bastante encontrarla, pues, lo que realmente había sucedido era que
no recordaba dónde la había dejado aparcada.
A partir de ese instante, Cara de pez, ya no volvió a salir de casa. Tenía
miedo de volver a perderse, incluso cuando debía ir al campo. El médico del
pueblo le diagnosticó un brote psicótico depresivo. Le recetó unos ansiolíticos
muy fuertes y aconsejó, a sus padres, que lo llevasen a un buen psiquiatra,
pero ambos se negaron, pues, según ellos, a su hijo no le pasaba nada y
lo único que necesitaba era una buena mujer.
Una noche se escuchó un golpe seco y, a continuación, un grito muy fuerte
en medio de la calle. Todos los vecinos salimos alertados por aquellos ruidos.
Cara de pez estaba en medio de la calle gritando palabras ininteligibles y, con
un garrote, partía los cristales de su furgoneta. Su padre intentó detenerle, pero
él también recibió un golpe de aquel garrote que le tronzó el hueso del
antebrazo. A los municipales les costó bastante reducirle y calmarle. Aquella
misma noche fue ingresado en el psiquiátrico donde permaneció varios meses.
Cuando volvió a casa, Cara de pez, estaba mucho más gordo y fofo que nunca.
Seguía comiéndose las palabras sin dejarlas salir de sus labios gordinflones.
Lo vi una vez y su mirada indefinida, perdida, me hizo sentir el mismo
miedo que me inspiraba desde niña.
En noviembre de ese mismo año lo encontraron muerto en su cama. No se le
hizo la autopsia. Su padre no lo consintió. En la casa no se volvió a hablar de
Cara de pez. Se escondieron sus cosas. Se vendió la furgoneta. Era como si
nunca hubiese existido.
De Cara de pez ya queda poca cosa, tan solo está la
lápida de su nicho donde aparece escrito su verdadero nombre y la fotografía del
servicio militar con la gorra ladeada. Quizá, alguno de los más mayores del
pueblo, lo recuerden. Voy poco al cementerio, pero si paso por delante de su
nicho sigo sintiendo el mismo miedo a esa mirada perdida e indefinida.
Què pena! Quina història més trista! Deuria sentir-se molt a soles.
ResponderEliminarGràcies, Paqui, per compartir els teus relats.
Hola Susi:
ResponderEliminarvolia escriure un relat melodramátic, però crec que no ha agradat molt. El pròxim serà més alegre, espere. Gràcies per la teua lectura i comentari.
A mí sí m'ha agradat, és la trista realitat.
ResponderEliminarTotalment d'acord amb el que dius de ton pare, era tan entranyable, passen els anys i el recorde com si fora ara, era "una bona persona".
Sí, Susi, les coses no sempre son maravelloses com volem. Aquell xic tenia molts problemes i prou mala sort.
ResponderEliminarMon pare era una persona responsable amb tots inclús en els de fora de casa. Moltes gràcies per la teua amistat. Besets.