Mi padre nunca vio un partido de fútbol entero. A él no le gustaba ese deporte. Decía que le aburría esa persecución por conseguir un balón con patadas y golpes. Aquella tarde fue la excepción. Era algo más que un partido de aficionados. Sólo se jugaría la primera parte y después comenzaría el verdadero espectáculo. Eso fue lo que me dijo para que le acompañase. Con mi padre habría ido al fin del mundo. El campo de fútbol está a las afueras del pueblo.
Mientras caminábamos por la estrecha senda, mi padre, me fue contando cosas sobre las plantas que nos rodeaban, sobre los pájaros que nos salían al encuentro y sobre lo necesario que era respetarlos.
Cuando llegamos a la entrada del recinto había una gran pancarta donde se anunciaba un espectáculo titulado, La maravillosa Margarita. Miré a mi padre y vi que sonreía ante la pancarta. Le pregunté sobre aquel anuncio a lo que me contestó que Margarita era una artista que quería mostrar al mundo entero su verdadero don. Me sorprendieron mucho sus palabras, pero, a pesar de mi afición a preguntarlo todo, está vez no lo hice.
Buscamos un sitio donde sentarnos y poder ver el partido o aquel simulacro, pues sólo duró un cuarto de hora. El desenlace fue rápido. Dos de los jugadores se disputaron el balón con tanto entusiasmo que tuvieron que salir del campo en camilla. Cómo no había jugadores en el banquillo que los supliesen y los posibles temieron salir al terreno de juego por si terminaban en las mismas condiciones, el partido fue suspendido. Ya lo jugarían en otra ocasión.
Mientras retiraban lo concerniente al fútbol mi padre se levantó y me dijo que le esperase allí sentada porque debía saludar a una conocida. Como siempre he sido muy obediente cumplí su orden, pero me senté de manera que podía seguirle con la mirada. Me sorprendió. Se acercó hasta una mujer regordeta vestida de negro de cabello rizado y pintada de una manera exuberante. Mi padre le tendió la mano y ella se la estrechó con una gran sonrisa. Durante unos instantes hablaron con cordialidad. En un momento dado, ella le hizo un gesto a un señor que se encontraba a unos pasos. Iba vestido con frac y en la mano llevaba una chistera. Los tres hablaron muy cordialmente durante unos minutos y poco después se despidieron. Cuando mi padre regresó me contó que aquella señora era la bailarina Margarita. Mi cara de asombro sirvió para recobrar una de sus más bellas sonrisas casi olvidadas por mí. Le dije que me parecía increíble que aquella mujer se dedicase al baile. Su cuerpo grueso y pesado no se correspondía con el de las bailarinas de aspecto delgado y etéreo. Fue entonces cuando mi padre me explicó que en nuestro cuerpo se producen muchos cambios propiciados por el paso del tiempo. Me contó que Margarita había bailado ballet clásico durante muchos años, pero que no había podido resistir el duro esfuerzo de esa profesión y por eso la había abandonado. Durante los años sesenta emigró a Holanda donde mi padre coincidió con ella. Todos buscaban una vida mejor. Mientras mi padre me contaba estas cosas comencé a descubrir algunas facetas que ignoraba de su estancia en las Tierras Bajas. Nunca hablaba de ese período de su vida y cuando me había aventurado a preguntarle siempre respondía que era un lugar muy húmedo.
El espectáculo continuó. Las sorpresas aún no habían terminado para mí. Entró una furgoneta en el recinto. La estacionaron en el centro del campo. Se trataba del vehículo de mi vecino Jeremías. ¿Por qué le habrían dejado aparcar aquel armatoste con ruedas en medio del espectáculo? Al instante, el hombre que había saludado a mi padre y que vestía frac y chistera se colocó junto a la furgoneta. Llevaba un gran megáfono en la mano para dirigirse al público. Durante varios minutos explicó detalles de la sorprendente trayectoria de Margarita. Dijo que se trataba de la increíble y maravillosa bailarina que había colgado sus zapatillas de baile para mostrar a todos cuales eran sus verdaderas dotes. Continuó su discurso con elocuentes explicaciones sobre la descomunal fuerza que tenía aquella mujer. Entre las muchas hazañas que contó dijo que incluso era capaz de arrastrar aquel vehículo cargado con diez hombres dentro. Con un tono vehemente afirmó que lo lograría con tan sólo tirar de una cuerda sujetada por sus dientes. Recuerdo que la perorata me resultó eterna y chillona. Por fin se pasó a la acción. Aquel cachivache se llenó con los diez voluntarios. Entonces, Margarita, tomó el megáfono y habló. Primero dio las gracias al público que allí se encontraba y, a continuación, asió la soga. Antes de sujetarla con los dientes, buscó a mi padre con la mirada. Le sonrió. Le guiñó un ojo. Creo que sólo yo me di cuenta de ese detalle. Se hizo el silencio. Comenzó a tirar y tirar. El hombre del frac volvió a hablar por el megáfono. Repitió hasta la saciedad que la fuerza de Margarita era extraordinaria. El público se levantó entusiasmado y aplaudió la proeza de aquella mujer. Ella soltó la maroma y saludó a diestro y siniestro mientras no dejaban de aplaudirle. El espectáculo había terminado.
Cuando regresábamos a casa, mi padre me preguntó si me había gustado la actuación de La maravillosa Margarita. Le miré y muy seriamente le comenté que yo no había visto moverse la furgoneta ni un centímetro. Miré la cara de mi padre y en ella volvió a aparecer la sonrisa cristalina que tanto me gustaba ver. Con dulzura me respondió:
«No hace falta verlo, sólo hay que creerlo.»
Mientras caminábamos por la estrecha senda, mi padre, me fue contando cosas sobre las plantas que nos rodeaban, sobre los pájaros que nos salían al encuentro y sobre lo necesario que era respetarlos.
