Para Carmen Pinedo Herrero
A
finales del siglo XIX, en mi pueblo se habían censado más de veinte masías, es
decir, casas de campo que disponían de tierras de labor junto con otras
instalaciones dedicadas a la explotación avícola y ganadera. Era tal la
extensión de sus tierras que el propietario, al que todos denominaban amo,
solía conceder arrendamientos de algunas de sus parcelas a sus propios
jornaleros. Las tierras que alquilaba no eran de gran extensión. El amo les
proporcionaba sólo el terreno justo para que sus braceros pudiesen plantarse
hortalizas y abastecer sus despensas durante todo el año.
Los
urbanitas pensaréis que la cesión de la tierra era gratuita, sin embargo, os
equivocáis. El amo no regalaba nada. Cobraba una renta anual por cada pedazo de
tierra que cedía. Los pagos se efectuaban después de las fiestas del santo del
pueblo. La celebración coincidía con el período estival de la recolección. Los aparceros
se acercaban a la casa del amo con el dinero acordado y el cuadernito donde se
anotaba el día del pago y la cantidad. El labrador estampaba su firma o marca y
el propietario la suya. Esa práctica decimonónica se mantuvo vigente hasta bien
entrado el siglo XX. Fue en 1980, cuando se promulgó una primera ley de
regularización y acceso a la propiedad de los arrendamientos históricos
rústicos para los cultivadores de esas tierras. Pero no voy a cansaros con
leyes, modificaciones ni nada por el estilo. Hoy he decidido contaros un cuento
de viejos. Digo que es un cuento porque como tal lo contaba mi abuelo materno y
así lo continúa haciendo mi madre. También digo que es de viejos porque la
gente joven, por regla general, desconoce lo que significa el tener una huerta para
disfrutar de plantar y recolectar su propia cosecha. El cuento que os voy a
contar podría transcurrir en cualquier momento de nuestra historia más
reciente, pero me tomaré la licencia de ubicarlo a finales del siglo XIX. Y la
historia empieza así:
Para
un labrador constituye un verdadero placer ver entrar el agua de riego en el
campo cultivado. La escorrentía que se desliza calmando la sed de la cosecha da
tal satisfacción que, al cultivador, se le antoja ver crecer las plantas con
sólo esa agua. Con la tierra refrescada, el ambiente se perfuma con el olor acre
del cultivo. Pero el riego siempre ha sido algo muy riguroso, en especial en la
época estival, momento en el que obligaba a guardar un turno estricto entre los
regantes, por eso más de uno se veía obligado a pasar la noche a la espera de
la llegada del agua. Aquella vez parecía que el agua no corriese por lo reseca que
se encontraba la tierra. Los protagonistas de este cuento eran dos labradores arrendatarios
de una pequeña huerta colindante al pueblo. El turno de riego que les tocó les
obligó a ver anochecer mientras el agua se deslizaba lentamente por los surcos.
Era bien entrada la noche cuando terminaron de regar. Los dos vecinos, ya
satisfechos por ver el brillo de los charquitos reflejados por la luz de la
luna, se sentaron en el borde de la acequia una vez cerrada la compuerta. Ambos
decidieron liar un cigarrito, de esos que llamaban 'caldo de gallina', antes de
regresar a casa. La noche era serena y sólo se veía enturbiada por algún que
otro sonido agrandado por el silencio nocturno. Junto al goteo de las últimas escorrentías
se unió la musicalidad del canto de un talla-arròs. El sonido de aquel insecto,
muy común en la huerta valenciana, se combinaba con el canto de una rana que
croaba escondida en algún recoveco de la acequia. Los dos labradores terminaron
de liar su cigarrito y mientras lo fumaban escuchaban, embelesados, los sonidos
prodigados por aquel insecto. De pronto, uno de los labradores habló:
-¡Qué
hermoso es el canto de ese talla-arròs! Siempre se ha dicho que es el augurio de
la venida de una gran fortuna. Éste se encuentra dentro de mi campo, entre las
matas de los tomates que tengo plantadas en la parte baja. –Dijo con
entusiasmo. –Me anuncia que la cosecha será muy buena.
-Con
el tiempo has perdido oído. –Le replicó el otro labrador. –El talla-arròs cantor
está en mi campo. Te aseguro que se encuentra escondido dentro de alguna mata
de judías de las que tengo plantadas en mi huerta.
Lo
que parecía ser una pequeña discusión sin importancia, comenzó a caldear los
ánimos de cada uno por demostrar dónde se encontraba situado el insecto. Su
discusión llegó hasta tal punto que fueron levantando el tono hasta llegar al
enfado. Con rabia ambos apagaron la
colilla y tomando sus azadas se marcharon a sus casas cabizbajos y sin
dirigirse la palabra.
Al
día siguiente, en el casino del pueblo, cada uno contó lo que les había sucedido.
Ambos insistían en que el insecto estaba en su campo y, sorprendentemente,
entre los que les escuchaban, llegó a formarse un grupo de discusión sobre cuál
de los dos tendría la razón. Lo que a algunos les habría parecido una tontería
comenzó a convertirse en un argumento de peso y hasta el punto de crear una
atmósfera de disgusto y enfado. La decisión de saber dónde se encontraba
situado el talla-arròs y saber a quién se dirigía su augurio se convirtió en
una cuestión de honor. Dado que ambos tenían partidarios que les jaleaban a
continuar discutiendo tuvo que intervenir el encargado del casino como árbitro:
-Esto
tenéis que solucionarlo ya. Lo mejor será que habléis con el amo de la masía.
Él es abogado y seguro que sabe dar una solución a este problema.
Los
dos labradores aceptaron la proposición del mediador. Sería una buena forma de
dar por zanjada la discusión y demostrar cuál de los dos tenía razón.
El
amo les recibió en su despacho. Ofreció una silla a cada uno y les preguntó
cuál era el motivo de su visita. Ambos le contaron el suceso y con la misma
energía que habían defendido su posición ante sus partidarios expusieron su
postura.
-El
talla-arròs cantaba por mí. -Afirmaba uno.
-No,
ese cantaba por mí. -Replicaba el otro.
El
amo les escuchó atentamente sin pronunciar ni una palabra ni a favor ni en
contra. Cuando los ánimos de los labradores se calmaron ante su silencio, al
fin habló:
-Vuestra
discusión es algo muy serio. Tengo que reflexionar sobre el tema. Volved dentro
de unos días y, entonces, os daré la solución, pero para saberla antes tenéis
que traerme un duro cada uno.
El
dinero que les pidió el abogado era una cantidad muy elevada para los dos. Debían
cavar, durante muchas horas y días, los huertos del propio amo para reunirla.
Sin embargo, y a pesar del gran esfuerzo que debían realizar, ambos trabajaron
con ahínco hasta lograr reunir la cantidad exigida.
A
la semana siguiente se presentaron en casa del amo abogado con el duro en la
faja. -¡Bien! -dijo el amo- Enseñadme el duro y os diré por quién cantaba el
talla-arròs en el campo.
Los
dos labradores sacaron las monedas de la faja y las dejaron sobre el escritorio
del abogado.
-¡Muy
bien! –Dijo. Y guardó las dos monedas en su mano. –El talla-arròs aquella noche
no cantó ni por uno ni por el otro, sino que lo hizo por mí. Y ahora iros a
vuestras ocupaciones que yo tengo otras cosas más importantes que hacer que
escuchar vuestras tonterías.
Y
así los despidió. En verdad aquel insecto había cantado por el amo que se había
aprovechado de la superstición e ignorancia de los dos.
La
moraleja de toda esta historia sería que nunca inicies discusiones que te
lleven a perder el tiempo y el dinero.
Este
sería el final de este cuento moralizante que me contaban de niña, no obstante,
ya sabéis mi interés por dar un buen final a todos los relatos, por lo que ahora
os explicaré alguna de las incógnitas que, espero os hayan quedado.
Las
tierras del amo fueron heredadas por sus hijos e hijas. Los arrendamientos, tal
como os he contado al principio, se regularizaron. Algunos aparceros abandonaron
las tierras y los hijos del amo también, pero siempre queda algún que otro
enamorado y enamorada de la tierra de sus antepasados que la mantiene por amor.
FIN
P.S.: el aspecto del talla- arròs o cadell es el siguiente.
¡Regalo, regalazo! El agua, los huertos, las voces de los insectos -y de las aves- trenzan tu historia. Aquí, donde ahora estoy, una parte se riega por goteo; otra, a manta. Es una fiesta oír el borboteo del agua, seguir su avance, verla aparecer entre los troncos de los árboles. A algunos de los gatos del huerto les encanta jugar con el agua. A mí me gusta seguirla con la mirada y con todos los sentidos despiertos. Privilegio de la tierra. Una inmensa gratitud. También hacia ti, Francisca. Gracias por tus historias, gracias por este regalo.
ResponderEliminarQuerida Carmen,
EliminarSí yo supiera contar todo el amor que siento por la tierra de mis antepasados, por sus tradiciones, su historia. El agua forma parte de nuestro cuerpo y corre viva por nuestras venas. Muchas gracias por tus cariñosas palabras. Un abrazo y que cumplas muchos más.
Sí, es una gozada sentir, ver, oír y oler la tierra nuestra, la de nuestro mayores, evocar los recuerdos imborrables y bonitos que los guardamos en el almacén de la memoria...
ResponderEliminarAhora mismo, me estoy restableciendo en Gines, un pueblecito del Aljarafe sevillano, miro por la ventana y veo: cielo, olivos, pajarillos, gatos, cigüeñas y más bichillos, gente haciendo sus carreritas saludable, un placer.
Qué entrada tan bonita!!
Te envio un besazo.
Querida Mari Carmen
ResponderEliminarEspero que te encuentres mejor. Los que hemos tenido la suerte de crecer en medio del campo lo sentimos como propio y más si cabe con el paso de los años.
Es un lujo contar contigo y tu gracia para contar las sensaciones. Muchas gracias por leer y comentar mi relato. Cuídate mucho. Un abrazo
hola! que bonitooo! en nuestro jardin en verano los solemos ver a estos bichitos , en Argentina se le llaman " grillos de tierra", tu nombre es mas bonito, y nos gusto lo de los augurios, cuando llegue el verano y observe a alguno nos acordaremos de tu relato, gracias por compartirlo!! saludosbuhos
ResponderEliminarHola Amigas:
EliminarLa sabiduría popular es tan bonita que merece que la recuperemos y recordemos. Celebro que les haya gustado el nombre creo que se atribuyó equivocadamente el daño a las plantas de arroz, pero luego se supo que no era así, por eso, para ponerse a buenas con él le dieron la cualidad de ser un buen augurio su canto. Bonito ¿verdad?
Un placer saber que les ha gustado. Un abrazo desde Valencia.
¡Qué buen cuento! ¡Me ha encantado! Pues sí, no veas para quién cantó al final, ja ja.
ResponderEliminarUn beso muy fuerte, no te pongo un comentario más largo para no hacer spiler.
¡Muchos besos! :D
Querida Margarita,
EliminarMuchas gracias por tus comentarios. Deja todo lo que quieras porque estoy encantada de que lo hagas. Un abrazo.