Cuando llegamos a la entrada del recinto había una gran pancarta donde se anunciaba un espectáculo titulado, La maravillosa Margarita. Miré a mi padre y vi que sonreía ante la pancarta. Le pregunté sobre aquel anuncio a lo que me contestó que Margarita era una artista que quería mostrar al mundo entero su verdadero don. Me sorprendieron mucho sus palabras, pero, a pesar de mi afición a preguntarlo todo, está vez no lo hice.
Buscamos un sitio donde sentarnos y poder ver el partido o aquel simulacro, pues sólo duró un cuarto de hora. El desenlace fue rápido. Dos de los jugadores se disputaron el balón con tanto entusiasmo que tuvieron que salir del campo en camilla. Cómo no había jugadores en el banquillo que los supliesen y los posibles temieron salir al terreno de juego por si terminaban en las mismas condiciones, el partido fue suspendido. Ya lo jugarían en otra ocasión.
Mientras retiraban lo concerniente al fútbol mi padre se levantó y me dijo que le esperase allí sentada porque debía saludar a una conocida. Como siempre he sido muy obediente cumplí su orden, pero me senté de manera que podía seguirle con la mirada. Me sorprendió. Se acercó hasta una mujer regordeta vestida de negro de cabello rizado y pintada de una manera exuberante. Mi padre le tendió la mano y ella se la estrechó con una gran sonrisa. Durante unos instantes hablaron con cordialidad. En un momento dado, ella le hizo un gesto a un señor que se encontraba a unos pasos. Iba vestido con frac y en la mano llevaba una chistera. Los tres hablaron muy cordialmente durante unos minutos y poco después se despidieron. Cuando mi padre regresó me contó que aquella señora era la bailarina Margarita. Mi cara de asombro sirvió para recobrar una de sus más bellas sonrisas casi olvidadas por mí. Le dije que me parecía increíble que aquella mujer se dedicase al baile. Su cuerpo grueso y pesado no se correspondía con el de las bailarinas de aspecto delgado y etéreo. Fue entonces cuando mi padre me explicó que en nuestro cuerpo se producen muchos cambios propiciados por el paso del tiempo. Me contó que Margarita había bailado ballet clásico durante muchos años, pero que no había podido resistir el duro esfuerzo de esa profesión y por eso la había abandonado. Durante los años sesenta emigró a Holanda donde mi padre coincidió con ella. Todos buscaban una vida mejor. Mientras mi padre me contaba estas cosas comencé a descubrir algunas facetas que ignoraba de su estancia en las Tierras Bajas. Nunca hablaba de ese período de su vida y cuando me había aventurado a preguntarle siempre respondía que era un lugar muy húmedo.
El espectáculo continuó. Las sorpresas aún no habían terminado para mí. Entró una furgoneta en el recinto. La estacionaron en el centro del campo. Se trataba del vehículo de mi vecino Jeremías. ¿Por qué le habrían dejado aparcar aquel armatoste con ruedas en medio del espectáculo? Al instante, el hombre que había saludado a mi padre y que vestía frac y chistera se colocó junto a la furgoneta. Llevaba un gran megáfono en la mano para dirigirse al público. Durante varios minutos explicó detalles de la sorprendente trayectoria de Margarita. Dijo que se trataba de la increíble y maravillosa bailarina que había colgado sus zapatillas de baile para mostrar a todos cuales eran sus verdaderas dotes. Continuó su discurso con elocuentes explicaciones sobre la descomunal fuerza que tenía aquella mujer. Entre las muchas hazañas que contó dijo que incluso era capaz de arrastrar aquel vehículo cargado con diez hombres dentro. Con un tono vehemente afirmó que lo lograría con tan sólo tirar de una cuerda sujetada por sus dientes. Recuerdo que la perorata me resultó eterna y chillona. Por fin se pasó a la acción. Aquel cachivache se llenó con los diez voluntarios. Entonces, Margarita, tomó el megáfono y habló. Primero dio las gracias al público que allí se encontraba y, a continuación, asió la soga. Antes de sujetarla con los dientes, buscó a mi padre con la mirada. Le sonrió. Le guiñó un ojo. Creo que sólo yo me di cuenta de ese detalle. Se hizo el silencio. Comenzó a tirar y tirar. El hombre del frac volvió a hablar por el megáfono. Repitió hasta la saciedad que la fuerza de Margarita era extraordinaria. El público se levantó entusiasmado y aplaudió la proeza de aquella mujer. Ella soltó la maroma y saludó a diestro y siniestro mientras no dejaban de aplaudirle. El espectáculo había terminado.
Cuando regresábamos a casa, mi padre me preguntó si me había gustado la actuación de La maravillosa Margarita. Le miré y muy seriamente le comenté que yo no había visto moverse la furgoneta ni un centímetro. Miré la cara de mi padre y en ella volvió a aparecer la sonrisa cristalina que tanto me gustaba ver. Con dulzura me respondió:
«No hace falta verlo, sólo hay que creerlo.»
¡Hola hola! Yo también formo parte la iniciativa "seamos seguidores" ¡ya tienes una seguidora más! Te dejo por aquí mi blog para que pases cuando quieras y dejes un comentario donde más te guste: http://diariodeunachickalit.blogspot.com.es/ Mil gracias y un saludito!! ^^
ResponderEliminarGracias Chickalit. Saludos
ResponderEliminarhola! que lindo es ver crecer al blog, como para no compartirte!! me he perdido algunos relatos que ya se iran volaaaando! abrazotes.
ResponderEliminarHola amigas
EliminarNo se preocupen, los relatos están ahí para que los disfrutan siempre que quieran y puedan. Muchas gracias por sus visitas y comentarios. Un abrazo